Muy temprano, cada mañana y con regularidad castrense, la señora saca a pasear su perrito para que realice sus necesidades fisiológicas –y de paso aproveche para defecar y orinar a todo lo largo del muro exterior de nuestra urbanización–. Ella vive en la urbanización vecina y, para mantener su imagen de buena copropietaria, evita que su mascota disperse sus excrementos alrededor de su edificio; pero, en cambio, no le impide que deje cada “porción” –con precisión asombrosa– en el mismo lugar, frente a nuestra caseta de vigilancia. Como si con ello quisiera expresar cuanto le importamos. El vigilante, respetuoso de las personas mayores y amante de los animales, no osa interrumpir tan ineludible tarea; quizás para evitarle un trauma al animalito.
Desde la ventana de mi apartamento, mientras realizaba los ejercicios cotidianos, la observé durante algún tiempo, hasta que se dio por referida; pero, ello sólo sirvió para que me diera la espalda y cubriera a su perrito de miradas indiscretas mientras realizaba su inaplazable labor. Un día opté por esperarla y realizarle el reclamo respectivo (como soy el Presidente de la Junta General de Condominio, a mi me endilgan la ejecución de los “trabajos sucios”); la señora me respondió –en el tono despectivo apropiado para dirigirse a quienes se entrometen en lo que no les importa– que su perrito “no sabía hacerlo en otro lugar”.
No dándome por aludido ante su actitud de desprecio, le pregunté si le gustaría que le lleváramos el San Bernardo de la urbanización para que realizara sus necesidades frente a su apartamento; allí fue cuando perdió “el glamour” y las características caninas parecieron manifestarse en ella, mientras me ratificaba que no trataría de cambiar los hábitos de su mascota (¡Menos podría esperar que cambiara los suyos!). Llamé al vigilante y le di ordenes de “matar al perrito” – ¡de un susto, por supuesto!–. Ahí fue cuando pareció entrar en la posesión de sus facultades “normales”, y debió creer que la amenaza iba en serio, porque a partir de ese día cambió de urbanización.
Lo que no parece comprender ningún dueño de mascota que vive en apartamento son las condiciones tan crueles a las que son sometidos sus animales con el encierro; ni la exposición a las condiciones antihigiénicas de que ellos son víctimas. Tampoco parecen entender las molestias que le ocasionan a sus vecinos, quienes normalmente sufren en silencio, a la espera de que su Junta de Condominio asuma las responsabilidades que la ley les asigna; pero, lo más difícil de hacerles concebir es que la grama –donde quiera que se encuentre– está destinada a la sana recreación de las personas, y no es el lugar más apropiado para que sus mascotas realicen sus necesidades.
Aquí surge una reflexión sobre el país que tenemos y el por qué de la dificultad de realizar cambios trascendentales, ya que ambas cuestiones derivan de una forma mayoritaria de pensar que puede resumirse en cuatro premisas: primero, soy una persona muy ocupada, como para ocuparme de esas “tonterías comunitarias”; segundo, resolviendo mis problemas, me importa un pito si con ello les creo otros a los demás; tercero, cualquiera sea la forma de la organización que integremos y el nivel del gobierno al cual estemos sujetos, es el jefe del mismo quien debe resolver los problemas de aquella; cuarto, el abuso de los bienes colectivos es “un derecho personal” y el mantenimiento de los mismos es un “deber gubernamental”.
Mérida, 15 de enero del 200