La oportunidad de conmemorar el ciclo Bicentenario de nuestra Independencia en una elipse que une las gloriosas fechas del 19 de abril de 1810 y el 5 de julio de 1811, viene de perlas para aclarar las confusiones –a veces disparates afianzados por la ligereza mediática– que por décadas han padecido sectores de nuestra población.
Todos sabemos cuán necesaria es la conciencia histórica para la conformación del espíritu nacional, necesidad que, por obvias razones, deviene vital en un acontecer revolucionario como el que aquí se desarrolla. Nada más debemos observar cómo la historia es, en manos del líder del proceso, el más formidable instrumento para educar al pueblo, para mostrarle, con los fuegos y relámpagos de los grandes hechos y con el entramado social que los incuba y produce, el magnífico potencial que en su seno anida, la fibra moral que lo constituye, la probada capacidad que posee para superar adversidades y construir nuevos mundos. Y es inherente al conocimiento de cualquier suceso memorable la precisión con la cual se lo perciba e identifique, pues las confusiones oscurecen o desvirtúan su significado.
No se trata, por supuesto, del saber especializado del historiador, sino del elemental correspondiente a todo ciudadano y que la escuela primaria debe suministrar sin falta (y unos órganos de información responsables consolidar), o cuyo signo en caso de participante o de testigo debiera interpretar uno con aproximada exactitud. Sin embargo, por lo general no ocurre así. Verbigracia, antes que el Presidente propusiera “golpe y revolución” véase la indeterminación de los medios bolivarianos para referirse a los acontecimientos de abril de 2002.
Sobre el 5 de julio se presenta una confusión que debió ser aclarada hace tiempo mediante una adecuada campaña educativa. Suelen decir los medios, y por supuesto mucha gente persuadida por ellos, que ese día se rememora “la firma del acta”. El equívoco proviene del famoso cuadro de Martín Tovar y Tovar, quien intentó reflejar la trascendental fecha imaginando la acción de la firma. (Juan Lovera, testigo presencial, pintó uno que permite la duda). Ese día es el mayor de la nacionalidad porque en él acaeció la proclamación o declaración de la Independencia, se validó jurídicamente por el primer Congreso o Congreso constituyente la decisión de no seguir siendo colonia del reino de España, se cortó el estado de ambivalencia que algunos deseaban mantener y se afirmó la voluntad de ser a partir de entonces república soberana, con capacidad de autodeterminación y autogobierno. La firma del acta de lo ocurrido ese día se produjo posteriormente, y es, claro está, un episodio secundario.
Sobre el 19 de abril ha habido otras calificaciones inadecuadas, esparcidas también por la “gran prensa”, tales como “Día de la firma de la Independencia” (evidente duplicación del disparate), o “del primer paso” hacia ella. Incluso hay una afortunada –pues la sostienen voces intelectuales eminentes– que a mí, por escaso que sea mi bagaje, me desentona: la de “Día del inicio”. Esta denominación y aun la anterior se acercan a la naturaleza del suceso, pero opino, más por viejo que por diablo, que todavía carecen de rigor. La primera, porque en esa acción se mantiene el cordón umbilical con la monarquía y el verdadero día de inicio de la Independencia, ya sin reatas ultramarinas, es el 5 de julio, por lo cual aplicar ese título al 19 de abril es contribuir a mantener el otro error. La segunda, ¿y todos los levantamientos, insurrecciones y movimientos que marcaron el siglo XVIII y los comienzos del XIX con caracteres ígneos no fueron pasos hacia la Independencia? Hasta en el siglo XVI aparece Miguel de Buría, con sueños de rey africano, al frente de mesnadas de negros e indígenas contra el régimen español. Las revueltas de Andresote (1730), San Felipe (1741), El Tocuyo (1744) y Panaquire (1749 y 1751, con Juan Francisco de León, contra la Compañía Guipuzcoana); la de los comuneros en los Andes (1781); las egregias de José Leonardo Chirino (1795), Gual y España (1797) y el gran Miranda (1806); la de “los mantuanos” (1808), y la “de la Casa de la Misericordia”, abortada el 2 de abril de 1810 (causante del confinamiento de Bolívar, entre otros, inhabilitándolo para el 19), ¿no fueron pasos hacia la Independencia?
El 19 de abril se siembra la Primera República, la cual nacerá jurídica y formalmente el 5 de julio. Lo primordial es que surge de aquel acto un primer gobierno de criollos, de tinte moderado, condescendiente con la derecha patricia, la “Junta Suprema Conservadora de los derechos de Fernando VII”, que fue adoptando cautelosamente (llegó a expulsar al cabeza caliente José Félix Ribas) decisiones políticas, diplomáticas y militares y convocó el Congreso constituyente (al cual aguijaría insistente la Sociedad Patriótica). Es sin duda una fecha magna, y por ello el Libertador diría más tarde: “el 19 de abril nació Colombia”. ¿Pero cuál es la diferencia esencial? Que en esta ocasión se triunfó y preparó la escena para la decisión definitiva, mientras los demás intentos culminaron en derrota. Entonces, el 19 de abril es el “Día precursor de la Independencia”, o “Día del primer paso triunfal” hacia ella, o “del primer Gobierno criollo o de criollos”, o “del primer Gobierno autónomo”. A mi juicio, así, o en alguna otra forma que destaque esos rasgos, debería denominarse. Pero examinemos un poco más el trasfondo de los hechos.
Lo ocurrido aquel Jueves Santo en el recinto de la hoy llamada Casa Amarilla fue resultado de una transacción en el hervidero de la lucha de clases. Había, por un lado, la apetencia libertaria de los esclavos; la resistencia latente de los indígenas; la sed reivindicativa de los pardos; el descontento de los “blancos de orilla”, y la clase blanca dominante dividida en varios segmentos: el sector peninsular que gobernaba en nombre del rey, el patriciado criollo dueño de las plantaciones y los principales instrumentos de producción, una parte de la juventud patricia inficionada de revolución y literatura subversiva ante los acontecimientos que estremecían Norteamérica, Europa y hasta el cercano Haití (de modo que en los sucesos comentados, según Ramón Díaz Sánchez, “los hijos engañaban a los padres y los padres engañaban a los hijos”), y el clero, que montaba a su vez todos los caballos.
Las diversas insurrecciones arriba mencionadas son reflejos de esa composición social, pero la lucha estrictamente clasista se moldeaba dentro de las condiciones de un país colonizado. De modo que cuando la idea republicana y patriótica empieza a caminar, prende de manera distinta en los de arriba y apenas se desliza entre los de abajo. Para los blancos peninsulares seglares y eclesiásticos era el anatema, el equivalente de una amenaza de “terrorismo” según los términos de hoy; los patricios empezaron a considerarla con temor, pues no querían nada que turbara su dominio clasista y apenas aspiraban a una autonomía con mayor poder político y bien garantizada por la Corona, de suerte que enfrentaban a los precursores y detestaban a Miranda; los jóvenes patricios rebeldes la abrazaron con fervor; entre los de abajo empezaron a gestarse alianzas que fundían lo nacional y lo social y enfrentaban al conjunto de las clases dominantes, como la radical propuesta de Manuel Gual, José María España, Samuel Robinson y Juan Bautista Picornell; para los afros y los indígenas significaba nada o poco, pues su enemigo era el que directamente los explotaba, por lo cual al desencadenarse la lucha armada ellos y buena parte de los pardos estarían del lado de los españoles, dando al conflicto visos de guerra civil, hasta cuando bajo el caudillaje de Páez se produce su vuelco de conciencia, y Bolívar, ya elevado por encima de su clase, asume el tema social, logra la unidad en torno a la bandera nacional y se enrumba hacia la victoria.
Entonces, el acto de abril, que debemos admitir como revolucionario, surge de esa cocción. Lo que precipita los acontecimientos es la invasión napoleónica de España. Mientras existe la Junta Central Suprema constituida en Sevilla los patricios exigen la fidelidad al rey. Cuando ésta se disuelve y se instaura el Consejo de Regencia, ellos ven que ya el régimen vigente no puede garantizar el statu quo y dan pasos hacia el desprendimiento, pero manteniendo los lazos como un seguro (según su esperanza) contra la subversión amenazante. Así, en la acción del 19 los jóvenes revolucionarios les toman la parada, y logran el acuerdo de invitar al Cabildo a otros de los suyos, en calidad de diputados “del clero y del pueblo” (Madariaga y Francisco J. Rivas), “del pueblo” (Roscio y Félix Sosa) y “de los pardos” (José Félix Ribas). Consiguen una mayoría que decide, pero se aguantan para no correr a sus mayores. La Junta Conservadora que se crea da bandazos; por ejemplo, instaura la igualdad legal, pero consagra la desigualdad real mediante elecciones censitarias, y envía meses más tarde, como ya dije, a José Félix Ribas al exilio por su radicalismo. Pero la presión de los jóvenes agrupados en la Sociedad Patriótica llevará al fin al desenlace del 5 de julio. La gesta del 19 de abril fue la precursora de esto, y tuvo repercusión continental. Lamentablemente, tras los grandes combates y la inmortal impronta del Libertador, los patricios lograrían su sueño de implantar la “tiranía doméstica”. Hasta el advenir de la Revolución Bolivariana.
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