A las siete de la noche, del día 10 de julio, incógnitamente, lleno de pesimismo y totalmente sombrío, entra San Martín a la Capital del Perú, evadiendo cualquier homenaje que se hubiese pretendido para recibirlo. Sus oradores callaron, al ver las circunstancias de su entrada en la capital limeña, un rasgo de austeridad digno de ejemplo, estableció una censura disimulada. Todo diferente a las entradas de Bolívar en Santa Fe, Caracas y Quito.
En realidad el ánimo del generalísimo lo obligaba a ese silencio y casi oculto entró en Lima. Era lógica su actitud, no se sentía victorioso, el pesimismo y las más negras dudas sobre el porvenir le dominaban y por eso en su espíritu no existía interés para fastuosas ceremonias triunfales, que en forma alguna correspondían a la verdad de su difícil situación.
Las más terribles dudas lo asaltaban, la inseguridad lo rodeaba internamente y externamente y se preguntaba: ¿Respondería la aristocracia criolla a su llamada insurrección contra los españoles? ¿Podrían sus insuficientes fuerzas militares hallar, en las costas peruanas, las adhesiones necesarias para enfrentarse a las formidables fuerzas realistas que los españoles organizaban con tanta facilidad en la zona de las indiadas de la Sierra? Sin duda que estas eran sus más profundas preocupaciones y ellas no le permitían considerarse como un generalísimo vencedor, a pesar de las esperanzas optimistas de su mano derecha Monteagudo y del inmenso entusiasmo que mantenían en la conciencia los habitantes de Lima quienes en esos días la habían otorgado el titulo de: PROTECTOR DEL PERU.
El tiempo no tardó en demostrar cuán fundados eran sus temores. La llegada de los españoles a la Sierra fue todo un espectáculo de triunfo entre los pobladores indígenas. El virrey, entró a la manera que lo hacían los antiguos incas, se estableció en el Cuzco, después de organizar y situar el grueso de sus ejércitos, a las ordenes de Canterac, en el Valle de Jauja. La recluta entre los pueblos indígenas le permitió reforzarse en las guarniciones de Puno, Arequipa y Tacna, como el ejército llamado del Alto Perú.
Pocos meses pasaron, después de haber abandonado a Lima, las fuerzas realistas tenían asegurado por lo menos un equilibrio con los ejércitos expedicionarios de San Martín, quien, a pesar de las estrategias desplegadas por Monteagudo, no había logrado aumentar sus efectivos y para el colmo gran parte de la alta nobleza peruana, en la cual tanto habían confiado, les miraba con temor y menos se acoplaba a las ideas liberales que se atribuía el movimiento emancipador americano. Esta alta nobleza confiaba más en los españoles y por eso nunca estuvo dispuesta a colaborar activamente con los independientes.
Es así, como corren los primeros meses del año 1822 la situación militar cambia súbitamente, poderosos contingentes realistas descienden por las laderas de la Sierra infligiendo a las guarniciones patriotas graves derrotas. Se iniciaba los efectos inevitables de una guerra para la cual San Martín no estaba preparado, puesto que su campaña en el Perú, lejos de perseguir objetivos militares, sólo había buscado una transacción política con los españoles.
La situación era ya muy comprometida y adquirió caracteres críticos para el generalísimo, cuando recibió noticias de Chile y del Río de la Plata anunciándole el fracaso del plan militar que concibió como última alternativa al fracaso de sus negociaciones con el virrey. Suponía esta táctica un ataque a las posiciones realistas de Canterac con las tropas bajo su mando, al tiempo que fuerzas destacadas de las provincias del Plata golpeaban las fronteras del Alto Perú por el Sur y desde alguno de los puertos del Pacifico, con nuevos efectivos proporcionados por Chile, se marchaba rápidamente sobre el Cuzco.
El generalísimo no pudo escapar a la sensación del fracaso total al enterarse de la inutilidad de los esfuerzos de sus emisarios en la Argentina y Chile a fin de obtener más tropas y recursos que necesitaba para el ataque combinado sobre las posiciones españolas en la Sierra. Gutiérrez de la Fuente no encontró ningún apoyo para la misión encomendada, el gobierno de Buenos Aires, dado al estado de insurrección de las provincias, no podía actuar de otra manera que no fuese defenderse de los asaltos de las “montoneras” y el otro emisario, Cavero sólo obtuvo en Chile la vaga promesa de una ayuda insignificante, pues este país se encontraba exhausto por el gigantesco esfuerzo realizado para equipar la primera expedición de San Martín, poco podía hacer ya en pro de la causa martiniana.
(Continuará…)
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