A nadie le puede extrañar el ataque realizado ayer por la mayoría “uribista” del senado colombiano contra el Estado venezolano. Por que de eso se trata. No es como se aparenta una embestida contra el gobierno nacional y, mucho menos una defensa de la democracia. Este último hecho poco creíble en boca de su proponente, el Senador conservador Enrique Gómez Hurtado. La agresión es contra la comunidad política venezolana en su conjunto, por cuanto incita a la injerencia externa en nuestros asuntos domésticos, en un intento de socavar la soberanía nacional. No es solamente, como podría pensarse, la acción de una oligarquía para “pagar” el apoyo que recibe de la hiperpotencia militar mundial con aspiraciones a la instauración de un Imperio Universal, sin el cual sería desplazada. Es la expresión, como lo he manifestado múltiples veces, de un conflicto político en el cual se enfrentan dos sistemas antagónicos: el venezolano, como una estructura abierta y por lo tanto incorporadora, al menos en lo social – la cual ha sido capaz de asimilar más de 2 millones de colombianos desplazados - instaurada después de la guerra federal (1859-1863); y, el colombiano, un orden cerrado, excluyente socialmente, establecido desde 1880 por la alianza, que hoy se reproduce, entre el sector ultraderechista del liberalismo denominado en su época “gólgota” y el Partido Conservador. Una coalición que ha significado el dominio de las instituciones formales de gobierno colombianas por los feudos de las grandes familias bogotanas y provinciales, a los cuales pertenece el senador Gómez Hurtado. No es un acto parlamentario, ajeno al poder ejecutivo. Es la acción indirecta de Álvaro Uribe, usando como agente su mayoría parlamentaria.
Pero no se puede despachar este asunto como una cuestión estructural de las relaciones binacionales. Ello sería considerarlo como una situación rutinaria, anticipada, con baja amenaza y tiempo disponible para la respuesta. Es una situación reflexiva, que aun cuando es anticipada, contiene una alta amenaza, frente a la cual hay poco tiempo para una reacción apropiada. Ciertamente, ella responde en primer lugar a la coyuntura actual colombiana. Se trata de crear una cortina para ocultar los movimientos relacionados con la aprobación del Estatuto Antiterrorista, ya sancionado por los diputados y las comisiones primeras del senado y diputados y, con la cuestión de la reelección presidencial. Se trata del establecimiento de facto de la Constitución propuesta durante el gobierno de Laureano Gómez en 1950, por cierto padre del senador Gómez Hurtado, para legitimar un Estado corporativista – dentro de la línea del fascismo – en el cual los poderes legislativo y judicial estarían restringidos al cumplimiento de sus papeles específicos, mientras al ejecutivo se le daban poderes especiales para manejar las situaciones de crisis. Un proyecto que en su época fue calificado de “dictadura civil” y que dio como resultado el golpe militar del General Gustavo Rojas Pinilla. Una acción en abierto rechazo a lo que ya no era una simple exclusión social, sino el abandono definitivo de la democracia liberal representativa y la profundización de la guerra civil desatada con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (1948).
Pero lo que califica esta situación como reflexiva – una categoría propia del análisis situacional – no es esta coyuntura interna del vecino país, que es de la competencia exclusiva de sus ciudadanos. Es el contexto internacional dentro del cual ella se materializa. Un cuadro en el cual la potencia imperial ha sido incapaz de mantener la convivencia entre todos los poderes y todas las relaciones de poder existentes en este momento histórico. Su razón de ser dentro de la vieja idea de la “pax romana”. En ese contexto, una escalada hacia la violencia entre Colombia y Venezuela, dentro de la estrategia del “balance de ultramar” – la explotación de las rivalidades entre potencias regionales para los fines de su hegemonía – sería más que conveniente. Ella disimularía el fracaso del Plan Colombia, que al hacerse evidente, se sumaría a los que se han experimentado en Afganistán e Irak. Un hecho conveniente tanto para la clase política norteamericana totalmente sometida a la tutoría del complejo industrial-militar, como para la oligarquía colombiana. De modo que hay una amenaza latente, ya anunciada recientemente por el comando regional de la Guardia Nacional en el Táchira, sobre la posibilidad de la acción de grupos paramilitares colombianos, vinculados al gobierno de Bogotá aun cuando parezca lo contrario, en el territorio nacional. De modo que debe haber una respuesta efectiva del gobierno. No el tipo efectista al cual nos tiene acostumbrado. El control estricto del acceso de personas y carga procedente de Colombia es la reacción aconsejable para esta agresión. Y en ello, tienen mucha responsabilidad el Consejo de Defensa de la Nación y la Junta Superior de la Fuerza Armada, como organismos responsables de la formulación de la política de defensa estratégica del Estado.
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