Las causas más profundas de la crisis de la política (y, en particular, de la política transformadora) es la desconexión entre praxis política y moral política. Una causa a la que no se dedica, lamentablemente, el tiempo y el coraje necesarios para abordar un debate imprescindible y urgente sobre el rearme moral en el proceso de renovación y reformulación de una nueva política de orientación progresista.
La política se está quedando huérfana de filósofos en un inexorable y preocupante éxodo del discurso moral. Sin ellos, desvariamos desnortados en una cartografía que desdibuja la política en gestión. Casi sin darnos cuenta, la política ha ido perdiendo (o expulsando) a sus más brillantes pensadores, renunciando a hacerse preguntas profundas, para ofrecer respuestas superficiales, de manual. Sin sentido. Eso es lo que nos aleja del sentimiento de las personas, la ausencia de sentido y profundidad de muchas prácticas y políticas públicas que parecen incapaces de comprender la complejidad y el vacío que provoca una política sin espíritu. Se impone una triple reacción: más meditación, más espiritualidad y más filosofía.
La política meditada. La praxis política sublima la acción como el paradigma definitivo de la política e ignora y desprecia, por ejemplo, la meditación y el cuidado del espíritu como estructura medular del carácter de nuestros representantes. El absolutismo de la gestión se ha convertido en el indicador de referencia. Les valoramos por lo que hacen, no por lo que son, ni por lo que sienten en su interior.
Pero algo está cambiando y muy rápidamente. Esta crisis está poniendo a cada uno en su lugar. Y afloran, más que nunca, las debilidades estructurales de muchos líderes políticos. Hoy la observancia democrática y ciudadana se fija en la talla moral y ética de nuestros representantes y crece la convicción de que la riqueza espiritual e intelectual de nuestros líderes es condición indispensable para su eficacia en la gestión. Además, aumenta la certeza de que la mayoría de las respuestas que debemos dar a los retos del planeta no se pueden gobernar o abordar únicamente desde los instrumentos de la política (demasiado limitada y condicionada), sino que se necesitan cambios de conducta y comportamientos individuales para diseñar futuros compartidos.
La política, con sus ritmos mediáticos y su inmediatez táctica, aleja a nuestros representantes, demasiadas veces, de la ponderación y la distancia imprescindibles. Nadie reclama, por ejemplo, tiempo para evaluar la respuesta adecuada, para estudiar una propuesta, para pensarla con calma. Es como si la distancia cautelar que tantas veces debería guiar la actuación pública, fuera un demérito o un defecto. Todo lo contrario.
Hay un nuevo espacio para la política medite. La ciudadanía lo está pidiendo a gritos. La meditación, el silencio, el retiro, el estudio, deben estar presentes en la vida política y en nuestros líderes. Necesitamos políticos con mayor capacidad de escuchar su interior y de compartir experiencias de profunda e intensa concentración personal. Una espiritualidad humana, profundamente humanista, como base de otra política.
Necesitamos líderes reflexivos, capaces de meditar, de buscar en su equilibrio personal la fuerza y las ideas que guíen su actividad. Puede situarse en una dimensión religiosa, pero no necesariamente. Debemos fomentar las prácticas que buscan el equilibrio y la armonía y acercarnos a ellas con una nueva naturalidad. Un gestor público debe ser una persona de densidad moral y ética y, para ello, es imprescindible una actitud reflexiva y pausada, una vida interior rica y equilibrada.
La dimensión espiritual de las personas. La política progresista debe mirar la dimensión espiritual del ser humano como una nueva fuente revitalizante de la moral y ética políticas. Francesc Torralba, director de la Cátedra Ethos de la Universidad Ramón Llull, afirma que "hay personas que desarrollan su vida espiritual en el marco de las tradiciones religiosas, pero hay otras que desarrollan su faceta espiritual en otros ámbitos, en contacto con la naturaleza, en la contemplación del arte, en el ejercicio físico, en la meditación. La vida espiritual es heterogénea, fluida y permeable. No nos aísla del mundo, nos conecta con todos los seres."
La política progresista sigue prisionera de bastantes tópicos y prejuicios hacia la espiritualidad (en su amplia pluralidad) ya que considera que el desarrollo de la vida interior de las personas es una dimensión refractaria a la ideología o al pensamiento político. Craso error. Aceptada, a regañadientes, la inteligencia emocional como un concepto imprescindible para una renovada política más sensible y próxima, se debe iniciar un debate a fondo sobre la inteligencia espiritual, como una disciplina (un comportamiento, una actitud vital) que da profundidad y sentido a la vida, mejorando la capacidad autónoma de las personas, favoreciendo su distancia crítica respecto a la realidad y ayudándoles a convertir sus vidas en proyectos personales con mayor fundamento y equilibrio.
Hasta ahora, la izquierda se ha movido con un reduccionismo simplista considerando lo espiritual como un fenómeno meramente religioso. Lo espiritual, entendido como el sentido que le damos a las cosas y a nuestra vida, permite residir en valores y principios los verdaderos reguladores de nuestro comportamiento. Y ahí radica su potencial para la política.
La dimensión espiritual de la persona no puede ser ignorada desde la izquierda renovadora y, mucho menos, desde el socialismo democrático, que tiene una base electoral y sociológica de cultura católica muy amplia y un anclaje histórico con las comunidades de base cristianas y los sectores renovadores de la jerarquía. Pero no estamos hablando de religión ni de iglesias. Se deben multiplicar los gestos hacia las comunidades laicas y creyentes comprometidas con la acción social, sí; pero también acercarse con respeto e interés hacia otros espacios de trascendencia espiritual no específicamente religiosa. Las tesis políticas aristocratizantes de Nietzsche. La pregunta que finalmente se hace el pensador de Röcken no es otra que la de «¿Quién ha de ser el Señor de la Tierra? Esta cuestión es el ritornelo de mi filosofía práctica», leemos en sus fragmentos póstumos. Aunque Platón, a juicio de Nietzsche, fue víctima igualmente del socratismo más dogmático, reconoce al filósofo ateniense su esfuerzo por convertirse en el supremo legislador filosófico y fundador de Estados». Y es que fue ya el propio Platón quien reconoció que no existe para la muchedumbre posibilidad de adquirir arte alguno.
En definitiva, Nietzsche plantea una suerte de Estado presidido por una aristocracia natural, la del genio (o espíritu artístico, expresión que debemos tomar en sentido amplio),