En países como Venezuela sigue en pie el hábito de convertir el servicio medicosistencial en una mercancía sólo para solventes, sólo para usuarios con suficiente poder adquisitivo, y mucho mejor si es con dinero contante y sonante.
No otra actitud puede esperarse dentro de sociedades donde impera la tenencia de dinero para poder satisfacer cada una de nuestras necesidades, incluyendo la referente a la salud, y esta comprende la vida prenatal, natal y posnatal.
Además, y como consecuencia de ese requisito dinerario, en nuestras sociedades no basta ganar un salario a cambio de nuestro trabajo, sino que en ellas priva la más diversa e injustificada gama de salarios con los que se mantiene una clara y oprobiosa división social de los trabajadores, a pesar de que no es posible realizar ninguna labor dirigida a la prestación de ningún servicio ni a la producción de ningún otro bien donde inevitablemente no esté presente un equipo de trabajadores cuyas funciones obligatorias y técnicamente reservadas a cada uno de ellos resulten rigurosamente complementarias e imprescindibles para que ese equipo dé buenos frutos[1].
Seguimos viendo cómo no son atendidos con celeridad muchos casos de emergencia, ante las insalvables trabas administrativas en los portones de las clínicas, mientras el paciente, por ejemplo, se desangra o atraviesa crisis con síndromes donde el tiempo horario resulta vital. La apendicitis aguda y el infarto, sirven de excelentes e incuestionables casos graves de desatención médica.
Efectivamente, desde hace siglos hemos estado preparando a profesionales de la Medicina que egresan listos para convertirse en vendedores de su propia mercancía, es decir, la de sus servicios, pero no sólo a precios regulados por nadie, sino al precio que el gremio formado por ellos, cual oligopolio comercial, así lo determine.
Para nadie es un secreto que los médicos venezolanos, por ejemplo, son creados a imagen de su sus profesores, personas en su mayoría lucen muy infatuados, tanto que hasta han llegado a negar que son trabajadores de la clínica A o B, porque sencillamente no se hallan en una lista o nómina como tales, porque nadie les regula su entrada o salida del su consultorio, porque son sus propios patronos, sus vendedores directos cual artesano con taller propio.
Y hay más, desde hace varias décadas, desde que la Farmacopea controla los inventarios de los expendios de medicinas, desde que ahora todas o casi 100% de ellas son patentadas por tal o cual fábrica de remedios envasados, ampollados, en pastillas, en granulados, en líquidos, en cápsulas, desde entonces, decimos, ahora necesariamente se han convertidos en promotores gratuitos de cuanto laboratorio les regale unas muestras médicas que posiblemente ni siquiera hayan sido evaluadas por el ministerio de sanidad[2]. Les basta saber que proceden de una firma acreditada para dar por buenos todos esos fármacos que ciegamente recomienda, cual conejillo indirecto de indias, a cuanto paciente de su especialidad lo requiera, según lo dicen las indicaciones comerciales presentes en el empaque de tal o cual medicina.
Luego, a estos sofisticados, necesarios y respetables comerciantes de la Medicina, sólo les falta el registro de comercio, porque el registro de su Título expedido por alguna universidad no dice que cobren por sus servicios, sólo les permite ejercer como médico y los deja en plena libertad para tal ejercicio, pero se hallan al margen de la ley, y en este sentido las alcaldías tendrían aquí un buen filón impositivo[3].
[1] Véase mi trabajo: PRAXIS de El Capital. marmacster@gmail.com
[2] Hasta donde sabemos, no se ve ninguna Gaceta Oficial que publique dichas autorizaciones; no vemos ningún letrero en ninguna clínica que así lo indique. Nos confiamos en que son patentados porque así lo dice el rótulo correspondiente.
[3] Creemos que las clínicas y hospitales privados sí tienen registros comerciales, como compañías anónimas o similares.