La reunión del G7 más Rusia, que incluye a las grandes potencias tradicionales, celebrada en Sea Island (Georgia), EEUU, la semana pasada, marca el inicio de un nuevo período de distensión. Como ocurrió en él anterior (1973-1980), durante la guerra fría, el actual obedece a una pérdida de poder experimentada, en este caso, por los EEUU, como potencia con pretensiones hegemónicas en el sistema internacional. Pero esa merma no afecta únicamente a la hiperpotencia. También impacta al enemigo estratégico que fabricó: “el terrorismo internacional”. Un actor transnacional con capacidad de operar en cualquier punto del planeta, que para todos los efectos prácticos tiene que ubicarse en el fundamentalismo islámico, sunita, con su red de seminarios (“madrazas”) y grupos armados que operan autónomamente a lo largo del llamado “dorsal islámico”, financiados por la secta wahabí de Arabia Saudita. Se refiere este ámbito a una extensa faja de territorio que se extiende desde las costas atlánticas del atlas marroquí hasta las Filipinas. Los restantes grupos calificados como “terroristas”, tales como las FARC colombianas o el ETA vasco, no tienen significado estratégico en la geopolítica mundial. Su capacidad de acción está limitada territorialmente El valor militar de esta fuerza transnacionalizada se deriva del dominio parcial que ejerce sobre espacios ubicados en ese “dorsal islámico” que contienen el 85% de las reservas de crudos livianos mundiales; el potencial acceso a la tecnología nuclear, química y bacteriológica; y, a su capacidad de reclutamiento de “mujahadines” – combatientes musulmanes – capaces de sostener acciones irregulares terroristas por tiempo prolongado en un mundo de más de 1.000 millones de habitantes. Ciertamente, su actuación después del 11S en los EEUU, que incluye actos en los propios países musulmanes, con excepción del caso palestino en su lucha contra el sionismo, ha generado resistencia en sus potenciales bases sociales que le disminuyen su libertad de acción..
En este contexto, las ganancias de poder las han experimentado la Unión Europea (UE), donde se encuentran insertos la mayoría de los miembros del G7, y Rusia. Pero las mayores las registran China y la India, dos potencias económicas y militares emergentes, que no forman parte de este selecto club con potencial de dominar, dentro del esquema de la multipolaridad, la realidad política mundial. Y ese hecho quedó claramente reflejado en la reunión de Sea Island. Allí, Washington admitió tácitamente su incapacidad para controlar Irak y con ello el Medio Oriente, cuando aceptó humildemente recurrir al multilateralismo concretado en el Consejo de Seguridad de la ONU, para resolver el enredo causado por su acción en Irak. Pero hubo otro acto de modestia. El del propio G7+1, cuando reconoció su incapacidad para estabilizar el sistema internacional en su conjunto. La proposición de ampliar el “club” con nuevos miembros que incluyan a China e India e, incluso a otras potencias emergentes como Brasil y Sur Africa, es una admisión de ese hecho. Se vuelve así a la conocida Doctrina Nixon de la multipolaridad, desarrollada durante la anterior distensión, donde se repartirían las responsabilidades para la recuperación del balance dinámico de la estructura del sociosistema. Más aun, quedó planteada la posibilidad de conformar “una fuerza global para el mantenimiento de la paz” que contaría con 50.000 efectivos en los próximos 5 años. Desde luego, los contingentes fundamentales serían aportados por los miembros del club.
Se trataría de un hecho que mejoraría la seguridad de los países miembros de esta nueva “Santa Alianza” y sus asociados agrupados en la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), con un incremento sustantivo de la inseguridad para el resto de los miembros del sistema internacional. De hecho la activación de esa “fuerza de paz” sería una alianza militar entre los miembros del Grupo 7+1 ampliado, por su tamaño diseñada para actuar dentro del esquema de las guerras asimétricas. Es decir, contra el “terrorismo internacional”, tal como lo hemos concretado, y contra los estados “bribones”, tales como los “populistas” definidos por el Gral. James T. Hill, Jefe del Comando Sur de los EEUU. En ese marco, la ampliación del club tiene el mismo sentido que tuvo la incorporación de Rusia. Como lo afirmó el Presidente Bill Clinton en aquel caso “si ellos entran en el club de los grandes no pelearan por los pequeños”. Y efectivamente eso sucederá con los nuevos miembros de la asociación. Más aun, se podría sostener que los nuevos miembros accederían a combatir contra los estados más gráciles, si ellos amenazan con romper la estabilidad que asegura sus intereses. En la práctica, la decisión sobre el uso de esa fuerza de paz descansaría sobre los miembros de la alianza, y en especial los más fuertes, lo que obligaría a los restantes a apoyarla para no correr el riesgo de exclusión. Privarían en este caso los intereses nacionales de los miembros, por sobre cualquier otro tipo de interés.
De materializarse este arreglo, el resto de los estados que conforman la “comunidad internacional”, entre los cuales está Venezuela, quedarían en una situación de relativa indefensión. Parecería que, como ocurrió durante la guerra fría, no le quedarían sino dos opciones: la sumisión al orden que imponga la “aristocracia internacional” dominante; ó, incorporarse al movimiento transnacionalizado de resistencia liderado por el fundamentalismo islámico. En ambas circunstancias, como sucedió durante el enfrentamiento este-oeste, una decisión en cualquier dirección convertiría los respectivos países en teatros de operaciones entre las fuerzas enfrentadas, con un costo elevado para cada Estado y pocas posibilidades de ganancias. En aquella ocasión, gracias al talento de dirigentes como Nehru, Nasser y Tito, la acción de los estados débiles se dirigió hacia la ruptura de la bipolaridad, mediante la conformación de un bloque – los No Alineados - amparado en el derecho internacional, sustentado por la multilateralidad que tiene como escenario la ONU. El cuadro, en este caso, tendría que dirigirse hacia la ruptura de la multipolaridad, que tuvo su vigencia, con el resultado del establecimiento del neocolonialismo, después de la derrota de la Francia napoleónica, con su legado de guerras coloniales, hasta la emergencia de la bipolaridad al fin de la II Guerra Mundial. Un objetivo que tendría como correlato la búsqueda de la democratización de la organización mundial, con la correspondiente profundización en lo relativo al establecimiento de Zonas de Paz, excluyentes de la acción de los poderes globales en pugna, incluyendo el terrorismo transnacionalizado, en los estados periféricos.
Sin embargo, no han surgido iniciativas en este campo que tiene como ideólogo fundamental a Mahatma Gandhi, con su idea de las “Repúblicas Aldeanas” que viven en paz entre sí. Realmente es un planteamiento utópico. Es irreal el planteamiento de la exclusión del poder en las relaciones internacionales. Al igual que lo es en las interacciones sociales. Lo concreto es la dialéctica civilización (racionalidad) / barbarie (primitivismo) que enfrenta la inteligencia con los instintos, el reino de la corteza cerebral con el imperio del cerebro del saurio. Una contradicción que las circunstancias inclinan en una u otra dirección a lo largo del tiempo. En la coyuntura actual pareciera que las condiciones presentes han incitado la conducta de la humanidad hacia la barbarie. Sin embargo, en este instante, cuando las corrientes dominantes han experimentado el fracaso del uso de la fuerza bruta para el logro de fines propios de la civilización, pareciera que se abren espacios para la recuperación de posiciones por parte de la racionalidad. La nueva distensión, como la anterior, le ofrece una oportunidad a las conductas lógicas. Esto, a pesar de que no ha aparecido el liderazgo que tome las banderas que dejaron los fundadores del movimiento de los No Alineados