Es bien interesante observar cómo se repiten las situaciones expresadas en este texto, publicado originalmente en Francia en 1755. Cantillon es muy explícito: El comercio internacional surge cuando abunda el dinero en un país, lo cual conduce a que particulares opulentos comiencen a importar artículos lujosos, con el resultado de que los pagos tienen que fluir al exterior y el Estado termina empobrecido. La época es más o menos la del tránsito del mercantilismo al capitalismo. Si en el país abunda el dinero, una minoría rica lo concentra y lo dedica al consumo suntuario, arrastrando la economía nacional al desastre.
Varios autores han concentrado su atención en el papel que juega el lujo en las economías feudales y capitalistas. Thorstein Veblen (Estados Unidos), “La teoría de la clase ociosa”); Werner Sombart (Alemania), “Lujo y capitalismo”. Lo que puede deducirse es que las economías mercantiles no producen para las necesidades, sino para el lujo, una buena parte del esfuerzo social se deriva hacia la producción y obtención de bienes suntuarios, a costa de las carencias de la mayoría de la población, que ni siquiera tiene acceso a lo indispensable.
Paul Krugman, economista estadunidense premio Nobel, viene desmitificando el papel del comercio exterior en las economías nacionales actuales. Dice, por ejemplo, que las exportaciones apenas representan el diez por ciento de la economía de Estados Unidos. La mayor parte de la producción de este país se dedica al uso interno. Y así pasa con todos los países del mundo. Incluso Venezuela, connotado exportador de petróleo, apenas obtiene una cuarta parte de su producto económico de las exportaciones.
No obstante, nos vemos constantemente asediados por indicadores económicos vinculados al comercio exterior. La cotización del petróleo es noticia diaria de primera página. Otro tanto ocurre con las actividades de la Comisión Administradora de Divisas (CADIVI), cuyos movimientos de asignación de divisas son seguidos diariamente por la prensa nacional. La cotización del dólar paralelo es el patrón usado por los importadores, para colocar el precio de venta de sus mercancías, aun cuando hayan recibido del Estado el beneficio de una cuota de divisas al tipo de cambio oficial. Por eso se habla de inflación importada.
Durante la Cuarta República, el control de cambio fue una fuente de corrupción desbocada. Ahora, los especuladores de todo tipo han buscado los resquicios de la ley, para obtener divisas y lucrarse sin medida de ello. Y seguramente también existen dosis de corrupción en este mercado controlado. Pero las declaraciones de los sectores económicos nacionales lucen como si el Estado estuviese obligado a dotarles de divisas, aun cuando ellos no produzcan ni un dólar. No puede una fracción menor de la economía nacional determinar el rumbo del resto y menos si lo que causa son perjuicios. Las divisas deben administrarse con todo rigor y las importaciones suntuarias tienen que limitarse, pues solamente benefician a minorías.
Además, debe sincerarse también las importaciones supuestamente necesarias, porque muchas importaciones innecesarias se disfrazan de bienes de capital o de primera necesidad. Celulares, computadores, equipos audiovisuales, vehículos y otras mercancías sofisticadas, exquisiteces, bebidas alcohólicas, en fin, una variada gama de artículos de los que puede prescindirse perfectamente, excepto por quienes han desarrollado patrones de consumo suntuario y altamente alienado. Las computadoras han sido diseñadas para operar en los países industrializados, cuando las incorporamos a nuestro país, un gran porcentaje de sus funciones permanece sin utilizar. ¿Por qué no hacemos pedidos de computadoras simplificadas, que se adapten a nuestra infraestructura industrial y resulten más baratas? ¿Alguien ha calculado el valor ocioso de tanto aparato importado, que no usamos en todas sus capacidades? Sin embargo, tratamos su importación como imprescindible y hay agentes en todas partes, dispuestos a justificar esas compras.
Lamentablemente, como en las sociedades feudales que describen Cantillon, Veblen y Sombart, tenemos una gran dependencia de actividades económicas de lujo. Una parte importante de nuestra población está empleada en producir bienes y servicios suntuarios o en distribuirlos y venderlos. Se puede restringir las importaciones suntuarias, pero es más necesario transformar estructuralmente la economía, a fin de que nuestro trabajo se dedique a producir lo necesario, lo básico, lo que puede generar un nivel de bienestar colectivo mínimo. El lujo puede ser una parte de la vida social e individual, como el plumaje de las aves o las flores, pero también es tarea de la revolución generar nuevas formas de recreación y expansión espiritual, que no sean las impuestas por las sociedades alienadas del capitalismo industrial. He aquí un buen desafío para la faceta robinsoniana de nuestro proceso.