Llamar al “espionaje” y al “contraespionaje” de las unidades estatales del sistema-mundo capitalista, como “inteligencia y contrainteligencia” es parte de uno de esos hábitos discursivos e ideológicos que nos permiten reconocer el nivel de barbarie a los que hemos llegado como “género humano”. Los aparatos coactivos de los Estados, sus tareas para mantener la seguridad, el control, la disciplina sobre los territorios, el “orden interno” y la “defensa externa” tienen su propia historia, y no es conveniente pasar a discutir una materia de tan extraordinaria trascendencia, como lo es la potestas de los Estados para interferir en la vida de las personas y poblaciones, como si fuese una evidencia natural. Entonces, el primer punto es, reconocer que los dispositivos de control y vigilancia de los Estados para preservar su unidad existencial no son hechos naturales, sino realidades sociopolíticas e históricas. Desde allí, podemos comprender que al espionaje y al contraespionaje se le denomine “inteligencia y contrainteligencia”.
Estoy completamente de acuerdo en que se plantee un debate estridente, que produzca ruido, escándalo, que visibilice los alcances del Poder del Estado, que fortalezca la esfera pública sobre esta materia y sobre esta Ley. Un debate que comprometa a todas las fuerzas sociales y políticas, a las derechas y a las izquierdas, a quienes se auto-perciben como demócratas y aquellos que les basta hablar de Seguridad de Estado y punto. Una sociedad democrática participativa ganará mucho debatiendo los contenidos, alcances y limites de materias como el espionaje y el contraespionaje estatal, pero también, sobre la privatización y desregulación de estas actividades, su control por corporaciones privadas y su uso cotidiano por agencias que no tienen potestad para recabar información sobre personas, grupos y poblaciones para fines no delegados por los afectados. Como ha planteado Deleuze, pasamos de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control y vigilancia, donde la consigna es naturalizar las actividades de espionaje y contra-espionaje como rutinas regulares de la acción cotidiana. No es casual, que “sociedades de información”, generen “contra-información” y que la estupidez circule a la velocidad de la luz. No son simples especulaciones de futurólogos, como Tofler.
La “información estratégica” la que otorga ventaja a unidades organizadas que movilizan recursos de poder, ha llegado para quedarse. Por esto, los y las espías se han puesto de moda y han logrado un alto valor simbólico en los sistemas heroicos y mitológicos de nuestras sociedades. Incluso, hay juguetes para hacer de los niños y niñas espías. Hay todo un imaginario social del espionaje y contraespionaje. Allí esta Hollywood para recrearlo todos los días. De esto no se queja nuestra oposición, mientras el espionaje sea de la CIA, de la ANS-EE.UU, de las corporaciones transnacionales, de los bancos u otras organizaciones privadas, todo está bien. Si el espionaje es para reforzar la doctrina se seguridad nacional de los tristemente celebres terrorismos de estado latinoamericanos, para identificar, detectar, controlar y neutralizar “factores de presión y amenaza” contra el modo de vida capitalista, todo está bien.
Pero, si un Gobierno de corte popular y revolucionario se le ocurre regular de manera explícita, legalmente, la organización y funcionamiento del espionaje y contraespionaje del Estado en función de la “Seguridad de la Nación”, allí la derecha reconoce que la ley es forma, y la política contenido, que el espionaje y contraespionaje del Estado está marcado por acentos ideológicos de grupos, sectores y clases. Nos vamos sincerando entonces.
No hay política de “inteligencia y contrainteligencia” que no pase por un análisis sociopolítico del Estado, por un análisis ideológico de los valores, principios y normas que definen el marco constitucional donde opera el Estado. Allí está el meollo de la discusión teórica. También hay que agregarle una dimensión práctica, vital: los sistemas inter-estatales operan en un marco de asimetrías de poder en el sistema internacional. Hay condicionantes geopolíticos en las políticas de espionaje y contraespionaje.
Los Estados se espían entre sí desde que hay Estados, y los Estados espían a sus poblaciones desde que son Estados de clase, por una parte; y Estados que pretenden controlar la vida de las poblaciones, por otra. Así que, bienvenidos a la realidad del espionaje generalizado.
Estoy de acuerdo, como lo han planteado Keymer Avila y Patricia Parra que el debate de esta materia de Ley hay que abordarla desde la historia (especialmente la de Nuestra América), y desde una perspectiva ideológica no despótica, en la que -desde el lente de la izquierda- la persona humana no se suprime, ni se considera una pieza-órgano del sistema; lo que no quiere decir que se deje de pensar en los intereses comunes ni en un proyecto popular de emancipación. Creo que la tutela efectiva y la garantía de los derechos humanos, de todos sus pelajes es responsabilidad de los Estados, pero en corresponsabilidad con una ciudadanía pública, que incluye la posibilidad de que los violadores de los derechos humanos no sean exclusivamente los Estados, sino agentes no estatales. El espionaje privado puede hacer tanto daño, puede vulnerar derechos y garantías, como el espionaje estatal.
Como pueden contrastar, he modificado algunos términos, y he preferido utilizar no-despótica como sinónimo de no-dominación, persona humana en vez de individuo, y comunes por colectivos. La razón: las palabras no son inocentes de acentos ideológicos ni de su funcionamiento en formas de vida, en interacciones concretas y materiales. Por esta misma razón, creo que sería revolucionario llamar a esta materia por su crudo nombre: “espionaje y contra-espionaje”, y ver si es posible desplazar la mirada desde las visiones de Seguridad de Estado, a otras visiones de seguridad pública, menos coactivas e inquisitivas, mucho más sometidas a formas de control democrático, a garantías judiciales, en estricto apego a visiones post-liberales de los DD.HH, a protección nacional e internacional, a debate de movimientos sociales, y no solo de Estados y agencias estatales.
Avila y Parra nos recuerdan que el nuevo auge del espionaje y el contraespionaje tienen como referencia la Patriotic Act o Ley Patriota (promulgada el 15 de octubre de 2001).La política estatal del miedo construido a partir del 11-S se extendió y al mandato de Washington lo siguieron las Leyes de Inteligencia de Argentina (diciembre de 2001, durante los últimos días de De La Rúa), España (aupada por Aznar en 2002), Chile (2004) y México (aupada por Fox en 2005). En Colombia, se discute un nuevo proyecto de Ley. Lo importante es la naturaleza epidémica de re-actualizar de acuerdo a nuevas agendas de seguridad, a las actividades de inteligencia y contrainteligencia de los estados latinoamericanos. Y es sobre la relación todavía no tematizada entre agendas de seguridad y espionaje-contraespionaje que quiero hacer referencia en esta oportunidad, estando en pleno acuerdo con Avila y Parra de la necesidad de tener claro que la "Protección de los Derechos y Garantías Constitucionales" es un capítulo inevitable de la futura Ley. Aspectos como garantizar el respeto a la persona, a su dignidad, privacidad, así como la prohibición de ser investigado o perseguido por sus creencias o afiliación política, establecer controles externos a estos organismos por parte del Poder Judicial, del Poder Legislativo, incluso la Contraloría, además de sancionar penalmente la interceptación de comunicaciones sin autorización judicial previa, son parte del ABC del espionaje y contraespionaje en Estados Democráticos (por eso EE-UU se aleja cada vez mas de ser una democracia).
Lamentablemente, no puedo estar de acuerdo con un enunciado que se desliza bajo la fuerza lubricante del sentido común: “Es de advertir que todo país, todo gobierno, sin importar su ideología, necesita de un sistema de inteligencia que busque la estabilidad de su sistema político y le asegure un dominio pacífico de la población y de las instituciones. Esto no tiene discusión alguna”. Pues no, esto también merece discusión, pero no lo haremos aquí por los momentos. Pero hay que abordar la discusión de la relación entre estabilidad política y espionaje-contraespionaje, pues allí se asoma la tesis de que toda sociedad genera funciones especializadas de espionaje para su estabilidad. Esto no puede verificarse ni en sociología ni en etnología comparada. Y es muy peligroso hacerlo, en función de ideales de emancipación.
¿Por qué es necesaria la reestructuración de los organismos de inteligencia nacionales? Para mí, entre las respuestas está: para redefinir sus funciones de cara a los nuevos contenidos de la Seguridad y Defensa de la Nación. Porque en Venezuela se vive una redefinición de la agenda de seguridad, que incluye aspectos que desbordan las concepciones represivas e inquisitivas de la seguridad de Estado, porque además, es indispensable que sus actividades estén reguladas y controladas por Ley, y que sean practicadas de hecho por sus operadores prácticos. Lo fundamental, es el respeto absoluto a la dignidad de la persona humana, a la vida digna, a su desarrollo humano en el marco del Estado Democrático. Aquí recordaría los trabajos de Lebowitz en la dirección de enunciar que no hay Socialismo sin una visión mas avanzada del Eco-Desarrollo Humano que en las sociedades capitalistas. Democracia participativa y desarrollo del potencial humano, de la escala ambiental, de la riqueza social, son conceptos-matrices de nuevos conceptos de seguridad. Pero vamos al grano: ¿Qué relación tienen las agendas de seguridad con las políticas de espionaje-contraespionaje? Veamos.
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la seguridad del continente americano ha estado basada en la definición de las amenazas realizadas por la potencia hegemónica del Hemisferio occidental, los Estados Unidos. En Chapultepec (1945), Río de Janeiro (1947-TIAR) y en Bogota (1948), las definiciones de amenaza y seguridad que caracterizaron la posición de Estados Unidos hacia América Latina, tomaron cada vez menos en consideración las definiciones que los países de América Latina daban a su propia Seguridad Nacional, reemplazándolas por consideraciones que se referían a la influencia de Estados Unidos en el área. La seguridad imperialista definió un espionaje-contraespionaje al servicio de la potencia norteamericana. De esta manera, los campos de actividad de la inteligencia y contrainteligencia respondían menos a los conceptos estratégicos de Seguridad de cada una de las Naciones y mucho más, a la conexión subordinada y dependiente de los organos de espionaje-contraespionaje nacionales a los órganos de “inteligencia-contrainteligencia”, civiles y militares, de los EE.UU.
Precisamente, durante este proceso histórico, que marcó las relaciones externas interamericanas con una impronta claramente global en términos del conflicto territorial-ideológico acicateado por Washington y Moscú como cabezas de los bloques de poder que pugnaban por mayores espacios de control territorial y económico, la amenaza de expansión del comunismo en el continente se convirtió en el nuevo eje estratégico en la ya conflictiva relación entre los Estados Unidos y los países latinoamericanos. Las actividades de inteligencia-contrainteligencia de Estado eran actividades anticomunistas.
La construcción de una agenda de seguridad (y por tanto, la definición del componente de inteligencia-contrainteligencia) en este contexto histórico, estaba severamente influenciada y condicionada por aquellas asimetrías de poder entre unidades estatales, que se constatan como un rasgo constitutivo en la región interamericana. En este escenario, los Estados nacionales de la América Latina y el Caribe se veían compelidos a elaborar una estrategia decisional que estuviera en condiciones de enfrentar exitosamente los condicionantes que la política exterior estadounidense marcaba en el orden de la construcción de un entorno más seguro para la región, situación que era leída, desde Washington, en clave policial-militar e ideológica de Seguridad de Estado.
Esa vinculación de la definición de una amenaza creíble con un rol geoestratégico dominante dirigido a la neutralización y eliminación del “fantasma comunista”, generó un poderoso instrumento de política, tanto conceptual como ideológico, que se conoció como la “política de contención”, cuya materialización ha reconocido variantes conceptuales y prácticas desde fines de la década del 40, que es el momento histórico en que puede datarse su creación como instrumento de política exterior de los Estados Unidos. Entonces, es este contexto determinado por los criterios de construcción de un orden y una agenda de seguridad ligadas a las preocupaciones estratégicas de Washington en relación al avance comunista, que a los países latinoamericanos parecían quedarles dos caminos más o menos explícitos. O aceptaban y legitimaban las políticas de contención y de defensa proyectadas por Estados Unidos contra la Unión Soviética, o se arriesgaban a otro tipo de amenaza, vinculada a la posibilidad de afrontar acciones punitivas de diverso tipo y grado como represalia por el intento de sostener un accionar externo heterodoxo o más bien autónomo e independiente. Es en este contexto más amplio que debe comprenderse la situación actual en materias como Seguridad de la Nación, Fuerza Armada Nacional, Inteligencia-Contrainteligencia y Seguridad Ciudadana.
Los objetivos estratégicos definidos por EE.UU la Casa Blanca en este período se han formulado e implementado en las relaciones interamericanas a partir de esa cosmovisión que aparecía de manera indubitable en el planeamiento estratégico que se hacía sobre las amenazas factibles de materializarse en la región: mantenimiento de la paz y la estabilidad en el continente, la estandarización de las doctrinas militares, del entrenamiento y de los mecanismos de provisión de armas en la región, la continuidad del flujo comercial de insumos estratégicos para los Estados Unidos desde América Latina, el entrenamiento de oficiales latinoamericanos en escuelas militares estadounidenses, una implementación más eficiente de los recursos militares, el acceso a las bases navales y aéreas latinoamericanas, el fortalecimiento de las relaciones bilaterales militares y político-institucionales con Brasil y México y, fundamentalmente, el establecimiento de un sistema integrado para la defensa del Hemisferio
Un caso histórico emblemático de esta situación, se presentó en el desafío provocado por el gobierno guatemalteco liderado por Jacobo Arbenz, que fue leído por los Estados Unidos como un intento de intervención ideológico-política del comunismo soviético en la región, ante lo cual decidieron extremar medidas de intervención indirecta que transformaron en fútiles los intentos latinoamericanos por buscar una salida institucional en el orden de la Organización de Estados Americanos (OEA).
Luego, el período que comienza con la administración Kennedy significó, como consecuencia de la Revolución Cubana, en lo atinente a la agenda de seguridad hemisférica, la puesta en marcha de una serie de políticas que recurrieron a instrumentos diversos (tanto de índole económico-financiero y comercial, político-estratégico y comunicacional) a fin de contener el avance político y territorial de los movimientos de liberación nacional y de la influencia de la Unión Soviética en la región. La modernización de los “servicios u órganos de inteligencia” era un componente de la llamada “alianza para el progreso”.
Al mismo tiempo, el eje de tensión en torno al cual se pensaba al enemigo político y militar, es decir el bloque soviético de poder, va a ser re-conceptualizado con la emergencia de las llamadas “Doctrinas de la Seguridad Nacional”, en las que ese enemigo externo, que era representado como un poder rival que actuaba en función de objetivos estratégicos clásicos, motivado por la pura expansión militar-territorial, la búsqueda de mayor influencia económica o de una mejor capacidad de coacción política, será visualizado y percibido como de naturaleza intrínsecamente interna, con lo cual, esa guerra contra el enemigo soviético debía ser reconfigurada en función de responder a esa amenaza interna con una variedad de instrumentos que posibilitaran contener ese intento de control de los regímenes políticos latinoamericanos por parte de la ideología comunista soviética. Aparece el “enemigo interno”, encarando en los movimientos populares de protesta y de movilización de demandas de justicia social. La palabra justicia social comienza a ser identificada como formando parte de la penetración comunista, y todavía hoy tiene esa resonancia en los órganos de espionaje de los estados latinoamericanos.
Entre estos instrumentos materiales para neutralizar el comunismo estaba, sin duda, la organización de sistemas de inteligencia y contrainteligencia adecuados para esta agenda de seguridad. Las fuerzas armadas y policiales latinoamericanas en el marco de la defensa continental debía ejercer, no ya el papel clásico de la defensa externa y de seguridad ciudadana, sino el de transformarse en fuerzas preponderantes para la seguridad interna y actuar en consecuencia para remover las causas que podrían generar la subversión y la expansión comunista en América.
Desde 1960 se creó la denominada instancia de reunión de Ejércitos Americanos, en cuyo seno se buscaba fortalecer los vínculos militares y dar cabida a las propuestas que intentaban estandarizar métodos, doctrinas, equipamiento y adiestramiento militar conjunto en pos de responder a lo que se caracterizaba como el peligro de la extensión de la insurgencia armada en la región.
A su vez, debía fortalecerse el rol cívico de las fuerzas armadas y su implicación, como factor dinámico de poder, en las cuestiones del desarrollo económico como una verdadera salida para derrotar las condiciones político-institucionales que pudieran darle cabida a la amenaza guerrillera.
Es más, durante toda la década de los 60, los Estados Unidos insistieron en la creación de una Fuerza Interamericana de Paz, el robustecimiento del papel de la Organización de Estados Americanos como instrumento para mantener la paz y estabilidad del continente, institucionalizar la Junta Interamericana de Defensa y transformarla en un órgano de la OEA.
La influencia político-estratégica de los Estados Unidos se vio reflejada, también, en sus propuestas más bien unilaterales que eran formuladas en el marco de la Junta Interamericana de Defensa (JID), órgano que se lo pensó como la proto-estructura coordinadora y conductora de un brazo militar del que la OEA debía proveerse a fin de dar cuenta del nuevo escenario hemisférico.
En Junio de 1969, se produjo la visita de Nelson Rockefeller, enviado por el presidente Nixon a la región. Este hecho marcó el punto culminante de la escalada policial-militarista de la Seguridad, ya que el informe preparado por el aludido funcionario recomendaba la constitución de un Consejo de Seguridad del Hemisferio Occidental, cuya tarea central estaría dirigida a coordinar todas las acciones necesarias para derrotar a las fuerzas insurgentes que actuaban en el continente. En función de ello, proponía que la asistencia militar estadounidense se transformara en un programa de seguridad hemisférico a ser implementado desde la OEA, con lo cual, finalmente, propugnaba unir las fuerzas armadas de América Latina con las de seguridad o policiales en la tarea de velar por la seguridad interna.
Tanto en la larga crisis cubana que se fue incubando desde 1960, una vez que el gobierno revolucionario comenzó a cimentar su poder en Cuba, hasta la denominada Crisis de los Misiles, como en la crítica situación de República Dominicana en 1965, los organismos de seguridad interamericanos se transformaron en caja de resonancia por un lado, del enfrentamiento global en el contexto de la Guerra Fría (Cuba) y, por otro lado, de las percepciones dominantes en el asimétrico vínculo con los Estados Unidos. Es más, en estas situaciones de crisis, las administraciones estadounidenses intentaron hegemonizar su rol, tanto resolutivo como preventivo, desde las estructuras institucionales de la OEA y sus instrumentos político-institucionales y jurídico-formales.
De hecho, el fracaso de la intervención armada directa en el episodio conocido como la invasión a Bahía de los Cochinos, en Abril de 1961, propiciado por la administración Kennedy, señaló el punto culminante de una estrategia agresiva de características claramente intervencionistas que, a partir de allí, viró en un manejo de crisis en cuyo centro pivotal estaban nuevamente las estructuras institucionales del orden de seguridad hemisférico. En tal sentido, fue en el marco de la VIII Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores, realizada en Punta del Este en Enero de 1962, que los Estados Unidos promovieron y obtuvieron la aplicación de sanciones diplomáticas y económicas sobre el régimen cubano, lo cual terminó con la efectiva exclusión del país de la OEA.
A mediados de los 70, se generó un impulso diplomático muy fuerte en la región, a fin de debatir seriamente las estructuras del sistema de seguridad hemisférica, cuestión que ya había sido planteada en la X Conferencia de Ejércitos Americanos realizada en Caracas, en Septiembre de 1973 y en la tercera Asamblea General de la OEA en Julio de ese mismo año en Lima, Perú. En esas instancias, la Argentina, Perú, Colombia y Venezuela, entre otros, plantearon la necesidad de corregir el asimétrico funcionamiento de los esquemas de seguridad, volviendo a hacer hincapié en la necesidad del desarrollo económico y social como un entorno estratégico fundamental para consolidar una auténtica seguridad en la región.
Estos reclamos iban de la mano de la crítica que se hacía al rol de los Estados Unidos como actor hegemónico en la región, lo cual estaba ligado a la percepción que se tenía sobre las consecuencias prácticas que la denominada Doctrina de Seguridad Nacional y Desarrollo había provocado en la región. En allí donde se reconoce, que los aspectos materiales del Desarrollo son mucho mas relevantes que los aspectos represivos, para comprender la raíz del malestar social en la región. Todos los sistemas de espionaje dirigían sus esfuerzos a servir de estructuras de apoyo operacional para los dispositivos represivos del Estado. De esta manera, las redes de delación, lo que llaman sapos, son tan viejas como las redes de espionaje, que trataban de consolidar órganos de búsqueda y obtención de información confidencial a través de operaciones de infiltración, reclutamiento, soborno, chantaje e intercepción. Redes de sapos se institucionalizaron en los medios de comunicación, en las universidades, empresas, iglesias; es decir, en el conjunto de la llamada “sociedad civil”. No es paradójico entonces, que sean las actuales ONG´S financiadas por la NED, la USAID, el IRI u otros organismos las que constituyen las principales “redes de sapos”, las que elaboran información a destajo para organismos de inteligencia norteamericanos. El gran charco de sapos está siendo financiado por el Imperio Norteamericano.
En la década de los 70, al extremarse los diagnósticos desde la perspectiva del control y del combate contra el enemigo soviético al interior de los Estados nacionales, se sucedieron regímenes autoritarios que llevaron la agenda de seguridad a un plano de paroxismo represivo del “terrorismo de Estado”, tal como se ha visto en los países del Cono Sur y en toda la región centroamericana, desangrada por guerras civiles y gravísimas rupturas institucionales. La administración Carter re-colocó en la agenda el tema de los DD.HH, pero la crisis Iraní, colocó sobre el tapete las visiones belicistas del establishment político-económico de los EE.UU.
La política exterior norteamericana de la administración Reagan propuso, en el orden hemisférico, una agenda de seguridad que estaba fuertemente influida y cruzada por el paradigma ofensivo-globalista en el que estaba inscripto el pensamiento estratégico y geopolítico estadounidense. Ciertamente, la percepción dominante en las dos décadas pasadas, según la cual era un interés de seguridad vital para la Casa Blanca la lucha contra la insurgencia y la consolidación de un entorno favorable a los inputs estratégicos de la agenda, se materializó muy claramente en los ’80 en Centroamérica y el Caribe, que fueron escenarios predilectos de la ofensiva político-diplomática y estratégico-militar de los Estados Unidos en la región.
En efecto, la Revolución Sandinista, la crisis salvadoreña, junto al proceso de inestabilidad institucional de los regímenes políticos centroamericanos y las intervenciones económicas y político-militares de la Casa Blanca se constituyeron, entonces, en una de las líneas de acción directa de la política exterior y en la manifestación concreta del interés nacional estadounidense leído en clave de poder militar duro. En Guatemala, las redes de espionaje y contraespionaje sirvieron de estructura de apoyo directo a los aparatos represivos del Estado, a sus órganos paramilitares, en uno de los peores genocidios de la historia del siglo XX, invisibilizado por los grandes medios de comunicación.
De esta manera, la región centroamericana fue percibida como un área vital para la seguridad nacional de los Estados Unidos y, como tal, fue blanco de políticas concretas que combinaban, en su implementación, tanto medidas directas como acciones indirectas, dentro de las cuales, los aparatos de inteligencia desempeñaron un rol fundamental. No hay que olvidar, en este contexto, el apoyo directo de órganos de inteligencia y represión de Venezuela en las tareas contra-insurgentes centroamericanas.
Con la crisis provocada con la guerra de Malvinas quedó en evidencia el injusto y desigual funcionamiento del esquema institucional de seguridad “hemisférico”, en cuyo desarrollo estaba involucrado un actor extra-hemisférico, el Reino Unido. Estados Unidos intentó hegemonizar un rol activo y dominante en la región a partir de la manipulación y/o del uso de su capacidad de coacción política en el marco de la OEA.
A su vez, a la crisis de Grenada, que terminó con la intervención armada de los Estados Unidos para poner fin a una experiencia de corte revolucionario, se sumó a la percepción general de crisis sistémica del aparato institucional de seguridad en el Hemisferio. En este momento histórico, surgieron nuevamente las asimetrías estructurales que hemos reconocido desde la conformación misma del sistema interamericano de seguridad, y la propia OEA fue eje de un debate institucional que parecía cada vez más vacío de sustento y contenido concreto, más aun en una etapa en la que los Estados Unidos estaban dispuestos a ejercer un rol coercitivo y hasta unilateral en la búsqueda de un entorno de seguridad nacional en su área de influencia.
Hasta mediados de la década de los ochenta, la doctrina de seguridad nacional constituyó la visión dominante en los países sudamericanos, influyendo en el resto de Latinoamérica. El slogan seguridad nacional era empleado por los líderes políticos norteamericanos, durante la guerra fría, con el fin de lograr apoyo para sus políticas, justificando el diseño de estrategias, a un elevado costo, para reforzar las estructuras política, militar y económica del “mundo libre”.
Con la caída del Muro de Berlín, en Noviembre de 1989, y la implosión de la Unión Soviética, en 1991, Estados Unidos quedó como la única superpotencia en la esfera mundial. La supremacía estadounidense en todos los ámbitos (político, militar, diplomático y económico) no tenía un correlato en algún otro actor del sistema internacional. La Guerra del Golfo (1991), luego de la invasión de Kuwait por parte de Irak, no hizo más que demostrar la supremacía estadounidense, logrando un apoyo y una legitimación en su accionar por parte de la comunidad internacional sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial.
En allí donde comienzan a redefinirse nuevas agendas de seguridad que marcaran las actividades de espionaje y contraespionaje, pero abundaremos en esta trama de la historia en una próxima entrega. Lo fundamental es detectar la íntima conexión entre agendas de seguridad y políticas de espionaje y contraespionaje. Continuará…
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