Pasó la
celebración de la navidad, y la vida sigue. Quizá detenerse a
reflexionar sobre eso sea banal, inconducente incluso: ¿qué nos
podría reportar? Quizá sea simplemente una pérdida de tiempo. Pero
asumiendo todo ello, de todos modos puede valer la pena intentarlo.
O, al menos, yo lo intento. Tal vez si esto estuviera escrito por un
“famoso”, al menos llamaría la atención por su título, lo cual
garantizaría algunas lecturas. No siendo ese el caso, se corre el riesgo
que estas breves reflexiones estén condenadas a su olvido. De todos
modos, creo que no está de más correr ese riesgo, y si de algo sirven,
enhorabuena.
En navidad –así
nos han enseñado y se repite hasta el hartazgo– todos somos buenos,
nos amamos, nos abrazamos. Somos solidarios y benevolentes. El “espíritu
navideño” lo toca todo… ¿Alguien puede creérselo? Probablemente
haya quien sí, y más aún: haya quien lo crea convencido, de corazón.
Pero no podemos quedarnos con esa simpleza. ¿Cómo podríamos ser “buenos
y solidarios” un día, y olvidarnos de todo ello el resto del año?
Cuanto menos, eso suena a disparate. Aunque tal vez es más complejo
el asunto. ¿Por qué se instaura esa fecha? ¿Tenemos necesidad de
sentirnos bondadosos de tanto en tanto? ¿Por qué, en general, nadie
se queja de todo el show montado en torno a esta celebración y, por
el contrario, sigue la corriente, festeja y, en mayor o menor medida,
hace como que lo cree?
Si tratamos de
entender el fenómeno en términos religiosos, vamos mal. La navidad,
como celebración del nacimiento de uno de los pilares de la tradición
cristiana que marca todo el Occidente desde hace ya casi dos milenios,
hoy día se ha divorciado en forma absoluta y sin la más mínima posibilidad
de retorno de su dimensión de fe, de la espiritualidad. Las religiones
han sido, por miles de años, uno de los principales vínculos entre
los humanos, la unión que ligaba a las sociedades. Las religiones monoteístas
modernas –entre ellas el cristianismo– han servido por largos años,
además de conservar el todo social tal como sucede en cualquier sociedad
“primitiva”, a mantener las diferencias sociales de las construcciones
basadas en la propiedad privada y en la distinción de clases que desde
hace unos 10.000 años constituyen nuestra forma de relacionarnos. Por
qué existen las religiones es algo que no se agota en una explicación
simple; sin dudas son mecanismos de control social donde las clases
dominantes salen favorecidas, aprovechándose de esos dispositivos de
sujeción: “las religiones no son más que un conjunto de supersticiones
útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”, decía
justamente un religioso, Giordano Bruno, cuya descarnada sinceridad
le valió la hoguera. Explicarlas, como Voltaire, apelando a una intrínseca
estupidez de los seres humanos –“la religión existe desde que el
primer hipócrita encontró al primer imbécil”–, si bien destaca
una dimensión real de nuestra dinámica cotidiana, no termina de dar
en el blanco, porque en la génesis de las religiones no hay tanto imbecilidad
sino miedo, temor a lo desconocido, patencia de los límites.
Lo cierto es
que hoy, pisando ya la segunda década del siglo XXI, en un mundo dominado
ampliamente por una conciencia racionalista apoyada en una tecnología
cada vez más refinada y omniabarcativa (¡e igualmente depredadora!),
la religiosidad no es lo que marca el ritmo. Las religiones persisten,
y todo indica que podrán permanecer aún por mucho tiempo en la humanidad
(incluso algunas crecen, como los grupos evangélicos fundamentalistas
extendidos por toda Latinoamérica por ejemplo, más un arma de contención
social sabiamente implementada por factores de poder que religiones
en sentido estricto), pero definitivamente han perdido el peso específico
que tuvieron en otros momentos de la historia. Nuevos dioses han venido
a enseñorearse, mucho más terrenos, mucho más pedestres: la diosa
ciencia y el dios mercado. Ellos ocupan las preocupaciones y el quehacer
de los humanos modernos con una preeminencia distinta, más imperiosa
que las tradicionales divinidades en un sentido. Sus fuerzas –más
vinculadas con la cotidianeidad terrenal que con el inescrutable misterio
que rodeaba a las deidades clásicas, sea Zeus, Quetzalcóatl, Odín,
Buda, Jehová o la interminable lista de dioses que la creatividad humana
generó a lo largo de milenios– son incomparables. El respeto y veneración
a estas nuevas divinidades no es algo pomposo ni solemne como fue (es)
la adoración de los dioses clásicos (comprendido el dios de la tradición
cristiana, que aún se mantiene). Las nuevas deidades modernas están
incorporadas en el día a día de una forma práctica, sin grandilocuencia
quizá, pero con una importancia decisiva.
En este mundo
moderno regido por la conciencia científico-técnica y por los valores
de un capitalismo triunfante que ya no dejó rincón del planeta sin
abarcar (hasta en el más remoto paraje de nuestra geografía hay un
cartel publicitario de la Coca-Cola o un teléfono móvil o, si no,
está bajo la mirada de algún satélite estacional de los miles que
orbitan el globo terráqueo), festejar el cumpleaños de dios puede
tener algo de extemporáneo. Pero sin embargo se festeja. O, dicho más
correctamente, se festeja algo que se emparentó alguna vez con esa
arista religiosa, pero que al día de hoy no tiene ya sino una vinculación
muy débil, casi inexistente, con lo espiritual. Se festeja, en forma
creciente, el culto al consumo capitalista. Y la apelación a la “bondad”
del espíritu navideño queda como la invitación obligada a una descolorida
tía solterona de la que, por motivos de cortesía, no podemos olvidarnos.
Si se pregunta
a cualquier ciudadano de Occidente qué celebra en esa fecha, seguramente
se obtendrá la respuesta oficial, enseñada una y mil veces, nunca
cuestionada: el nacimiento de Jesús, el hijo de dios-padre y también
de dos humildes aldeanos –José y María– en un establo en la ciudad
medioriental de Belén, a la sazón bajo dominio del imperio romano
en aquel entonces. ¿Para qué complicarse más? Por otro lado, los
ciudadanos de a pie no son historiadores ni arqueólogos de su cultura
–¿por qué tendrían que serlo?– y esa respuesta “oficial”
alcanza. Pero como siempre, los poderes son poderes porque se basan
en el control. Y control implica manejo, manipulación, mentira disfrazada,
versiones “oficiales” de las cosas versus versiones no contadas.
La historia de Occidente, como la de cualquier sociedad de clases, es
la historia de una explotación económico-social sostenida con fuerza
(para eso están las armas y los organismos que las manejan) y con mecanismos
culturales (otra forma de forzamiento, sin dudas, sutil, pero fuerza
al fin).
La fecha del
nacimiento de Jesús es un hecho incierto. Habiéndose decidido en el
Concilio de Nicea, en el año 325, entre los poderes terrenales del
Imperio Romano, con Constantino a la cabeza, y el jefe de los cristianos,
la elevación a la categoría de divinidad a ese predicador de origen
judío, oriundo de Nazaret y creador de un movimiento político que
tenía a maltraer al imperio: el cristianismo, como una forma de neutralizar
la protesta social de ese núcleo subversivo que predicaba la igualdad
entre los seres humanos y el amor entre todos, 20 años después de
esa decisión, en el 345, se fijó arbitrariamente el 25 de diciembre
como el momento de su nacimiento, en correspondencia con las fiestas
del Saturnal romano que se llevaban a cabo el 19 de diciembre en honor
a Saturno, dios de la agricultura. Desde ese entonces, el 25 de diciembre
pasó a tener el valor de fiesta sagrada. Esto no le interesa al ciudadano
común actual, más preocupado por ver si tiene trabajo y cómo sobrevive
en el día a día, o en ver cómo paga las deudas que le ocasiona el
uso de su tarjeta de crédito. El 25 de diciembre es una fiesta más,
la más importante quizá, pero no deja de ser una fiesta, un momento
de alegría y jolgorio (las fiestas son justamente eso: la posibilidad
de romper las ataduras sociales que nos maniatan en el día a día,
la válvula de escape socialmente aceptada donde se puede dar relativa
rienda suelta a lo reprimido de ordinario). Y también, dado el marco
capitalista que todo lo envuelve, el momento de consumo por excelencia
de todo el año. ¿Nacimiento de El Mesías? Bueno, sí…, pero eso
no es lo que cuenta, no es lo importante.
El capitalismo,
que de todo hace negocio, hace ya varios siglos que viene desacralizando
el mundo, primero el europeo, donde nació, luego el de todo el planeta,
convirtiendo absolutamente todo en mercadería para la venta, para un
mercado que no tiene límites (también la educación, los sentimientos,
el sexo o los medicamentos son producto para vender. ¡¡Y eso es lo
único que cuenta!!). En ese mundo moderno que fue instaurando el sistema
capitalista, las religiones –y la cristiana en especial– fueron
perdiendo terreno. La diosa ciencia destronó a la espiritualidad clásica
y todo se transformó en objeto de estudio bajo la austera mirada científico-matemática.
Todo pasó a ser objeto para el microscopio de la nueva mentalidad que
se imponía; la religiosidad fue perdiendo su faceta mística, aunque
igual permaneció, ya no con un sitial preferencial, sabiéndose acomodar
a los nuevos tiempos (los interminables siglos de poder absoluto de
la institución que la regenteó en Europa –el Vaticano y toda su
fastuosa cohorte–, y algunos en Latinoamérica, le enseñaron a acomodarse
a todas las circunstancias). Pero hoy muy pocos pueden creerse de verdad
que un dios transformado en humano haya nacido del vientre de una mujer
virgen, aunque se trate de un analfabeto quien opine. Nuestro mundo
moderno, científico y frío calculador (tanto para las técnicas como
para los negocios) no se basa en mitos sino en otro tipo de ecuaciones.
Sin embargo, la navidad como hecho cultural sigue estando presente.
¿Por qué?
La evocación
del nacimiento del dios dominante de la cultura occidental es una buena
ocasión para hacer negocios, y eso es lo que cuenta en el mundo occidental.
Lo que no se vende en todo el año se vende para esta época, por lo
que, para la lógica del capital –que es el nuevo dios que rige el
mundo, y no sólo el de Occidente– la dimensión religiosa que puede
haber tenido el 25 de diciembre en el momento en que los poderes de
turno instauraron la celebración, no tiene mayor relevancia. La navidad
es un buen momento para vender, y punto. De ahí que, incluso en sus
íconos predominantes, todo lo religioso que puede haber tenido la evocación
del nacimiento de Jesús en cuanto deidad, ha ido desapareciendo para
dar lugar a nuevos emblemas del consumo: un Santa Klaus con los colores
del producto insignia del capitalismo dominante, el rojo y blanco de
la Coca-Cola, y una interminable apelación al super consumismo, gastando
lo que no se tiene y endeudándonos más y más –esa es la razón
de ser del sistema: consumir y seguir alimentando infinitamente el círculo,
producir para vender y seguir consumiendo… La maquinaria montada no
puede detenerse. ¡Eso es el sistema capitalista, aunque eclosione el
planeta!–. Navidad, en ese sentido, es sinónimo de regalo bien empacado.
Eso sí que es lo que cuenta.
Ahora bien: ¿por
qué esa necesidad tan machaconamente repetida de ser buenos, solidarios,
y un largo etcétera, en esta época? Eso no habla sino de nuestras
flaquezas, de nuestros límites. ¿Por qué no serlo durante todo
el año? ¿Será que nos sabemos tan “fieras”, tan poco solidarios
y competitivos que tenemos que permitirnos, al menos un día en el año,
dar vacaciones a esos impulsos sanguinarios para proclamarnos “buenos”,
desearnos paz y felicidad y darnos un abrazo? Es obvio que el mecanismo
en juego guarda mucho de hipocresía; deseamos felicidad a quien ni
siquiera conocemos y de quien no nos interesamos durante los 364 días
restantes. ¡¡Y hasta los bancos, los usureros legales, cáncer –y
al mismo tiempo punto de partida– de nuestra sociedad capitalista
planetaria, hasta ellos hacen votos de paz y amor en esas épocas a
sus mismos clientes, a aquellos a quienes si no pagan lo adeudado en
los 364 días que no son la navidad, no les tiembla la mano para embargar!!
¿Cómo es posible desear “felicidad” y sentirse “buenos” en
esta ocasión en un mundo donde las relaciones interhumanas están basadas
en la competitividad, en la lucha descarnada, en la asimetría de poderes
donde el grande se come al pequeño? ¿Será la intención de buscar
algo que se intuye por siempre perdido: la paz y la concordia? ¿Somos
realmente tan hipócritas? ¿O por el contrario necesitamos sentir que
la bondad es posible pese a tanta destructividad? ¿Es un anhelo real
de quienes convivimos día a día con la más oprobiosa injusticia y
tan lejos de la armonía?
La navidad, que
es una fecha comercial más, tal como el día de la secretaria, el día
de la madre o el de San Valentín –claro que elevada a su enésima
potencia–, y que de religioso hace ya largos años no tiene nada,
sigue siendo una ocasión para lavar la cara en un mundo donde las relaciones
humanas están basadas en la lucha por la supremacía de unos contra
otros. ¿Por qué, si no, intentar ser buenos sólo en esa fecha y olvidarse
de tanta declamación de solidaridad en los días siguientes? Lo cual
lleva a pensar en varias cosas. Al menos tres.
Por un lado,
que el mensaje político de ese carpintero judío nacido en Belén y
criado en Nazaret, predicador que recorría los desiertos de Galilea
hace 2.000 años enseñando que un rico o el emperador no valen más
que un esclavo –por lo cual fue condenado por el poder de Roma en
tanto subversivo para el imperio y la sociedad clasista en que se asentaba–,
que ese mensaje de igualdad entre todos los seres humanos … ha sido
desvirtuado por la institución que se proclamó su seguidora natural,
la iglesia católica de Roma.
O también puede
llevar a pensar en una segunda cuestión: que los seres humanos somos
intrínsecamente malos, falsos, el propio lobo sanguinario de nosotros
mismos, hipócritas sin solución y condenados a comernos los unos a
los otros, por lo que tenemos –civilización mediante– que erigir
barreras a esa competitividad de orden natural, estableciendo casi por
decreto mecanismos que nos hagan sentir menos perversos, y de ahí la
caridad por ejemplo, o ese “permiso” a nuestra maldad haciéndonos
sentir buenos y solidarios al menos una vez al año, por lo que existe
esta farsa de la navidad. Ahora bien, si alguien creyera esta segunda
opción, perfectamente podría ser un defensor irrestricto de la selección
natural, del darwinismo social… es decir: un defensor del capitalismo,
de las diferencias naturales en la repartición de poderes, y por tanto,
defensor de las instituciones religiosas oficiales que se alían con
esas injusticias. Aunque, claro está, todo esto no lo diga en público.
Pero todo lo
anterior también nos puede hacer pensar en una tercera posibilidad,
quizá más esperanzadora: si es cierto que nuestra forma de ser
actual, al menos la que predomina en el mundo –que es capitalista,
machista y patriarcal, eurocéntrico, adultocéntrico–, si es cierto
que nuestras relaciones interpersonales y como colectivo se vertebran
en torno al aprovechamiento de las diferencias, de las asimetrías –beneficiándose
algunos (las clases dominantes, los varones, los blancos, los adultos)
en desmedro de otros (el pobrerío, las mujeres, los no-blancos, los
jóvenes)–, si bien es cierto que el mundo que vemos actualmente y
que conocemos por la historia de estos últimos 10.000 años se apoya
en la diferencia de poderes, ello no significa que esas asimetrías
sean eternas, naturales e inmodificables. Lo cual puede hacer pensar
que lo que es ahora, no siempre fue así, y en un futuro puede ser distinto
a lo que es hoy. Es decir: que las diferencias de poderío pueden cambiar,
y que se puede hacer algo para que cambien (aunque en ese intento se
crucifique a quien levante la voz, como le pasó a ese predicador judío
hace alrededor de dos milenios, o le sigue pasando a quien intenta subvertir
el orden establecido).
O, si se quiere
decirlo de otro modo: que el pregonado espíritu de la navidad de solidaridad,
etc., etc., puede realmente convertirse en una norma de vida porque,
¿cómo podría ser uno tan estrecho y mezquino de ser solidario sólo
un día al año? En otros términos, si esa norma fuera posible o, en
todo caso, si pudiera funcionar como utopía, como búsqueda de un ideal
lejano pero que alienta a seguir hacia adelante, esa búsqueda de la
solidaridad y del respeto al otro, ¿no es acaso el ideario socialista,
mucho más amplio, no circunscrito a un día sino válido para todo
el año?
Ser buenos o solidarios por decreto –que es más o menos lo que se buscó en el socialismo real ya hoy desaparecido, y que por supuesto no funcionó–, amarnos porque las tradiciones así lo imponen un día al año o porque nos damos un respiro en un mundo basado en la lucha a muerte en torno a las diferencias de poder, es un imposible. El reto es construir una sociedad donde esa solidaridad pueda ser norma cotidiana. Pensar en mantener el “espíritu navideño” durante todo el año es quimérico (absolutamente imposible, ¿tontamente simplista quizá?), pero no lo es pensar en nuevos valores que no se basen en la competencia. ¿Qué otra cosa es, si no, el socialismo?