Se acaban de cumplir en soledad cien años del nacimiento de Rómulo Betancourt. Algunos homenajes recordatorios en locales cerrados, sin aliento de masas y con escasa presencia juvenil, y los oportunos laudes mediáticos, en tonos más o menos encendidos, de académicos, intelectuales, gentes del oficio, políticos nostálgicos, reciclados o en desuso, todos partidarios antiguos o agregados de la democracia de que fue padre, configuraron un trueno al revés, un silencio estruendoso en relación con una vida que en ciertos momentos acaudilló multitudes, signó el transcurrir de buena parte del siglo XX venezolano, se afanó por darle un cauce prefabricado a nuestra sociedad y dispensó recetas de pretensión continental.
Es sin embargo, en mi opinión, un hecho de justicia histórica, porque si algo parece corresponderse con él y lo que hizo, es que vivió precisamente al revés. Fue un “revolucionario intransigente”, que declaró ser y seguir siendo “para siempre” comunista y al poco tiempo se deslizó hacia un anticomunismo paroxístico; que fundó un partido para hacer la “revolución popular, antifeudal y antimperialista” y terminó convirtiéndolo en una agencia de colocación y agrupación sin principios, en el cual la mínima mención de aquellos propósitos resultaba un anatema; que concluyó identificando su “revolución” con el voto para la elección periódica de los presidentes, en condiciones que permitían la potestad de escoger “entre el cólera y la peste bubónica”, según gráfico decir de Miguel Otero Silva. Fue un “demócrata intransigente” (ese adjetivo fue una de sus “verbadas” típicas), que prohijó una democracia contrarrevolucionaria, formalista, horra de esencia social y popular, amordazadora y represiva con lindes de fascismo, para la cual las calles eran de la policía y había licencia oficial para disparar primero y averiguar después, y cuyo balance trágico empequeñeció al de las dictaduras más feroces.
Fue un autodefinido gran patriota, que compartía con Muñoz Marín, el alcahuete puertorriqueño, con Pepe Figueres, su compadre de Costa Rica, y con otros de cercanía menos estrecha pero igual “flexibilidad”, el hallazgo sociológico de que se puede ser patriota sin ser nacionalista, y de ese modo se convirtió sin hesitar en el principal “hombre de Washington” en estas latitudes, introductor de su Misión Militar en 1946; apadrinador en 1947 del TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca), diseñado para meter los órganos castrenses latinoamericanos bajo las alas del Pentágono, útil para mil tropelías imperiales e inútil para Latinoamérica cuando por vez primera lo necesitó, en las Malvinas; constituyente, 1948, de la OEA, nacida como “panamericanización” de Bolívar y Ministerio de Colonias, con muchas deudas de celestinaje de agresiones; encubridor del accionar de la embajada norteña en el derrocamiento de Rómulo Gallegos, a quien desmintió sin rubor, creando la coartada de Perón como tapa; apañador del “estado libre asociado” de Puerto Rico luego de haberse proclamado luchador “intransigente” por su independencia; condenador del pueblo levantado en protesta contra Richard Nixon en mayo de 1958 (personalmente presencié el tonante estallido de su ira), mientras al mismo tiempo absolvía la rápida concentración de fuerzas gringas dispuestas a caer sobre nosotros; aniquilador de la unidad post 23 de enero, a fin de abrir cancha a un ya comprometido régimen autoritario, anticomunista y pronorteamericano; solicitador de un dispositivo de invasión contra Venezuela en 1963, para salvar su gobierno en caso de peligro, montado y listo por su “admirador” John F. Kennedy (Simón Sáez Mérida lo prueba terminantemente en su notable obra La cara oculta de RB); acompañador de toda acción contra Cuba (satanización, bloqueo, Girón, etc.), de cualquier agresión contra un país nuestro (Guatemala, Santo Domingo) y del mundo (Corea, Vietnam, el Congo de Lumumba, el Irán de Mosadegh, la Palestina desgarrada).
Proseguiré.