Con motivo de la celebración de
la Tercera Feria Internacional del Libro, Filven, se escogió
como tema para la misma: Estados Unidos, una revolución posible. A
propósito de ello, el autor de esta nota, reflexiona sobre el asunto
en discusión.
Se las pedimos a los Estados Unidos de Norteamérica, al pueblo de los Estados Unidos y no a su gobierno extorsionador, imperialista y genocida. Y no le pedimos peras, sino la revolución. ¡Hagan su revolución! ¡Las condiciones están dadas!
Si la tarea de transmitir el mensaje en tono metafórico, se le hubiese propuesto al filósofo del Zulia, con su proverbial manea de comprender el mundo, seguro no nos hubiese entendido. Por lo tanto, tampoco hubiese sabido transmitir la inquietud. Sin duda que su gula e ignorancia hubiesen convergido para, entonces, querer pedir peras al horno. La tarea encomendada al pueblo estadounidense, se hubiese convertido en relativamente fácil, pues en su lenguaje, se cumpliría si se tienen las peras y el horno.
Pero en el caso presente, la alusión a ese refrán, como siempre, está vinculada con los imposibles. Nadie pide peras a un olmo, por cuanto sólo los perales pueden aportarnos como frutos a las peras.
Sin embargo, en el campo de la revolución, los imposibles no están descartados. Por ello, veamos qué ocurre si le pedimos a los Estados Unidos, el lecho imperial donde reposa el dominio del capital, una revolución por peras.
Sencillamente nos las dará: “Seamos
realistas, soñemos lo imposible”, leí como frase en una estampa
con la imagen de nuestro Che Guevara. Era su sentencia, masificada también
como consigna estudiantil en el mayo francés de 1968.
La fase superior es mejor cultivo para esas peras
El imperialismo ha sido considerado como fase superior y última en el dominio del capital. Y el capitalismo es una relación de clases mediada por la explotación entre los seres humanos, a fin de producir bienes materiales que permiten acumular capital en pocas manos.
Toda relación desigual entre los seres humanos reclama desde sus fibras más íntimas, una revolución. Hay desigualdades y desigualdades. El propio pensamiento burgués y la revolución francesa, buscaron caminos para acercarse a un tipo de igualdad social que, finalmente, quedó plasmada exclusivamente como leyes donde rezara que “todos somos iguales ante la ley”. Nada cambiaría en lo real y el dueño de los medios de producción seguiría siendo tal y explotando, mientras quienes no poseen nada seguirían en su mismo estatus de explotados. La aparente igualdad ante la ley no se hace patente ni siquiera en la aplicación de la misma ante una infracción ciudadana, que deja intactas las relaciones reales de explotación.
Toda explotación, en el capitalismo, releva el soporte de las condiciones pretéritas, basadas en ilusiones religiosas y políticas, para establecer otras nuevas, de manera “abierta, descarada, directa y brutal” (Carlos Marx y Federico Engels. Manifiesto del Partido Comunista. Editorial Progreso. Moscú. 1976. Pág. 33.), mediante el “cálculo egoísta”, el “valor de cambio” y “la única y desalmada libertad de comercio”.
Condiciones éstas que llegan a un nivel paroxístico cuando la competencia entre capitales conduce a que los más fuertes eliminen a los débiles y la concentración de medios se reduzca a pocas manos. La sociedad explotadora, con rango de imperialismo, además legitima su condición en la medida en la que los propios explotados, productos de diversos mecanismos de alienación, terminan aceptando como normal, perenne e inevitable, ese estado de cosas.
El asiento del imperialismo cojea de una pata
En realidad el imperialismo, como fase superior del capitalismo, no necesita ni tiene una sede. Pero en el caso de los Estados Unidos, lo parece.
Tan lo parece que casi siempre se suele identificar a los Estados Unidos de Norteamérica con la sede del imperialismo. Y aunque sus características de Estado, con altos niveles de responsabilidad en la administración de los intereses del capital imperialista, lo llevan a erigirse como un imperio, debemos aceptar que EEUU no es el imperialismo sino el imperio.
El capital no necesita del Estado,
como delimitación geográfica y administrativa con rasgos gubernamentales.
Él mismo es Estado, entendido sí como cultura de una sociedad que
para producir sus bienes materiales se basa en la explotación entre
los seres humanos, a la par que en su fase superior concentra capitales
en pocas manos.
El derrumbe del Estado imperio
Estados Unidos no es en la actualidad un Estado fuerte para el dominio del capital. Quizás lo fue en aquel momento cuando, en 1890, Federico Engels escribía el Prefacio a la edición alemana del Manifiesto del Partido Comunista, e indicaba que “la emigración europea ha hecho posible el colosal desenvolvimiento de la agricultura en América del Norte, cuya competencia conmueve los cimientos de la grande y pequeña propiedad territorial de Europa. Es ella la que ha dado, además, a los Estados Unidos, la posibilidad de emprender la explotación de sus enormes recursos industriales, con tal energía y en tales proporciones que en breve plazo ha de terminar con el monopolio industrial de la Europa Occidental, y especialmente con el de Inglaterra”.
El asunto fue corroborado por los hechos, a los que se sumaba la circunstancia de que “en las regiones industriales se forma, por vez primera, un numeroso proletariado junto a una fabulosa concentración de capitales”. Elementos para evidenciar el desarrollo de una lucha de clases creciente que en un curso que no fuese decadente y alienante como el que le correspondió padecer, seguramente hubiese acelerado, en condiciones objetivas, el avance de la revolución en el seno del imperio floreciente.
Pero el debilitamiento del proletariado en su tarea política de organizar la revolución, también lleva apareado el de un Estado que crecía en poder mientras perdía hegemonía. “La decadencia del imperialismo yanqui no sólo se manifiesta en los cambios que se operan en la arena internacional, bajo la acción de la ley de desigualdad de desarrollo capitalista”, tal como lo indica Arzumanian en su texto El Imperialismo, publicado por la editorial Cartago a mediados de los años 60. “Las fuerzas del imperialismo norteamericano -prosigue el autor- se desgastan ante todo desde dentro. Se trata de la inestabilidad extrema en la economía interna del primer país del capitalismo”.
Pero una evaluación de los procesos de entonces, por este mismo autor, revela que en la actualidad, la crisis de deslegitimación mundial de los Estados Unidos ha ido en crecimiento y “la dirección política del imperialismo yanqui en el mundo capitalista se pone cada vez más en tela de juicio” y “una epidemia de insurrecciones” crece. Y la mejor prueba de esto es la aparición de gobiernos legítimos y democráticos en toda nuestra América, con un perfil común que les une en los nacionalismos y en el enfrentamiento de la hegemonía imperialista.
Lo que hoy se observa con dramatismo en la crisis financiera mundial y, particularmente en la de los Estados Unidos, lleva en su haber una data de más de medio siglo. “Si anteriormente escaseaban las divisas principalmente en los países de Europa occidental y Japón, ahora también Estados Unidos se encuentra en situación semejante (…) Las reservas de oro de EE. UU. y de una serie de otros países capitalistas son ahora mucho menores que su deuda exterior” (Op. Cit.).
El derrumbe del Estado imperio no es sólo la apuesta de los pueblos que en el mundo pugnan por el ejercicio de sus soberanías y el desarrollo de propuestas endógenas para la producción de sus bienes en condiciones distintas a las de la explotación entre los humanos. Es, por una parte, un hecho de esos que pueden evaluarse como objetivos, no sólo como tema de explicación en el campo de la economía sino también por el desgaste en el conjunto de relaciones en las que aquel se contextualiza.
Por ello, no basta pedir peras al olmo, sino entender que los perales yanquis están en flor y la revolución bolivariana, mundial, en su camino al socialismo, está decidida a recoger muy pronto la cosecha.