A laicos y civiles latinoamericanos los han acostumbrado a no distinguir entre ciudadanos usuarios de los Servicios Públicos, y ciudadanos prestadores de tales servicios. Comparten sus mismos hábitos de consumo, sus miserables sueldos y sus bien ganados descréditos.
De esa manera, el Estado suele contratar a cualquier persona con el sólo requisito de ser alfabeto mayor de edad, estar afiliado a algún partido político, y en algunos casos resulta imprescindible que haya tenido alguna formación técnica relacionada con las diferentes tareas que prestan los ministerios, tribunales, ejército, policía, centros de asistencia sanitaria y educación en general.
En ese sentido, los funcionarios públicos terminan desempeñando labores idénticas a las prestadas por las empresas privadas; a tal punto que ora el Estado nacionaliza a estas, ora las funciones públicas son privatizadas, y al final no se observa diferencias importantes más allá de los efectos fiscales.
Es un hecho que la pobre conciencia social de la mayoría de los funcionarios públicos, practicantes de una ética que más bien resulta obsoleta, contribuye a que la mayoría de los servicios públicos sean de pésima calidad, útiles más bien para fines políticos proselitistas. A tales empleados públicos también se les mantiene para que sirvan de aliviadero de los bajos índices de desempleo que tiende a conservar la empresa privada.
Muchos institutos públicos sirven de referencia para que las empresas privadas afines presten servicios de peor calidad frente a los pésimos prestados por los funcionarios de aquellos. Las nacionalizaciones de empresas privadas se prestan para el saneamiento del capital intoxicado por los inescrupulosos empresarios vendedores o expropiados.
Así las cosas, estamos proponiendo un cambio drástico en metodología para la contrata pública. El Estado debe crear escuelas dedicadas a la formación de los futuros funcionarios públicos. Sus alumnos deberían recibir previas evaluaciones conductuales y una formación dirigida en búsqueda de aptitudes ora innatas, ora inducidas que garanticen una alta probabilidad de que sus egresados terminen siendo buenos funcionarios públicos de baja proclividad a la corrupción y a la irresponsabilidad que tanto caracterizan al empleado público latinoamericano.
Desde luego, la condición de funcionario público debe traducirse en mejores sueldos, en mejor trato ciudadano, con garantías de vivienda y recepción de otras satisfacciones dignas, sin dejar al azar ninguna posibilidad de que un funcionario público se sienta tan maltratado y humillado como lo son actualmente los funcionarios públicos de la plantilla regular. Deberíamos formar académicamente al funcionario público en lugar de seguir extrayéndolo de las nóminas de afiliados de los partidos políticos.
osmarcastillo@cantv.net