Si se conduce un vehículo a una velocidad que pudiera considerarse como alta y se trata de realizar un viraje, lo más lógico sería reducir aquella para evitar perder el control y poder continuar viajando con destino a la meta más próxima que se haya establecido; pero si se desea rectificar la ruta por la cual se transita y se hace necesario el regreso para tomar el camino estimado como correcto, en la mayoría de los casos habrá que detener completamente el vehículo –y hasta “apagarlo”, si se requiere– para estudiar con detenimiento el rumbo. Una vez definido el objetivo, encendido el vehículo y colocado en la dirección que se estima correcta, se acelera gradualmente hasta alcanzar la velocidad considerada como adecuada para alcanzar el fin deseado.
¿Y…? Podrían preguntarse algunos ante lo que pareciera una perogrullada; otros resaltarían que obviamente se debería proceder de esta manera debido a la inercia del vehículo (“Inercia, propiedad de la materia que hace que ésta se resista a cualquier cambio en su movimiento, ya sea de dirección o de velocidad”.); pero la inercia no es sólo material, porque también existe la “inercia mental” que podría definirse como “la propiedad de la mente de resistirse a cualquier cambio en su lógica y esquemas de razonamiento”, lo cual se traduce en la dificultad personal de reconocer, abandonar, sustituir o adquirir hábitos. Es esta “inercia mental” el mayor obstáculo que enfrenta cualquier intento de cambio profundo en las estructuras de una sociedad; más aún cuando esta transformación se pretende a través de un proceso de autoconvencimiento de los miembros que la integran.
Es lógico esperar resistencia al cambio por parte de quienes han creado las estructuras sociales que pretenden ser sustituidas y de aquellos que han resultado beneficiados de ellas, por temor de perder o disminuir los privilegios que disfrutan; también de quienes adversan intelectualmente el fondo y la forma del procedimiento aplicado; de los que se oponen a cualquier idea –por muy buena que pudiera parecer– por el sólo hecho de no serle propia; de los políticos de oposición que pretenden evitar que el gobierno se afiance con la aplicación de acciones que pudieran ganarles prosélitos y que a fuerza de oponerse a todo, terminan oponiéndose a ellos mismos y al sector de la población que dicen representar. Lo que no pareciera lógico es que quienes dicen ser partícipes de un proceso de cambio radical actúen en contrario de lo que se espera de ellos y –menos aún– entorpezcan la ejecución de las acciones establecidas para lograrlo.
En Venezuela, cuando se habla de “puntofijismo”, inmediatamente se evoca un pacto político para garantizar la democracia mediante el enfrentamiento conjunto de la acción subversiva que lo amenazaba en el momento. Cuando este peligro se creyó desaparecido, el pacto se transformó en un acuerdo implícito de alternabilidad en el gobierno para perpetuarse en el poder, evitando que éste pasara a otras manos; aún por la vía democrática, tal como ocurrió en el caso de Andrés Velásquez, a quien le fuera usurpada la presidencia. ¿Por qué, entonces, él se encuentra en las filas de quienes se oponen a una forma de gobierno que pudiera asemejarse a la que prometió en su campaña electoral? Puesto que su vida política se desarrolló oponiéndose a toda forma de “gobierno empresarial”, su inercia mental le obliga a rechazar a cualquier forma de gobierno nacional.
Andrés Velásquez es un ejemplo emblemático de “puntofijismo mental”; es decir, de fijar su punto de vista en una idea hasta que su inercia mental sea difícil de cambiar y su desesperación por prolongar su papel en el escenario político lo impulsa a entorpecer toda acción gubernamental, sin detenerse a pensar en las consecuencias. A él se le podría “aceptar políticamente”; pero no a los “puntofijistas del gobierno”: aquellos que se despojaron temporalmente de los credenciales de Acción Democrática y COPEI para acudir presurosos a registrarse en el MVR; pero que no han podido desprenderse de los esquemas mentales del “puntofijismo político” y sólo esperan la oportunidad de retornar como “hijos pródigos”, mientras contribuyen al fracaso gubernamental con el cual esperan justificar su regreso.
Una cantidad sustancial no han entendido el sentido del cambio social profundo que este proceso pretende lograr; no comprenden que la inercia adquirida por el “vehículo puntofijista” dotado de un “poderoso motor importado” –que logró el máximo de su velocidad gracias al “combustible nacional”– no puede ser detenido con un solo toque del pedal del freno y que cada intento produce sacudidas molestas entre todos sus pasajeros, muchos de los cuales pretenden alegar inexperiencia del conductor. A pesar de los esfuerzos de este gobierno por cambiarle su ruta, pareciera quererse salir continuamente de la establecida; algunos pretenden justificar con ello la imposibilidad de lograr el cambio pretendido y su frustrante actuación grita en solicitud de exclusión del papel asignado, mientras que pretenden convencer a otros de una supuesta condición revolucionaria que ellos mismos no han logrado entender.
Revolucionario no es aquel que presume de tal mientras ostenta un puesto que lo obliga a retratarse en marchas sólo para evitar un despido; revolucionario es quien –aunque no pertenezca al gobierno, y hasta se oponga a él– es capaz de detener temporalmente su “vehículo mental”, meditando sobre ideas propias ajenas y aceptando el hecho de que el cambio es la cualidad primordial de la naturaleza, la cual pareciera luchar contra su propia inercia. Revolucionario es quien comprende que los cambios perdurables se logran estableciendo fundamentos tan firmes que sólo la naturaleza pueda sustituirlos para que se adecuen a los requerimientos de cada época; revolucionario es quien entiende que los grandes cambios sociales empiezan en la sustitución de los viejos esquemas mentales de aquellos que integran las organizaciones objetos de transformación y que el más firme de los fundamentos humanos termina siendo derrumbado por la acción inexorable del tiempo.
Luego de haber superado con éxito las diferentes intentonas de golpe provenientes de quienes alguna vez se unieron para combatir procedimientos de desestabilización que hoy en día aplican “reformulados y repotenciados”, la revolución bolivariana vive un momento más crítico al evidenciarse una “enfermedad puntofijista” de diagnóstico reservado. Toda la artillería opositora, con el financiamiento externo, no ha logrado lacerar la “piel de la revolución”, mientras que la actuación de algunos funcionarios gubernamentales desangra su cuerpo. El problema más grave que enfrenta Chávez es causado por aquellos para quienes “democracia puntofijista” y “revolución bolivariana” son sinónimos: ¡sólo una oportunidad para enriquecerse, aunque ello derive en el entorpecimiento y descalificación de la acción gubernamental! Tan grave es el daño ocasionado por un corrupto como el perjuicio producido por un inepto, a consecuencia de la misma actitud mental.
En ningún momento he pretendido ver en Chávez y sus seguidores inmediatos a Jesús y sus apóstoles; sigo creyendo que el Presidente es sincero en su deseo de lograr “la mayor suma de felicidad posible” para todos los habitantes de este país; pero le ha sido imposible desprenderse de las rémoras que le impiden avanzar con la velocidad que los cambios requieren y en sus últimas intervenciones se le trasluce la preocupación por no haber logrado los cambios previstos en el tiempo establecido, porque la “mentalidad puntofijista” de algunos de sus funcionarios los obliga a actuar en contrario. El reducidísimo grupo político realmente comprometido con el proceso, pareciera dar muestras de cansancio y antes de que desfallezca es necesario salvar el cuerpo revolucionario con una “transfusión de sangre nueva” para la cual se cuenta desde ya con el aporte de la base popular que formará largas colas para su contribución; mientras tanto, aquellos dirigentes superados por el pueblo –que ha demostrado mayor comprensión de este proceso político–, debería meditar sobre si vale la pena asegurar el futuro económico a cambio de la pérdida de la confianza política y la credibilidad personal.