Con franqueza debo confesar que me sentí muy impactado, cuando conocí hace más de 30 años en Managua, esa hermosa frase pronunciada en su celda por el legendario revolucionario sandinista Tomás Borge, casi al borde de la muerte debido a las torturas, en momentos que un carcelero le comunicó con gran alegría que Carlos Fonseca, líder del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), había muerto en combate en el norte de Nicaragua.
Evidentemente, Tomás se refería a la gran diferencia que existe entre los miles de héroes y martires revolucionarios venezolanos y latinoamericanos como el Ché Guevara, Fabricio Ojeda, Alberto Lovera, Eliecer Gaitán, Argimiro Gabaldón, Jorge Rodríguez, Alí Gómez, Víctor Soto Rojas y Américo Silva, entre muchos otros, que dejaron sus huellas de sus sacrificios en su paso por la vida en defensa del socialismo, de los más pobres y de la humanidad entera.
Precisamente, Américo Silva, nacido en un hogar campesino, el 20 de marzo de 1933, en la aldea de Campo Alegre, cercana a Aragua de Maturín, Monagas, huérfano, desde niño, le correspondió con sus hermanos: Alberto, Juan José, Antonio, Italo y Fernando, y su querida madre Marcolina, enfrentarse a la vida para sobrevivir y no dejarse humillar por la pobreza y la profunda crisis política, económica y social del país.
El derrocamiento de la dictadura del General Marcos Pérez Jimenez, en 1958, produjo la esperanza en la mayoría de la nación, que había llegado el momento de construir una verdadera democracia y la redención social de los trabajadores y los oprimidos del campo, pero la falta de una vanguardia verdaderamente revolucionaria, permitieron que se impusieran los planes antinacionales de la oligarquía y de Washington, respaldados inicialmente por los partidos Acción Democrática y Copei y luego, por URD, con el llamado “Pacto de Punto Fijo”.
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El flaco Américo, anteriormente se había iniciado como miembro de la resistencia clandestina de Acción Democrática y fue conductor de locomotora en la compañía “Orinoco Mining Company”. Después de la dictadura, fue nombrado delegado del Instituto Agrario Nacional, que asumió con gran honestidad, así como también la defensa de los campesinos de la región especialmente en las Bocas de Río Chiquito, Caripito, en su estado natal. Muy pronto se dio cuenta de la traición a los trabajadores y por su propia iniciativa, comenzó a organizar campamentos juveniles para politizarlos y distribuir tierras, enfrentándose a los latifundistas y al partído de gobierno que anteriormente se proclamaba antifeudal y antimperialista, lo que le acarreó su primera prisión a los 25 años.
El triunfo de la revolución cubana en 1959, liderada por el Comandante Fidel Castro y la división ideológica de Acción Democrática en 1960, lo convirtió en un fervoroso militante de la llamada linea dura del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). A partir de entonces y durante 12 años, se dedicó a dirigir operaciones guerrilleras urbanas y rurales para recabar finanzas en bancos y empresas transnacionales, viajó dos veces a Cuba, regresando en la segunda oportunidad en 1967 en la llamada invasión de Machurucuto, donde con con extremado riesgo y en medio de un férreo cerco militar se incorporó al frente guerrillero “Ezequiel Zamora”. Su lamentable muerte, ocurrió el 31 de abril de 1972 en un enfrentamiento fortuito con una patrulla de la guardia nacional en la carretera San Félix-El Pao, estado Bolívar, en momentos que su familia compuesta por su esposa e hijos: Argelia, Hildemar, Italo y Mao, lo esperaban en un refugio campesino.
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