No hace mucho un dirigente político ex-comunista hablaba con sapiencia contemporánea en un nutrido acto público. Se refería a la democracia y su eficiencia, a las posibilidades de consenso y de concertación, así como a la calidad gerencial de los demócratas auténticos. En pocas palabras, hablaba de “gobernanza” y de cómo se debía avanzar hacia espacios civilizados de concordia política, vedados hasta ahora por la “intransigencia” de doctrinas cuya “vetustez” ya nadie se atreve a poner en duda, so pena de incurrir en la más patética de las ridiculeces conceptuales. Nuestro personaje peroraba con vocablos de nuevo cuño, por supuesto, lejos de la jerga romántica que usara en su juventud y que los “renovados” ámbitos de la ciencia política tienen hoy como objeto de inclemente escarnio. El auditorio estaba gratamente impresionado por las citas precisas, por la corrección de las frases y por lo moderno y sensato de las propuestas del académico, periodista de opinión contundente y notable cantor de palinodias. Dibujaba el orador un mapa político de diálogos, donde el valor de la tolerancia pasaba a convertirse en una bellísima proclama de convivencia. Postulaba nada menos que la “democratización de la democracia”, mediante el carácter deliberativo de todas sus instancias e intersticios, clubes privados incluidos, familias incluidas, matrimonios incluidos. No faltó, por supuesto, la referencia a la teoría de la justicia de John Rawls, para tomar de inmediato una prudente distancia reflexiva con el célebre neokantiano, sin dejar de reconocer sus méritos –todo hay que decirlo-, así como los de Habermas y Rorty, a quienes aludiría más adelante, para dejarlos también arrumados en la gaveta de las tesis respetables pero superadas. El discurso del moderno dómine despertaba fascinación por su realismo, su comprensión total de la globalización, su esmerado deslinde con utopías anacrónicas y su retórica brillante que demostraba un inequívoco afán de “estar al día”, tanto en lecturas como en los más recientes avances científico-sociales. En armonía absoluta con las líneas maestras de la postpolítica, nuestro “moderno” no ocultaba su desprecio cuando se refería al “populismo” de ciertos líderes latinoamericanos que, según él, marchan a contracorriente del progreso y se empeñan en reeditar “modelos obsoletos e idearios fracasados”. Y así, trazando la ruta de una democracia donde no debe haber adversarios, sino contertulios, fue discurriendo el correctísimo tribuno y profesor de novedades, hasta que alguien del público lo interrumpió con esta frase: “¡Dinos algo de izquierda, por favor!”.
La “faltaderespeto” no era más que una “nostálgica”. Así la calificó el orador interrumpido. Era una nostálgica sincera que no había tenido la intención de incordiar al puntilloso auditorio ni menos aún al ilustre conferencista que con desdén, desde su olimpo, acababa de perdonarle la vida. Por el contrario, admiraba al destacado intelectual que había labrado su carrera política en las filas de la izquierda. Tenía por él un aprecio no correspondido y que terminaba de enfatizar con verbo equilibrado las plausibles ventajas de los espacios de participación de la sociedad civil ilustrada en la solución de los conflictos, en la creación de una economía mixta y en la conducción de los procesos educativos y culturales del país.
La frase “¡Dinos algo de izquierda, por favor!” sonó como un portazo que fue la vez “un signo de interrogación”, por decirlo con un verso de Joaquín Sabina. Abrió la brecha de algunas emociones. Si bien recibiría de seguidas el rechazo de la razón clamorosa del aséptico auditorio, hubo quienes en su interior sintieron realmente que se podía también “decir algo de izquierda” o simplemente, volver a llamar las cosas por su nombre: al adversario, adversario; al capitalismo, capitalismo; al imperialismo, imperialismo; al pan, pan y al vino, vino.
Poner al desnudo el circunloquio vacío que tanto nos gusta a los universitarios, así como la claudicación de ciertos intelectuales ante ideales que se creían sepultados por completo, fue lo que hizo esa voz femenina anónima con apenas seis palabras. Y es lo que vienen haciendo algunos políticos en América Latina, con algo más que palabras, corriendo riesgos mayores al de ser de llamados “trasnochados” y “demagogos”. Uno de ellos, Hugo Chávez, tomó en sus manos una nostalgia partisana para convertirla en propuesta revolucionaria en acción, cometiendo todas las “incorrecciones políticas” indicadas como tales en los libretos de la “gobernanza” y se atrevió a desafiar a una hegemonía que se percibe a sí misma como dueña del planeta.
P.D: Un artículo del filósofo Rafael Argullol refiere la anécdota de donde tomé la escena del discurso y el grito indeleble de la mujer que quería oír "algo de izquierda". Lo demás ocurre en Venezuela. Por supuesto, son varios los nombres que podían encarnar al patético orador.
*Rector de la UNEY
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