El título de este artículo es el estribillo final de la "Cotorra criolla", un rap de Perucho Conde, gran humorista criollo, que suena más auténtico y digno que la farsa que pronto, tal vez, presencie un país amenazado por las armas de los verdugos que apuntan contra el pueblo.
Hay siempre algo impostado en los juramentos. Debe ser por la solemnidad del acto, tan diferente al vocabulario, actitud y tono que usamos a diario; aunque cotidianamente también hacemos promesas, que es más o menos lo mismo. Decía Nietzsche que el único animal que promete (y se compromete) es el ser humano, y eso porque opone al desordenado y variable juego de los instintos del presente eterno de los animales, una voluntad cuyo principal rol es dominarlos en vista de un futuro. Tanto el juramento como la promesa se proyectan al futuro. Se trata de un "acto de habla" como los que Austin definía como aquello que hacemos con palabras, más allá de lo que decimos con ellas; también el juramento cristaliza en una formula fija, regida por la costumbre o las normas jurídicas. Es decir, el que jura (como el que promete), hace algo más que decir las palabras previstas. Se cambia a sí mismo. Se enviste de un rol y se impone una obligación: cumplir.
Un breve y quizás superficial análisis revela varios aspectos únicos o propios de la juramentación como acto de habla. En tanto ritual, se hace con una postura corporal determinada que puede incluir, por ejemplo, levantar una mano y colocar la otra sobre un texto respetable y hasta sagrado. En algunos países la Biblia o el Corán; en los Estados laicos, el texto de la Constitución. Tal vez esta postura simboliza que el sujeto se apoya o fundamenta en la sabiduría y poder plasmados en ese libro, para su actividad prometida. Otro aspecto es quién jura y ante quién. Ya dijimos que quien realiza este acto se transforma a sí mismo, en ese mismo momento; es decir, se obliga a cumplir lo que ofrece, se convierte en realizador de la palabra. También hay una calificación, solo juran los que han cumplido con un proceso de selección. Ante quien se jura también es importante: ante Dios, invocado en la fórmula utilizada, ante los hijos, la madre o la Constitución. De hecho, hay un mandamiento que anuncia un duro castigo divino para los que invocan "Su Nombre" en vano.
El filósofo italiano Giogio Agamben ha definido al juramento como el sacramento del lenguaje y del poder. Es "la consagración del viviente a la palabra, a través de la palabra". Por eso la contradicción que apunta el mismo pensador, entre la realidad puramente biológica del viviente, y el carácter de hablante, sometido a la doble experiencia de la progresiva vanidad de su palabra y la precariedad de su vida política. Es el conflicto entre la pretendida sacralidad del acto y la material tosquedad del animal político y hablante. En ese sentido, faltar a la palabra constituye una degradación fatal de la dignidad y el respeto debido a cualquier ser humano. Jurar es ya vanidad, es intentar elevarse a una dignidad impropia, cada vez peor porque, con sus actos, el indigno se rebaja cada vez que falta a su palabra. Esta pierde todo sentido y valor.
También el juramento constituye el vínculo entre el Derecho y la ética. Como nos informa la Doctora Cecilia Sosa Gómez, existe toda una legislación venezolana acerca de la juramentación, la del Presidente de la República, específicamente. El acto está instituido por el mismo texto constitucional, que califica al que jura como "presidente electo" (no "proclamado", ojo), y establece los lugares y contextos institucionales donde se debe realizar: la Asamblea Nacional y el TSJ. Pensamos que esos espacios no se definen por azar: en ellos residen, en teoría, la representación del Pueblo o la Justicia de la Ley. El carácter de "presidente electo" se refiere al proceso de elecciones, regulado por varias normas, muy claras, las cuales realizan importantes garantías, como el de la revisión de los resultados, la contabilidad pública de los votos, el respeto a la soberanía popular, las instancias claramente establecidas para hacer esos actos, etc. Hay una Ley de noviembre de 2021, que define al juramento como "el medio para expresar el compromiso ético de cumplir cabal y fielmente sus responsabilidades y deberes con el pueblo de la República Bolivariana de Venezuela".
Hay una puesta en escena del ritual del juramento. Este surge como respuesta, breve y significativa ("lo juro"), a una pregunta también específica y significativa: "jura usted cumplir y hacer cumplir la constitución de la República Bolivariana de Venezuela y la Ley, fortalecer la democracia participativa y protagónica, honrar y defender la patria, sus símbolos y valores culturales, dar y proteger la soberanía, la nacionalidad, la integridad territorial, la autodeterminación y los intereses de la Nación, y ejercer sus deberes y responsabilidades con honestidad".
Y aquí aparece la contradicción a la que alude Agamben, entre la vanidad de la palabra y la realidad rastrera de la fuerza. Es el contraste entre la presunta solemnidad y la canallada de los impostores y usurpadores. Quien se propone juramentarse no ha sido electo en elecciones libres, es un ladrón de elecciones, no ha obtenido la mayoría del voto popular como lo sabe él mismo y los verdugos que lo respaldan, que se aprestan a consumar el golpe de Estado. El contexto del acto donde quiere representar un papel digno, es una indignidad. No son lugares representativos de la soberanía popular, mucho menos el asiento de la Ley y la Justicia. Todo lo contrario. Es una ciudad y un país paralizados, sometidos, por un despliegue policial y militar, propio de un zafarrancho de combate, y no el seguro armado hasta los dientes de las aprensiones de una pandilla gobernante. Es la amenaza de los cañones a un pueblo indignado e irrespetado. Quien jura es la cabeza de un gobierno (y de un partido que controla los Poderes Públicos) que ha violado todas las garantías constitucionales, empezando por las debido proceso, seguidos del respeto del artículo 5, precisamente el más sagrado, el del respeto a la soberanía popular. Es la ridiculez de ofrecer una recompensa por la cabeza del ganador de las elecciones.
La fecha es lo de menos. Por supuesto, forma parte del ritual. Incluso está establecida en la Ley y la Constitución. Pero se le ha vaciado de significación, con esta tenebrosa puesta en escena. No es la fecha del sacramento de la palabra y del poder; es el día de la farsa de los verdugos. El día en que se eriza de armas todo el territorio venezolano para reprimir al pueblo, e intentar que los aplausos de los adulantes oculten los disparos contra la juventud, las mujeres, los ancianos, los trabajadores, los campesinos, los maestros, las madres y sus hijos, los niños y niñas… Ojalá sea la fecha también de la redención del pueblo, de su rebeldía y dignidad.
Algo bueno tiene que pasar. Te lo juro, pana.