Hubo un tiempo en que nadie conversaba o debatía sobre la crisis de la modernidad y la condición posmoderna. Ciertamente, no son debates sencillos. Hay quienes prefieren seguir “como si” estos debates no existieran. Hay múltiples razones y pasiones para estos “como si”, pero hay uno muy significativo. A nadie le gusta que le muevan el piso de convicciones, creencias, actitudes, prejuicios, valores, ideales e ideas. Es más fácil debatir ideas, pero mucho más complicado debatir convicciones, creencias, actitudes, valores, identificaciones e ideales. Hay un fondo pasional que se resiste al debate. Hay un núcleo ético-mítico, como llamaba Ricoeur, que no permite que se exteriorice todo esto como tema de debate. El creador del enfoque de análisis del sistema-mundo, Inmanuel Wallerstein propone el termino “impensar”, para contribuir a “pensar de otro modo” (Lanz). Podríamos multiplicar otros: desmontar, deconstruir, des-pensar, pensar crítica y radicalmente… ¿Y para que? ¿Por qué no mejor quedarnos con nuestros “como si” no existieran estos abstrusos debates? ¿Qué tiene que ver esto conmigo, con ustedes, con nosotros? ¿Que tiene que ver que nuestras actitudes básicas, con nuestras valoraciones, creencias, ideales? ¿Tienen que ver o no con la modernidad, con las políticas de modernización, con los procesos de mundialización, con las identidades políticas y culturales? ¿Será que esto tiene que ver con que McDonals me ofrezca una arepa criolla de desayuno? ¿Será que esto tiene que ver con que Chávez le diga al país que hay que re-industrializar a Venezuela, convertirla en una potencia mediana y tantas otras cosas, a punta de palabra performativa? ¿Será que esto tiene que ver con que Primero Justicia busque apoyo en la centro-derecha popular en Europa? ¿Será que la posmodernidad permitirá explicar porque Yon se fue a buscar dólares en la fundación Milton Friedmann? Tal vez no directamente. Pero, toda esta protuberancia de discusiones y verborreas sobre socialismo, capitalismo, democracia y autocracia están profundamente implicadas en la crisis de la modernidad. ¿Cuál modernidad? Pues la nuestra, la inexistente para unos, la insuficiente para otros, y la plenamente propia, finalmente. ¿Qué sería de la tan cacareada palabra Revolución sin el magma imaginario de la Modernidad? ¿Que sería de las políticas públicas si no existiesen los “imperativos por modernizarse”? ¿Que serían de los planes y proyectos de Desarrollo sin los “tiempos modernos”? ¿Que sería de nosotros si el sistema interconectado eléctrico sencillamente colapsara y viviéramos a punta de mechurrios? ¿Que sería de nuestro pujante crecimiento económico si los gringos dejasen de comprar la mitad del petróleo que nos compran? ¿Qué sería del poder mediático si fuésemos sencillamente premodernos? ¿Que sería de nuestras universidades públicas y privadas si todo este debate no tuviese impacto en las humanidades, ciencias y técnicas? ¿Seremos a la vez una triple tensión psíquica de salvajes, mantuanos y modernos, como indicó Briceño Guerrero? ¿Y para completar el cuadro, posmodernos, diría Lanz? No hay que estudiar sociología ni antropología para reconocer la heterogeneidad social y cultural de nuestras sociedades. Salimos y entramos de mundos sociales y simbólicos, cruzando la “mancha urbana”, un municipio, del barrio a la urbanización, y viceversa, de la urbe ultrafinanciera a la rural sabaneta, y viceversa, en eso que llamamos “un país”. Ya sabemos que una Nación es una comunidad imaginaria, pero ¿sabemos que una República, un Estado, una Economía, una Política, también lo son, que tienen también estatuto de ficciones eficaces? Cuando los políticos engrandecen sus egos con palabrotas como Democracia, Constitución, Partidos, Derechos Fundamentales, Libertad, Igualdad, Justicia Social, Capitalismo, Socialismo, hay tantos espíritus ideológicos en juego, tantas lealtades totémicas en acción, tanta Modernidad en imaginación y en relaciones sociales tangibles. ¿Que si “globalización neoliberal”, o “bolivarianismo revolucionario”? Enunciados en acción, relaciones sociales en juego. Cuando hablan de constitucionalismo, gobierno limitado y libertades individuales uno se siente como si Locke estuviese paseando por el Sambil o hablando en Globovisión. Decía Keynes que “las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree. En realidad, el mundo está gobernado por poco más que esto. Los hombres prácticos, aquellos que se consideran exentos de cualquier influencia intelectual, usualmente son esclavos del pensamiento de algún economista difunto”. Creo que Marx fue más preciso y profundo: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su exilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal.” ¿Qué sería la posmodernidad? Pues, la incredulidad ante todos estos disfraces, ante estas narrativas de la Historia Universal. Se trata de conjurar todos estos espíritus que oprimen los cerebros, una suerte de ritual de des-posesión ¿Para que? Para que no sean los automatismos psíquicos, burdos o refinados, prenociones o categorías, las que dicten y sujeten nuestras vidas. Para hablarle claro a los poderes encubiertos o pornográficamente exhibidos. Para abrir el juego a nuevas posibilidades. Pues, “pensar de otro modo” es un ejercicio constituyente, no constituido, para “cambiar la vida”. He allí la cuestión.
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