Existe consenso en cuanto a la conveniencia de la democracia y el rechazo a la dictadura. Pero este consenso oculta ideas opuestas sobre qué entendemos por democracia y dónde ponemos el énfasis: desde quienes priorizan el sistema electoral y el sufragio hasta quienes entienden por democracia "un auténtico reparto igualitario del poder" (Immanuel Wallerstein).
Los medios hegemónicos, los partidos y los capitalistas, enfatizan en la realización periódica de elecciones para elegir presidentes y parlamentos, con libertad de prensa, diversidad de candidatos y la posibilidad de rotación en dichos cargos. Reducen la democracia al acto electoral y a la existencia de ciertos derechos civiles, aunque la extensión de éstos suele quedar a discreción de los gobiernos de turno.
El derecho de manifestación, por ejemplo, suele quedar seriamente restringido durante las crisis económicas y políticas, durante las emergencias sanitarias y cada vez que el Poder Ejecutivo impone estados de excepción. Se ha hecho costumbre que la policía establezca cordones que rodean las manifestaciones, cuando antes se establecía a distancia para intervenir sólo en caso de incidentes.
De ese modo, amedrenta a los manifestantes y acota seriamente el derecho a manifestarse. Como señaló Foucault, "la policía es el golpe de Estado permanente", de modo que los aparatos armados legales son utilizados cuando el poder y los poderosos consideran llegado el momento.
El derecho de huelga también suele ser menoscabado, al imponerse servicios mínimos que neutralizan los efectos de las paralizaciones de los trabajadores, como se está debatiendo estos días en Inglaterra, y antes en tantos rincones del planeta.
Con la libertad de expresión sucede algo peor aún: la concentración de medios con carácter monopólico, neutraliza un derecho básico, ya que el acceso a la comunicación es enormemente desigual según clase social, color de piel, edad y regiones o barrios donde cada quien resida. El monopolio de los medios excluye las expresiones políticas anti-sistémicas y es uno de los mayores obstáculos para el funcionamiento de una democracia verdadera.
El crecimiento exponencial de la desigualdad está revelando que la democracia es una fantasía, porque la concentración de la riqueza se produce en pleno funcionamiento "democrático", bajo gobiernos de cualquier signo y color, sin la menor interrupción. El uno por ciento más rico había capturado en la última década alrededor de la mitad de la nueva riqueza; pero desde 2020 se apoderaron del doble que el restante 99 por ciento de la población mundial, según Oxfam (https://bit.ly/40jele8), con la bendición de las instituciones democráticas.
La democracia es una fábrica de ricos, en realidad de multimillonarios, porque los que representaban a los trabajadores se pasaron al bando de los empresarios. La socióloga estadunidense Heather Gautney sostiene en entrevista con Truthout: "El Partido Demócrata en un momento particular, antes de Bill Clinton, tomó la decisión de cortar los lazos con los trabajadores y construir lazos con las corporaciones" (https://bit.ly/40RNA11).
Gautney es autora de El nuevo poder de la élite, inspirado en el célebre trabajo de Wright Mills La élite del poder, de 1956, que ofreció una crítica potente de la concentración de poder político, económico y militar, que influenció a los movimientos de la década de 1960.
Sostiene que la desigualdad es "un programa de clase" que incluye a demócratas y republicanos, lo que en América Latina debemos interpretar como derechas y progresismos, empeñados ambos en promover los intereses de las clases dominantes y el capitalismo. Ambas corrientes fomentan las grandes obras de infraestructura, la minería y los monocultivos, que son los modos en que se presenta el neoliberalismo en este continente.
Agrega la socióloga que la manipulación de la población ha crecido de modo dramático: "Hoy, un pequeño número de personas ejerce más control sobre los medios de comunicación que cualquier dictador en la historia". Sin desmontar el poder de las élites, e impedir que se formen otras nuevas, no habrá nunca cambios estructurales
Para los sectores populares la democracia siempre fue un medio para defender sus intereses, nunca un fin en sí mismo. Para Wallerstein el sufragio universal tiene por objetivo "integrar a las clases peligrosas", punto en que coincide el historiador Josep Fontana en su libro Capitalismo y democracia. Afirma que la hegemonía cultural impuesta por la burguesía (en el siglo XIX), buscó y consiguió integrar a los trabajadores "en su visión de la sociedad y de la historia".
Pero la democracia cumple un papel adicional: consigue ocultar que el capitalismo necesita el juego democrático para colonizar todos los poros de la sociedad a través del consumismo. Las izquierdas electorales defienden este camuflaje, al trasladar los conflictos de clases, sexos y colores de piel al terreno institucional, donde se desvanecen en leyes y regulaciones.
Wallerstein entiende que el exitoso desarrollo de la economía-mundo capitalista lleva a su propia destrucción. Diversos factores determinan la fractura del capitalismo como sistema histórico, imposibilitando su reproducción. En primer lugar, prevé una puja entre diversos centros de poder mundial (EEUU, Japón, la Unión Europea, incluso China y Rusia asociadas a alguno de los anteriores) por el reparto de beneficios y costes, así como por las cuotas de inversión, en un marco de confrontación cada vez más mafioso y menos político. Luego, destaca el imparable aluvión demográfico de los países del Sur hacia el Norte próspero, así corno la inestabilidad de las estructuras sociales y políticas del primero y la aguda reacción social en este último, La decadencia de las capas medias -pilar ideológico-social del sistema- y los límites de la externalización de costos producidos por la desruralización, más la insalvable contradicción entre la necesidad capitalista de reducir los costes de producción y el medio ambiente, completan un cuadro de crisis de funcionamiento y arribó a los límites ecológicos del sistema. Esa situación se ve agravada por tres elementos de tensión que inhiben un funcionamiento operativo de los Estados para mantener el sistema mundial capitalista, a saber, las exigencias populares de democratización, la decadencia de la "estatidad" (stateness) y la tendencia a la crítica ideológica del Estado en la retórica antiestatista de conservadores, liberales y socialistas.