(A propósito de cumplirse cuatro años de la invasión a Iraq)

Reflexiones sobre el mundo actual

Aporreadores: he aquí otra intervención radial de Vladimir Acosta que conviene discutir y divulgar en los círculos de estudio de las organizaciones populares, consejos comunales, organizaciones de base, corresponsales comunitarios y alternativos, miembros de las misiones, mujeres, campesinos, indígenas, obreros, liceístas, círculos bolivarianos, artistas y brigadistas Moral y Luces. El objetivo lo resume el propio Vladimir cuando dice: “Creo que es importante utilizar y conocer estos textos porque forman parte de una reflexión crítica sobre el mundo terrible en que vivimos y son textos que nos ayudan también a pensar, a reflexionar y a tomar posición -es indispensable que tomemos posición- frente a esta situación actual que vive nuestro planeta y que representa una amenaza para él y para nosotros desde todo punto de vista” .

Intervención del Dr. Vladimir Acosta en su programa radial “Temas sobre el tapete” del miércoles 21 de marzo de 2007 en RNV canal 91.1 FM.

(transcripción libre de Mariela Sanchez Urdaneta, para Andrés, estudiante de filosofía).

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Ayer se cumplieron cuatro años de la invasión de Estados Unidos a Iraq. Invasión absolutamente ilegal, ilegítima, que violó todas las normas del Derecho Internacional, que atropelló toda la normativa que regula ese Derecho, que pasó por encima de las Naciones Unidas y que ha provocado como resultado –de la violencia genocida de Estados Unidos y de la complicidad de los países europeos- ha producido verdaderamente un desastre espantoso en Iraq desde todo punto de vista: destrucción de infraestructura, matanza de seres humanos (la cifra de muertos es difícil calcularla porque a los estadounidenses no le ha interesado hacerlo: la cifra de muertos puede estar hoy cerca de un millón de personas. La revista “The Lancet” hablaba de 650.000 muertos hace más de un año), dos millones de refugiados, unas condiciones de vida espantosas y una guerra civil provocada por la invasión estadounidense para mantenerse ahí ocupando en el territorio. En fin, una cosa monstruosa que transcurre con la mayor complicidad por parte de la mayoría de la gente. En estos días hubo manifestaciones de protesta en los propios Estados Unidos (no fueron muy grandes) pero se vieron en todas las grandes ciudades, manifestaciones callejeras de protesta en Europa, Australia.

Lamentablemente en Venezuela por una razón extraña no se llevan a cabo marchas ni manifestaciones callejeras. Eso lo he criticado en otras oportunidades: da la impresión de que el Gobierno y los partidos que lo apoyan no han mostrado suficiente solidaridad con el pueblo iraquí y los pocos grupos que hemos estado involucrados en la lucha por esa solidaridad y la denuncia de esa política genocida de Estados Unidos somos pocos porque no contamos con un respaldo oficial masivo de las fuerzas que apoyan al proceso bolivariano y los pocos actos que se han hecho son más bien actos cerrados en distintos sitios: en el Teresa Carreño, en el Municipal, ayer se hizo en el Celarg. En todos esos actos hay gente consciente que participa y que siente profundamente la indignación y las ganas de hacer algo, producidas por el conocimiento de esta masacre espantosa del pueblo iraquí, de estos crímenes horrendos que vienen llevando a cabo Estados Unidos y Gran Bretaña con la complicidad de Europa y, por supuesto, de Israel.

Inicialmente quería hacer un balance de lo que ha sucedido en estos cuatro años de la ocupación de Iraq, había anotado algunas cosas y traje algunos textos para hacer ese balance. Pero sobre la marcha he cambiado de idea y vamos a hablar, sí, de Iraq, del crimen y del genocidio que están cometiendo los Estados Unidos en Iraq pero voy a utilizar tres textos de un pensador y filósofo español -creo que uno de los pensadores de estos tiempos- llamado Santiago Alba Rico. Santiago Alba Rico es un investigador, un pensador, un filósofo en el mejor sentido de la palabra. La idea que en general se tiene de un filósofo, y sobre todo esa idea se robustece cuando uno ve a los profesores de filosofía que tenemos en Venezuela y buena parte de América Latina, se imagina siempre un filósofo como alguien que anda disertando sobre las posibles significaciones de cualquier palabra que utilizó en griego Aristóteles o que pudo utilizar Platón, disquisiciones acerca de lo que pudo decir Maquiavelo, Locke o Hegel o Tomás de Aquino, y que viven en un mundo completamente aislado de la realidad metidos en tales reflexiones. Que pueden tener valor, no digo que no, se pueden hacer trabajos excelentes al respecto pero es una forma de vivir fuera de la realidad. Los filósofos o los profesores de filosofía nuestros viven en ese mundo completamente artificial, aislados de la realidad y, lo más triste, es que cuando por alguna razón se involucran en esa realidad, se involucran exactamente a favor de las fuerzas más conservadoras, más reaccionarias, más derechistas, más retrógradas negándose a reconocer la realidad, a estudiar la realidad que tienen, a tratar de comprender la realidad que tienen y a tratar de comprometerse justamente con las fuerzas más progresistas y más justas y más democráticas que intentan cambiar esas monstruosas realidades que vivimos.

Santiago Alba es exactamente todo lo contrario. Santiago Alba es un pensador, un filósofo que piensa profundamente, que conoce la realidad, que estudia la realidad, que tiene las mismas bases de conocimiento teórico sobre los grandes filósofos del pasado pero no se limita a hacer reflexiones o disquisiciones sobre lo que pudo significar tal término platónico o aristotélico o de Parménides o de quien sea. Sino que trata, por un lado, de comprender nuestro mundo, de vivir en ese mundo, y fundamentalmente, de tomar partido, de tomar posición. Porque este es un mundo sobre el cual no se puede flotar sobre él tratando de encontrar un poquito aquí, un poquito allá, lo que llaman “comportarse de manera políticamente correcta” (sí, los israelíes han hecho unas cosas, pero los palestinos han otras; o, los estadounidenses han hecho esto pero Sadam Hussein era un dictador...), es decir, vivir flotando en la ambigüedad y en la indefinición. Santiago es un filósofo que sabe tomar partido, que sabe comprometerse con la realidad y esto significa tomar posición a favor de los más débiles, a favor de los reprimidos, a favor de los explotados porque esa sería fundamentalmente la tarea de la filosofía. Mucho más que seguir haciendo disquisiciones sobre filósofos de hace dos mil o dos mil quinientos años, tratar de entender este mundo, de entender las fuerzas que impiden que este mundo sea un mundo más justo, comprometerse con los débiles, comprometerse con los sectores explotados para tratar de contribuir con reflexiones, con análisis serios, profundos, bien documentados y bien basados, en la transformación de ese mundo que ya no espera más.

Ese es el pensamiento de Santiago Alba, pensador y filósofo por el cual siento gran respeto y, al mismo tiempo es, a diferencia de lo que suelen ser también los que escriben de filosofía, alguien perfectamente claro y comprensible. Porque otro de los mitos que gira en torno a la filosofía y a los filósofos es que para ser filósofo hay que ser enrevesado, hablar de tal manera que nadie lo entienda salvo una pequeña cúpula de sabios o genios como uno y que el mundo entero no entiende absolutamente nada porque así la gente piensa que uno es inteligentísimo, que uno sabe muchísimo..., justamente porque no lo entienden. Santiago Alba es exactamente lo contrario. Tiene una gran profundidad conceptual, una gran profundidad ideológica, un gran compromiso político (político no quiere decir militante de algún partido; quiere decir político comprometido con el futuro, con la gente, con los débiles, con los pueblos explotados) y su lenguaje es un lenguaje claro, perfectamente comprensible.

Voy entonces a leer hoy en este programa algunos textos y a hacer algunas reflexiones a partir de esos textos.

El primero es un texto de Santiago Alba publicado el 13 de noviembre de 2004. Podría decirse que es un texto viejo pero no es así; es un texto de una actualidad absoluta y podemos leerlo como si fuera un texto escrito ayer. Se titula “Iraq existe, Iraq resiste” y dice:

“La destrucción de Iraq no es un monumento junto al cual podamos sonreír durante mucho tiempo. Lo sepan o no, lo sepamos o no, la resistencia iraquí está resistiendo por todos nosotros, para todos nosotros. Empecemos por saberlo. Empecemos por saberlo si es que queremos restituir la política -de un lado y de otro- antes de que el viejo Terror, con sus tenazas nuevas, borre todas las diferencias que nos permiten a veces estar de acuerdo. Que Iraq resista no es un milagro: es una hazaña. Su valor debe servir al menos para devolvernos la imaginación.

Hete aquí que una mujer occidental, de tez clara y cabellos rubios, vuelve de un viaje turístico por el ancho mundo y reúne a sus amigos para mostrarles las fotografías que ha tomado en lugares exóticos y grandes centros de cultura de la Humanidad: "Yo delante de la pirámide de Keops", "yo delante del lago Atitlán", "yo junto a La Piedad de Miguel Ángel", "yo en la Torre de Pisa", "yo con un nativo iraquí". Esa mujer es la soldado Sabrina Harmann y el nativo es un cadáver; esa mujer es una de las torturadoras estadounidenses de Abu Ghraib y el nativo lo ha matado ella. Frente a esa fotografía en la que Sabrina se inclina sobre el cuerpo semidesnudo, el pulgar alegre alzado en triunfo, una sonrisa angelical rozando casi los labios de su víctima, la mirada honrada y fresca dirigida al espectador, se apodera de uno la desazón de un desorden radical, la perplejidad de una inconsecuencia visual muy turbadora. Porque lo terrible de esa imagen no es la presencia del cadáver torturado; lo terrible es que, si lo excluyésemos del campo óptico y contemplásemos sólo un primer plano de Sabrina Harmann, con la sensual candidez de Gioconda, alguien podría enamorarse de ella, hasta tal punto no es posible deducir de su rostro la existencia a su lado de un cuerpo reventado por los golpes. (Más terrible aún es imaginar que en algún lugar del mundo, incluso entre sus propios compañeros, alguien podría enamorarse de ella incluso con -o precisamente por- ese cadáver magullado tendido bajo su barbilla).

Hace unos días escribía que, año y medio después de la invasión estadounidense, nos hemos acostumbrado a que haya una Ocupación en Iraq como nos hemos acostumbrado a que haya una torre Eiffel en París o un Guggenheim en Bilbao. Gran parte del poder ansiolítico de los medios de comunicación procede, en efecto, de su tendencia rutinaria a tratar la destrucción, el crimen, el poder siempre eficaz de la violencia, como si fueran monumentos; o, lo que es lo mismo, de su capacidad para naturalizarlos en el horizonte de nuestra percepción, para inscribirlos blandamente -como puros símbolos de intermitente comparecencia- entre los escombros con los que tenemos que construir nuestro conocimiento del mundo y nuestras defensas frente a él. La Ocupación de Iraq se da tan por supuesta como la estatua de La Cibeles en Madrid y si alguna vez reparamos en ella es sólo para asumirla con un fugacísimo sobresalto que en nada se diferencia del fugacísimo homenaje que rendimos a una catedral. En su límite siniestro, la sonrisa de la soldada Harmann revela en realidad la estructura de nuestra normalidad cotidiana, la de todos, como sistema antropológico, banal, casi festivo, de reproducir la destrucción ajena e ignorar la responsabilidad propia; nuestra forma alegre, a menudo ingeniosa, incluso a veces simpática, en tantas ocasiones también moralizante, de desplazar el peligro hacia los demás y no ver -sino demasiado tarde- lo que se cierne ya sobre todo el mundo. Nuestras defensas son en realidad el acelerador de nuestra ruina. A los mandos de nuestro ordenador, volando a toda velocidad por encima de la tierra, entramos en un periódico digital y pinchamos aquí y allá con nuestro tenedor de pinchar heridas y estrellas por igual: "Vea las imágenes del gol de Zidane", "vea las imágenes del vestido nupcial de Letizia", "vea las imágenes de los bombardeos sobre Faluya". Con el mismo dedo con el que el capitán Davis devasta un mercado de Bagdad, con el mismo dedo con el que Sabrina Harmann corona satisfecha la cumbre del sufrimiento humano, con el mismo dedo con el que uno de sus compañeros fotografía su fulgor de Mona Lisa, con un dedo también, índice o pulgar, aceptamos nosotros la normalidad de que haya siempre una sonrisa al lado de un cadáver y un mandamiento moral al lado de un niño roto; y de que la sonrisa y la moral sean siempre las nuestras, mientras los cadáveres aumentan y los niños se rompen en otra parte. (Vladimir: Esto suena escrito desde Europa).

Las imágenes no impiden sólo razonar; impiden, sobre todo, imaginar. Nos movemos entre nuestras imágenes como Adolf Eichmann (nazi miembro de la SS 1906-1962) en su despacho, concienzudo entre sus papeles, sin poder representarse jamás las consecuencias cósmicas de su honrado, fiel, abnegado trabajo de oficina. Vivimos en una época radicalmente incapacitada para imaginar, encerrados como estamos en el estrechísimo despacho de las imágenes del mundo. Cien mil muertos son demasiados para ponerles traje y en la mano, una naranja; cien mil muertos son demasiados para pasarles lista y medirles los brazos. Son demasiados y ya no pueden ser menos, y que no puedan ser menos nos libera de algún modo de tratar con ellos, si es que su exceso mismo no los convierte retrospectivamente en prescindibles o en culpables. Los cien mil muertos de Iraq (Vladimir: Está hablando de cien mil muertos de Iraq; hoy podemos hablar de novecientos mil muertos) nos impresionan menos que una lesión de Ronaldo o un desmayo del Papa; y cuando sean un millón nos conmoverá más el atropello del gato de Berlusconi. Cuando sean un millón, sentiremos más bien el alivio de que su desmesura misma legitime nuestra pereza para contarlos.

Pero si vivimos en una época radicalmente incapacitada para la imaginación no se debe solamente a eso que el filósofo alemán Gunther Anders llama "desnivel prometeico"; es decir, a la desproporción que existe en el actual contexto tecnológico y económico entre nuestras acciones y nuestras representaciones, entre lo que somos capaces de hacer y lo que somos capaces de imaginar (entre el uso del dedo y sus consecuencias). Una de las paradojas de nuestro mundo es ésta de que cuanto más se insiste en inscribir todas las acciones en el puro orden moral, al margen de toda explicación política, más se embota nuestra sensibilidad o más indígena, más primitiva, más limitada es nuestra moralidad: esos cien mil muertos, en realidad, no nos los podemos imaginar porque son iraquíes, porque no son de los nuestros, porque nunca estuvieron vivos para nosotros. Si no nos los podemos imaginar no es porque nos falten mandamientos o principios: es porque nos falta una política o, lo que es lo mismo, porque somos de derechas; porque, por pusilanimidad o por interés, apoyamos al más fuerte y al más violento, cerramos los ojos, nos convencemos de que nos merecemos lo que hemos quitado a los otros. Incluso las izquierdas acabamos apoyando el hombro derecho en un muro ilusorio.

"Llámese cobardía a esa esperanza", se titula en castellano uno de los libros del mencionado Gunther Anders; es decir -digo yo- la esperanza absurda de que los pueblos terminen siempre por vencer, de que los malvados paguen finalmente sus crímenes y de que, llegadas a un cierto punto, las cosas ya no puedan empeorar. La ilusión, en fin, de que seguimos nadando a favor de la corriente y de que, al menos en Occidente, podemos seguir diciendo "no" en voz alta sin jugarnos la vida.

Nada está garantizado sin lucha. Para representarnos las consecuencias de nuestras acciones, para imaginar el dolor de cien mil iraquíes al otro extremo de una mecha encendida en nuestras casas, es necesario hacer política. La moral desnuda, por mucho pecho que tenga, no puede nada contra la televisión. Hay que estar atentos, despiertos, irritados. La novedad terrible de la invasión de Iraq no se asienta en la estructura del imperialismo estadounidense, que desde hace un siglo viene haciendo girar distintas ruedas sobre un eje inalterable; reside en que esta vez una combinación monstruosa de fuerza militar incontestable y debilidad económica sin precedentes le ha obligado a restablecer el modelo antiguo del dominio colonial directo. Para ello ha tenido que destruir ciudades, vidas y recursos, como siempre; pero ha tenido que destruir, sobre todo, las condiciones mismas -materiales y formales- de toda acción política. Para apoderarse de Iraq, es decir, ha tenido que destruir las modestas y siempre insuficientes defensas -lingüísticas, institucionales y legales- detrás de las que se protegía temblorosa la Humanidad. Para ello EEUU ha desplegado sobre el terreno todas las avispas de su Terror, que lo emborronan todo menos la claridad de su fuerza. Para ello ha elaborado también, sobre esa zona de sombra en la que sumerge todas las resistencias por igual, una propaganda mundial en la que la Civilización, retoño retórico de la vieja teología laica del siglo XIX, viene a sustituir definitivamente a la polis como refugio de los pocos hombres afortunados a los que la tiranía sigue pudiendo lanzar mercancías en vez de bombas. En el dintel de nuestras fortalezas occidentales, como en el umbral del infierno de Dante, una mano de hierro ha escrito con sangre iraquí: "Lasciate la política, voi che entrate".

Esperanza y política

Dejemos más bien la esperanza y retomemos la política. Tenían razón Michel Collon o Jean Bricmont al menos en esto. Antes de la invasión de Iraq, la izquierda anti-imperialista occidental cedió a la "teoría de los dos demonios" y -para que igualmente nadie la escuchara- aceptó decir una palabra contra Sadam Hussein por cada una que decía contra Bush. En la lucha entre el gato y el ratón, el espectador descontento con los dos contendientes deja el campo libre al único que tiene garras. Ahora que nos hemos librado del dictador iraquí sin mover un dedo, ¿qué podemos hacer -qué mano podemos mover- para librarnos de Estados Unidos? Nunca, desde la generación de nuestros abuelos, el peligro ha sido tan grande y nunca hemos tenido menos recursos para enfrentarlo. Acurrucados aún en este breve paréntesis sin Historia del capitalismo europeo -que desde 1945 no ha dejado de sangrar al mundo en otras partes-, no incurramos en el paternalismo etnocentrista de creer que podemos salvar desde aquí (Vladimir: allá desde Europa) a los que están jugándose la vida en Faluya también por nosotros. De lo que se trata más bien, puesto que no podemos luchar en Iraq, es de luchar en el Estado español (Vladimir: en el Estado venezolano, en el Estado francés o el Estado peruano), de entender que en Europa, mientras los iraquíes se juegan su destino con las armas en la mano, nosotros nos lo jugamos de momento con las palabras en la boca. De lo que se trata es de que comprendamos que el destino es el mismo, aunque nos dé vergüenza arriesgar por contraste tan poco. De lo que se trata es de que entendamos, como nos recordaba en tono justamente reprobatorio el activista jordano Hicham Al-Bustani, que la diferencia entre el "no a la guerra" y el "sí a la resistencia" es la diferencia entre la esperanza y la política, entre la derecha y la izquierda, entre la impotencia de todos y la fuerza futura de muchos. De lo que se trata es de que nos demos cuenta de que el dolor de los iraquíes no es terrible porque sea el suyo o porque active el nuestro, sino porque tienen razón. Tras la victoria electoral de Zapatero, que ha inducido en tantos la ilusión del deber cumplido; tras la victoria electoral de Bush, que dejará enseguida claro que las cosas siempre pueden empeorar, es más necesario, más perentorio, más imperativo que nunca recordar que en Faluya, en Samarra, en Nayaf o en Bagdad la ley, la legitimidad, la dignidad y hasta la moral -allí donde quedan desgraciadamente pocos rastros de ella- están del lado de los héroes que defienden sus casas y el suelo donde se derrumban, con pocas armas y mucho valor, contra el invasor extranjero.

La destrucción de Iraq no es un monumento junto al cual podamos sonreír durante mucho tiempo. Lo sepan o no, lo sepamos o no, la resistencia iraquí está resistiendo por todos nosotros, para todos nosotros. Empecemos por saberlo. Empecemos por saberlo si es que queremos restituir la política -de un lado y de otro- antes de que el viejo Terror, con sus tenazas nuevas, borre todas las diferencias que nos permiten a veces estar de acuerdo. Que Iraq resista no es un milagro: es una hazaña. Su valor debe servir al menos para devolvernos la imaginación”.

(Publicado originalmente en Túnez, 12 de noviembre de 2004 / IraqSolidaridad www.nodo50.org/iraq; se encuentra también en rebelion.org) .

Quiero continuar esta reflexión sobre Iraq, sobre la violencia actual porque no es sólo Estados Unidos el responsable de lo que ocurre en Iraq; no es el terrorismo, la violencia, el genocidio, el armamento de Estados Unidos; es la cobardía, es la complicidad –como yo lo he planteado tantas veces-, la cobardía y la complicidad de esa Europa en la que escribe Santiago Alba y para la que escribe fundamentalmente Santiago Alba. Esa Europa que critica un poquito a Sadam y un poquito a los resistentes iraquíes, que critica a veces un poquitico a Israel y que critica a los resistentes palestinos, que pone en igualdad a adversarios absolutamente desiguales justamente para permitir –como él dice- que en la pelea entre el gato y el ratón gane el que tiene garras. Es decir, critica un poquito al gato, critica un poquito al ratón, los pone en igualdad de condiciones y como están en igualdad de condiciones, ellos son adversarios que deben enfrentarse y resolver sus cosas, se lavan las manos pilatescamente y mientras tanto el gato se come al ratón, los invasores destruyen, asesinan, cometen los crímenes más espantosos y todo se reduce a un problema moral, a un problema de abandonar por completo la política, el compromiso político y pretender seguir siendo de izquierda, seguir siendo progresista, mientras no se hace nada para defender a un pueblo que, con las armas en la mano, está combatiendo en la trinchera más violenta del antiimperialismo y que está –como dice Santiago y como he dicho en otras oportunidades-, luchando por todos nosotros. Nosotros los venezolanos, que estamos luchando contra el imperialismo estadounidense, que nos estamos enfrentando a la arrogancia, a la prepotencia del imperialismo estadounidense, tenemos la suerte de poder enfrentarnos –hasta ahora- de manera pacífica al imperialismo justamente porque los iraquíes están enfrentándose al imperialismo estadounidense con las armas en la mano, porque Estados Unidos está empantanado ahí, porque no tiene las manos lo suficientemente libres como para poder tomar medidas más agresivas contra nosotros. Algo que no debemos olvidar en ningún momento.

Voy a continuar comentando dos textos más de Santiago Alba. Voy a leer solo un fragmento de un texto sumamente largo, un texto verdaderamente extraordinario, titulado: “El mundo en guerra. Consideraciones sobre el derecho a la normalidad”. Este texto lo escribe un mes después, en diciembre de 2004 pero tiene particular importancia para nosotros porque es la ponencia que Alba presentó aquí en Caracas, en el I Congreso de los Intelectuales en defensa de la Humanidad, convocado por el Ministerio de la Cultura en el que tuvo mucha labor como promotora Carmen Bohórquez y al cual asistieron numerosos intelectuales de izquierda, progresistas, revolucionarios, que dejaron una cierta huella en relación con su compromiso en la lucha por un mundo mejor, por un mundo distinto y el enfrentamiento al enemigo principal de los pueblos del mundo -que es el imperialismo estadounidense-, y condenaron la complicidad y la cobardía del europeo y condenaron también el genocidio y los crímenes que comete el Estado de Israel contra el pueblo palestino. De la ponencia leeré sólo un fragmento (porque es muy larga) que me permitirá conectar con otra reflexión que Alba hace y que yo comparto en buena parte y sobre la cual quisiera hacer algunos comentarios finales. Todo está relacionado con Iraq pero al mismo tiempo con la violencia, con el neoliberalismo, con todas las fuerzas que mueven justamente este planeta a favor de las minorías explotadoras, de las grandes corporaciones y cómo eso se relaciona claramente con Iraq, donde lo que se juega fundamentalmente es la reestructuración del Medio Oriente para beneficio de esas corporaciones estadounidenses y del saqueo de los recursos estratégicos, de los recursos petroleros en beneficio de Estados Unidos. Comienza así:

En 1959 un hombre llamado Claude Eatherly, roto y desesperado, lleva ya seis años recluido en un hospital psiquiátrico de alta seguridad del Pentágono tratado por "trastornos edípicos y sentimiento de culpa". Internado y liberado muchas veces desde 1950, este hombre ha perdido toda esperanza, no sólo de reintegrarse a la vida normal de sus contemporáneos, sino incluso -y mucho más grave- de comprender exactamente la hechura de su problema. En 1945, de regreso del frente, Eatherly había evitado los homenajes de sus conciudadanos y se había encerrado tímidamente en su casa, agitado por un malestar incomprensible que ni siquiera su mujer, que lo había esperado con impaciencia y recibido con alborozo, pudo soportar. En 1947, ya divorciado, sin lazos que lo vincularan al optimista ajetreo de su país, decide emigrar a Canadá, a donde lo acompaña su angustia y de donde regresa un año más tarde sin haber conseguido librarse ella. En 1950, Eatherly se declara vencido y alquila una habitación en un pequeño hotel de Nueva Orleans; ingiere varias cajas de somníferos, se tiende en la cama y por un momento siente el alivio de dejar atrás el tormento que lleva dentro. Salvado en el último momento, su inestabilidad mental alternará desde entonces las tentativas renovadas de suicidio con extrañas iniciativas de todo punto incomprensibles: manda una y otra vez, por ejemplo, cartas compungidas a Japón con algunos dólares incluidos en los sobres. A partir de 1953, emprende una singular carrera de delincuente. Eatherly, en efecto, entra en un comercio o en una farmacia armado de una pistola que luego se descubrirá de juguete, encañona al cajero y le conmina a depositar la recaudación en una bolsa de papel; luego sale tranquilamente, con una cierta parsimonia exhibicionista, deja la pistola y el botín en la puerta y se deja prender por la policía. Cada vez que hace una cosa así, es conducido al hospital militar de Waco, donde los psiquiatras describen muy científicamente su caso: "Paciente completamente enajenado de la realidad. Miedos, crecientes conflictos internos, pérdida de los sentimientos, ideas fijas".

Pero, ¿quién es este incurable perturbado de nombre Claude Eatherly? ¿Por qué las autoridades de Estados Unidos no lo tratan como a un vulgar ratero y lo meten en la cárcel? ¿Por qué este empeño en "curarlo"? Pues bien: Claude Eatherly era el piloto estadounidense que el 6 de agosto de 1945, después de analizar las condiciones atmosféricas sobre el cielo de Japón, escogió Hiroshima para que el Enola Gay, a los mandos del coronel Thibbets, arrojara la primera bomba atómica. Eatherly contempló desde el aire el hongo místico de la explosión y quizás se abandonó un instante al placer estético de esta catedral de humo; después, de vuelta a la base, supo que su acción había derretido a 200.000 japoneses en apenas cinco minutos. El coronel Thibetts, entrevistado más tarde por un periódico estadounidense, declaró: "No tengo remordimientos. Se me dijo -como se ordena a un soldado- que hiciese una cierta cosa y yo la hice. Y no me habléis del número de las personas muertas. Yo no querría que muriese nadie. Miremos de frente la realidad: cuando se combate, se combate para vencer, usando todos los medios a nuestra disposición. No me plantea el más mínimo problema moral: hice lo que se me había ordenado y en las mismas condiciones volvería a hacerlo". Thibbets fue homenajeado, felicitado, condecorado y sus compatriotas le hicieron sentirse orgulloso de su acción; él era el "normal". Claude Eatherly, en cambio, se sintió mal; y como no se podía encarcelar a un héroe de guerra sin que el gobierno y la sociedad estadounidense se viesen obligados a enfrentarse a su propia responsabilidad, fue recluido en el hospital militar de Waco, de donde escapó en 1961 para desaparecer -¿a la manera quizás argentina o chilena?- sin dejar rastro. Fue recluido, es decir, no por haber matado a 200.000 personas en cinco minutos sino por no haber sido capaz de "superarlo". Mientras él solicitaba una y otra vez "la gracia del castigo", sus compatriotas le castigaban precisamente declarándolo irresponsable de sus actos; estaba loco: se sentía culpable.

En 1958 el filósofo alemán Gunther Anders, uno de los grandes teóricos del movimiento anti-nuclear, entró en contacto epistolar con el prisionero de Waco mediante una primera carta fechada el 3 de junio en la que el escritor explica a Eatherly hasta qué punto su incapacidad para "superar" las consecuencias de su acción era un motivo de consuelo para él y sus amigos, comprometidos como estaban en la tarea de sensibilizar al mundo frente a la amenaza cósmica del armamento atómico. Después, durante dos años el filósofo y el piloto mantendrían una relación cada vez más estrecha -incluido un fugaz encuentro en México- que contribuyó sin duda a la rehabilitación personal de Eatherly, pero también, por eso mismo, al agravamiento de las presiones que sobre él ejercía el gobierno estadounidense. En todo caso y para lo que aquí nos interesa, los argumentos de Anders frente al desamparo del prisionero, estaban orientados a demostrar que no era él, Claude Eatherly, responsable directo de la muerte de tantos miles de personas, el que estaba enfermo; la que estaba enferma era la sociedad que consideraba anómala, irregular, enfermiza, su sanísima reacción moral. A partir de las reflexiones recogidas en su obra fundamental, “La obsolescencia del hombre”, Anders insistía frente al desconsuelo de Eatherly en el "desnivel prometeico" en virtud del cual la desproporción entre lo que el hombre puede técnicamente hacer y lo que puede representarse, entre su capacidad de actuar, multiplicada ad infinítum por el nuevo medio tecnológico, y su capacidad para imaginar, tan limitada como hace un millón de años, inducía esta incapacidad ya normalizada para responder proporcionadamente a las inconmensurables consecuencias de nuestros actos. Es casi imposible representarse la relación entre una ligerísima presión del dedo índice (Vladimir: en el artículo anterior Alba hablaba justamente de la presión del dedo índice) y la muerte -5.000 metros más abajo- de 200.000 personas. Como es asimismo imposible imaginar -medir concretamente- la textura dramática de esa cifra. Los hombres, engranados como ruedecillas en un nuevo contexto tecnológico en el que "podríamos vernos implicados en acciones cuyos efectos seríamos incapaces de prever y que, de poder preverlos, no podríamos aprobar", nos encontramos ante una nueva situación moral, sin precedentes en la historia, que nos obliga a revisar el concepto mismo de responsabilidad. En algún sentido, dice Anders, nos hemos vuelto inocentemente culpables. No tenemos suficiente imaginación para atar cabos, enlazar continuidades y desenredar los hilos que vinculan nuestros cuerpos a la destrucción de los cuerpos más distantes. Y sin imaginación el mundo está moral y políticamente condenado a desaparecer.

Yo he comentado esto en otras oportunidades. Es lo que Richard Barnett, un historiador estadounidense, en un famoso libro sobre la política estadounidense escrito en el contexto de la Guerra de Vietnam, llamaba “el asesinato burocrático” o “asesinato a distancia”. Aquí la cosa se plantea en términos más cercanos: un piloto a 5.000 u 8.000 metros de altura dispara una tonelada de bomba, esa bomba mata 200 mil ó 300 mil personas y no hay ninguna relación directa entre el que inocentemente oye música rock allá arriba, feliz y contento o mientras ve una película porno o un concierto de Jennifer López, aprieta un botoncito, sale una bomba y esa bomba sí mata a 200 ó 300 mil personas. ¿Cómo establecer la responsabilidad ahí? Por eso es que los asesinos estos que andan tirando bombas en Iraq comentan que a ellos no les interesa nada, ellos cumplen la misión, aprietan su botón, tiran su bomba, y regresan a la base como el Santo de las películas de hace unas décadas, sin despeinarse ni una mechita de pelo. Asesinato perfecto.

Pero ese asesinato perfecto tiene una dimensión todavía peor. La dimensión -a mayor distancia- del presidente de Estados Unidos, que es quien da la orden de disparar las bombas y el que dice, reunido en una simpática Sala Oval de la Casa Blanca con unos altos funcionarios militares –que son otros asesinos como él- planificando la invasión a un país, el asesinato de un millón de personas porque necesitan robarle el petróleo a ese país porque la producción petrolera estadounidense ya no cubre la demanda y hay que mantener el nivel de vida, el derroche norteamericano, o simplemente, porque las encuestas revelan que están perdiendo popularidad y necesitan recuperarla levantando el patriotismo. Y eso lo hace no sólo Bush, eso lo hizo Clinton bombardeando Sudán para tapar su affaire con la pasante de la Casa Blanca y lo hace este asesino diciendo simplemente necesitamos unos 15 mil muertos para “subir” en las encuestas. Y cometen asesinatos, genocidios de ese tipo y después, con las manos muy limpias, se van a su iglesia, bautista o cualquier otra, a cantar salmos en voz alta y se sienten absolutamente inocentes porque ellos no han matado a nadie. Mientras que este personaje –Eatherly- se vuelve loco precisamente y entonces la sociedad está sana y el es el que está loco, cuando realmente es la sociedad criminal, horrorosa de este capitalismo –salvaje y monstruoso- la que está loca y alguien se volvió loco justamente porque estaba sano.

Terminaré la lectura de la ponencia y luego haré unos comentarios:

A esa falta de imaginación (Vladimir: de la que está hablando Gunther Anders) que se traduce en la buena conciencia del coronel Thibbets o del irreprochable funcionario Eichmann, Gunther Anders la llama "agnosia", aunque en términos más familiares podríamos también denominarla "indiferencia selectiva"; es decir, una especie de sensibilidad minuciosa para lo pequeño y banal, de honradez diminuta para lo más cercano y trivial, y de insensibilidad ciega, absoluta, total, para lo verdaderamente decisivo.

Interrumpo para poner un ejemplo reciente de Estados Unidos: el escándalo que se formó en la Casa Blanca porque un senador republicano –miembro de una Comisión contra la Pornografía o algo parecido- le mandaba cartas a jóvenes del Congreso y se armó un escándalo moral espantoso porque el senador era homosexual y estaba corrompiendo a unos jóvenes; en el Congreso lo destituyeron y fue un escándalo. Y comentaban varios analistas estadounidenses –Petras y Chomsky entre ellos- que esa es la doble moral, la hipocresía de Estados Unidos y de este sistema capitalista. Un escándalo tremendo por el problema de un senador pero, tanto los republicanos como los demócratas, como toda la prensa que condenó ese hecho como un hecho ignominioso y escandaloso (que sin duda lo es, pero a un nivel muy pequeño) son los mismos que defienden la invasión a Iraq y que defienden la matanza de millones de personas y los crímenes horrorosos que se cometen en Iraq y los crímenes horrorosos que comenten los sionistas en Palestina o en el Líbano. Es decir. Para las cosas pequeñitas, entonces ahí sí estalla la moral pero hay complicidad absoluta en el genocidio, en el asesinato, en el robo de petróleo, en el saqueo y en la invasión de países.

Continúo con el texto de Santiago Alba. Él pone un ejemplo extraordinario de esa “agnosia” que describe Gunthers. Dice :

(...) una especie de sensibilidad minuciosa para lo pequeño y banal, de honradez diminuta para lo más cercano y trivial, y de insensibilidad ciega, absoluta, total, para lo verdaderamente decisivo . Un ejemplo de "agnosia" nos lo ofrece el propio presidente Truman, responsable de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, al que una revista de su país, con ocasión de su 75 cumpleaños, le preguntaba si se arrepentía de algo en su vida: "Me arrepiento, respondió Truman, de no haberme casado antes". Otro ejemplo, éste más reciente e igualmente ignominioso, nos lo proporcionó por su parte la ex-ministra de Asuntos Exteriores del Estado español, Ana Palacios (Vladimir: Por cierto, acaba de morir a consecuencia de un cáncer en Estados Unidos), durante la que fuera en el año 2004 su última visita al Bagdad ocupado. En traje de pionera colonial -con esa sumisión coqueta a los clichés en la que anida el más tranquilo desprecio de los otros- fue a visitar un hospital infantil cuya reconstrucción estaba financiando España, pero cuya destrucción había apoyado su gobierno (Vladimir: El gobierno español contribuye a la destrucción del hospital y después hace negocio reconstruyéndolo, igual que Estados Unidos en Iraq); recorría las salas en las que se trataba con dinero español a niños de cuyas heridas o dolencias era precisamente responsable el gobierno español y de pronto, en una de las habitaciones, fijó una mirada severa en el techo, donde se veía... una pequeña grieta. Al día siguiente, algunos periódicos españoles reprodujeron con admiración la noticia de que esta mujer que había empujado las bombas cielo abajo con la mirada, siempre exigente y meticulosa, con insobornable honestidad de oficinista, había regañado al maestro de obras por su negligencia imperdonable. Indiferencia, pues, ante las ruinas y los escombros, pero sensibilidad extrema ante las grietas. Podemos decir que esta enfermedad social que Anders describía a Eatherly para convencerlo de la salud superior que transportaba su tormento, era y sigue siendo -hoy quizás más que nunca- la nuestra.

(Tomado de rebelión.org / 10 de diciembre de 2004).

Dejo aquí el texto porque repito es una reflexión larga sobre nuestro mundo actual, muy rica y hermosa, muy cargada de toda esa fuerza condenatoria pero no queda tiempo de leerla. Voy a terminar leyendo otro fragmento de un texto más reciente, del 26 de febrero de 2007, que es una entrevista que Beatriz Viado le hace a Santiago Alba y donde él aclara aún más su reflexión sobre Hiroshima y las bombas en Hiroshima. Él plantea -y aquí entra el genocidio de los judíos por los nazis como punto comparativo- que existen dos modelos de genocidio: el modelo que llama Auschwitz y el modelo que llama Hiroshima: el modelo horizontal, es decir, que se hace en la propia tierra y el modelo que se hace arriba, desde el aire. Y trata de mostrar por qué parte de nuestra hipocresía o de la hipocresía de este sistema, de estos medios, de este poder imperialista globalizado, es que se condena el modelo Auschwitz, se condena el genocidio hecho en la propia tierra, aquí abajo en sentido horizontal, pero se sigue celebrando, permitiendo y justificando el genocidio que se comete desde el aire, el genocidio vertical, el de tirarle bombas a pueblos indefensos, a poblaciones civiles inocentes, y destruirlas y masacrarlas. Es decir, los millones de judíos –y no sólo de judíos porque las víctimas de ese genocidio no sólo fueron judíos, fueron comunistas, fueron los gitanos, fueron los homosexuales, fue todo lo que los nazis querían borrar del mapa- sigue siendo algo que escandaliza, algo que provoca rechazo y de paso se ha convertido en un negocio interesado por parte de los sionistas para tapar incluso el genocidio que ellos vienen cometiendo contra los palestinos. Ese genocidio se condena, ese genocidio es sagrado, ese genocidio recibe el nombre sagrado de holocausto y ese genocidio es incluso penado por la ley en muchos países europeos.

Pero el otro genocidio, que ha continuado después de Auschwitz, que sigue ocurriendo frecuentemente, ese es el genocidio que no se condena. Ese el genocidio que ocurrió en Corea hecho por los estadounidenses, el genocidio que ocurrió en Vietnam hecho por los estadounidenses, el genocidio que ocurrió en Panamá hecho por los estadounidenses, el genocidio que ocurrió en Yugoslavia hecho por los estadounidenses y el genocidio que hicieron los israelitas en el Líbano hace apenas un año y el genocidio que tiene cuatro años ocurriendo en Iraq: bombas y más bombas que caen desde el cielo y esas bombas no generan responsabilidad porque es un dedo que aprieta un botón a 5.000 ó 7.000 metros de altura, y a veces hasta las tiran desde aviones que ni siquiera llevan un piloto, de tal manera que ese genocidio no se cuestiona y el que se cuestiona es el otro, Auschwitz.

Termino leyendo algunos fragmentos de la declaración de Santiago Alba en la entrevista:

- Usted distingue (le pregunta Viano) entre el "modelo Auschwitz" y el "modelo Hiroshima" de la barbarie humana. ¿Qué diferencia uno de otro? ¿Podemos establecer una relación entre tecnología y moral?

De entrada hay que protestar por el hecho de que, cada vez que se denuncia otro crimen, nos sentimos obligados a insistir en la “excepcionalidad” o “monstruosidad” del holocausto judío. Dicho esto, hay que añadir enseguida que el “modelo Auschwitz” no es más –¡como si fuera poco!- que el colofón industrial de un procedimiento de deshumanización horizontal del Otro, trágicamente rutinario en la historia de la Humanidad. Más allá de la propaganda sionista, nuestro saludable horror frente a los láguer obedece a dos factores simultáneos. Por un lado, Auschwitz representa el fracaso y el éxtasis de la Modernidad: la Razón y la Técnica, potencialmente liberadoras, se ponen al servicio de la destrucción y el exterminio. Pero al mismo tiempo, si Auschwitz todavía nos estremece es precisamente porque nos resulta antropológicamente familiar: su horizontalidad nos permite representarnos en el marco de nuestra imaginación finita, la brutalidad del verdugo y el dolor de la víctima e incluso ponernos, ateridos de frío, en el lugar de cada uno de ellos. Y nos permite, simultáneamente, establecer conexiones morales y jurídicas entre la acción de unos y la pasión de los otros.

Es decir, el torturador, el genocida que está en la tierra en el mismo nivel que el judío o que el comunista asesinado, torturado en el campo de concentración, la relación victimario – víctima es directa, es la que ha sido históricamente la relación entre victimarios y víctimas a lo largo de la humanidad, unos matando y otros siendo asesinados, unos matando de hambre otros muriéndose de hambre. Esa relación es perfectamente comprensible y la responsabilidad es directa: tú lo golpeaste, tú le cortaste la cabeza, tú lo metiste en una cámara de gas y eso es perfectamente sancionable y discernible. En el otro caso, no.

El caso de Hiroshima (continúa Santiago Alba) es diferente y, por sus consecuencias, más grave. La verticalidad tecnológica de la agresión determina para empezar la “irrepresentabilidad” –como nos recuerda Gunther Anders- de la relación entre la acción inocente de apretar un botón y la “aparición” repentina de decenas de miles de cadáveres: los hombres bajo las bombas nunca llegan a ser lo suficientemente humanos como para que haya que deshumanizarlos. Determina también un marco de autolegitimación teológica del agresor. Las fotografías de las torturas de Abu-Gharaib (expresión turística de Auschwitz) demandan una reacción moral; las fotografías del sur de Beirut bombardeado por Israel, apenas una reacción estética: hay algo hasta bonito en la ausencia divina del verdugo en ese paisaje de ruinas desmigajadas, indiscernibles de las que produciría un terremoto. Desde el “modelo Hiroshima” casi se siente nostalgia de Auschwitz. En uno de sus libros, Slavoj Zizek cuenta un sueño recurrente, paradójicamente liberador, de los pilotos estadounidenses que bombardean Iraq: sueñan que matan a sus enemigos cuerpo a cuerpo, a cuchilladas. Es una tentativa de restablecer un modelo comprensible, antropológicamente familiar, para la imaginación, el derecho y la moral. Es casi una tentativa liberadora de asumir una responsabilidad mensurable.

Pero se olvida además que el acto inaugural del “modelo Hiroshima” es el acto constitucional de la humanidad como especie amenazada. Sólo a partir de él el humanismo tiene sentido y sólo como humanismo defensivo. La rutina del bombardeo, la proliferación nuclear, la disolución en el aire de las radiaciones derivadas del uso del uranio empobrecido (o del fósforo o napalm o glifosfato), hacen que, en un mundo perverso, la posibilidad del genocidio sea un delito menor frente a la posibilidad real, ilusoriamente reprimida, del ontocidio; es decir, de la desaparición de la especie humana.

Esto es importante. El argumento con el que se destruyen países enteros es el terrorismo hoy que amenaza a toda la humanidad, que amenaza a la civilización, esa palabra que él –con tanta razón- condena. Y frente a la civilización amenazada, que somos todos supuestamente, que nos involucra a todos como si todos disfrutáramos igualmente de ella, entonces se justifica matar una parte de la humanidad. Y preferiblemente, porque aquí se combina tecnología con cobardía, matarla desde arriba. Es más difícil invadir un país para tener que matar a sus habitantes que, desde unos portaviones inmensos, despeguen aviones y esos aviones bombardean y bombardean y destruyen como hizo Clinton con Yugoslavia y como está haciendo Bush con Iraq hoy. Y como hizo Israel con el Líbano. Bombardean y bombardean, destruyen y destruyen completamente y justifican ese asesinato tecnológicamente impecable: aprietas un botón y mueren 200.000 personas sin despeinarte ni que eso te produzca ninguna consecuencia moral porque no estás viendo los muertos, porque los muertos no existen porque no los mataste tú con una cuchillada y eso se justifica en nombre de una supuesta amenaza contra de toda la humanidad, contra toda la civilización, que es lo que han venido pregonando a lo largo de estas décadas los estadounidenses y sus cómplices de los “conflictos de civilizaciones” o de las imbéciles “alianzas de civilizaciones” de las que habla Zapatero: en el fondo es lo mismo, una humanidad amenazada y como está amenazada toda ella -6.500 millones- no importa que matemos un millón, tres millones o diez millones porque eso es el precio -como diría la señora Madeleine Albright- para garantizar la paz y la seguridad de la totalidad, de la civilización.

Leeré otro fragmento de la entrevista, que también es muy buena (está en rebelion.org), donde hace otra reflexión importante:

- Usted afirma que "cada vez es más difícil saber quién muere de muerte natural". ¿De qué vamos a morir?

Esta estructura porta en su seno, como una necesidad, la erosión de todas las diferencias (medios/fines, inocentes/culpables, guerra/paz). La vida del hombre ha consistido siempre en un conjunto de prótesis o artificios, pero nunca su muerte había quedado tan confusamente disuelta en ello. ¿Hay muertes naturales? Informes ingleses, por ejemplo, demuestran que el uranio empobrecido usado por Estados Unidos e Israel en Medio Oriente ha hecho aumentar el nivel de radiación en toda Europa. La agresión militar e industrial al ecosistema se ha incorporado, bajo la forma de una amenaza permanente, a la cadena alimenticia y al aire que respiramos. El tsunami de Indonesia, ¿fue un fenómeno natural? El aumento de cánceres en todo el mundo, ¿es culpa de los fumadores? El asma de los nigerianos, ¿es una dolencia natural? Dados al mismo tiempo el nivel de agresión y los recursos médicos y materiales de la humanidad, podemos decir que cualquier muerte por debajo de los 75 años en cualquier lugar del mundo, resulta ya sospechosa y debería ser investigada. Y aquí conviene dejar a un lado el “nosotros” para señalar con el dedo a los responsables. El récord de los 100 metros no es un logro humano como la destrucción de la especie no es un suicidio de la humanidad. Son las multinacionales y los gobiernos que servilmente las apoyan (casi todos los del planeta) los que están matando de muerte natural –desde aviones o desde el mercado- a todo el mundo.

Esta reflexión permite redondear las cosas. Es decir, este sistema está destruyendo por completo a la humanidad con hambre, con bombas, con miseria o con genocidio, este sistema es el mismo sistema que justifica el genocidio tipo Hiroshima, el bombardeo y la destrucción de países enteros en defensa de una humanidad que ese mismo sistema destruye día a día tanto en lo económico, en lo político, en lo cultural como también en lo ambiental. Este sistema está destruyendo el planeta, acabando con la posibilidad de vida en el planeta, destruyendo a la humanidad entera y, en nombre de la defensa de esa humanidad que ellos están destruyendo es que se cometen genocidios espantosos como el genocidio que cometen los israelíes contra los libaneses y como el que vienen cometiendo desde hace cuatro años los estadounidenses en Iraq, sin ser éste el único sino el último porque los han cometido en Vietnam, los han cometido en Yugoslavia, los cometieron en Corea, los cometieron en Panamá y los han cometido por todas partes.

Creo que es importante utilizar y conocer estos textos porque forman parte de una reflexión crítica sobre el mundo terrible en que vivimos y son textos que nos ayudan también a pensar, a reflexionar y a tomar posición -es indispensable que tomemos posiciones- frente a esta situación actual que vive nuestro planeta y que representa una amenaza para él y para nosotros desde todo punto de vista.

Terminamos aquí por hoy.



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Vladimir Acosta

Historiador y analista político. Moderador del programa "De Primera Mano" transmitido en RNV. Participa en los foros del colectivo Patria Socialista

 vladac@cantv.net

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