Desde los tiempos fronterizos con la feudalidad europea, cuando se consolidaron los primeros Estados burgueses, el gran filósofo, estadista y literato Juan Jacobo Rousseau, uno de los motores con mayor caballaje dinámico de la Revolución burguesa Francesa, introdujo eficazmente la idea contractual del Estado al servicio de todos los *ciudadanos*, por cierto, con borradura absoluta del tratamiento socioeconómico *campesino*.
Para ese pensador, los pobres y campesinos trabajadores (tratamiento omitido en las Constituciones actuales) legalmente deberían tener parte o participar con algo en la riqueza creada por aquellos (hoy asalariados) riqueza que desde tiempo atrás ha estado monopólica y clasistamente en pocas manos, ayer adulones aristocráticos de reyes, reyezuelos y emperadores, y desde entonces adulones y tartufos de presidentes de las modernas repúblicas americanas.
Se crearon entonces las archiconocidas instituciones públicas, organismos cuyos objetivos serían la prestación de caridad pública, y de servicios teóricamente gratis de variada naturaleza y de tercera calidad, toda un bella y romántica idea democrática que terminó con la instauración del corrupto aparataje burocrático que conocemos.
Porque con horror seguimos viendo que la participación del ciudadano pobre y del campesino ha quedado reducida a seguir reciclando, mediante el *famoso derecho al voto*, la misma carga burocrática de falaces mandatarios e inservibles burócratas con distinto grado de indolencia y marcada incompetencia técnica y servicial.
En paralelo, la propiedad privada, los ciudadanos con mayor poder dinerario y capitalistas en general empezaron a ver con desprecio la funcionalidad pública, y optaron por controlar el Estado para que este minimizara costos de mantenimiento, y con ellos reducir su carga tributaria, un eficaz y severo control para recibir de este Estado burgués los mejores contratos, y valerse de empresas privadas de primera calidad para la cobertura de sus particulares necesidades individuales y colectivas, en una clara conservación y continuismo de la distinción entre ricos y pobres. Tal es el Estado que sigue caracterizando la Venezuela del estos tiempos.
Pero lo que mejor evidencia la falencia de las instituciones públicas, de educación, sanidad, seguridad laboral y de tránsito, de recreación y asistencia jurídica, es precisamente el lamentable hecho de que sólo los poderosos y quienes dispongan de alto poder adquisitivo, o sacrifiquen buena parte de la satisfacción de necesidades personales, pueden recibir tales servicios *públicos:: La matraca, el soborno, la venalidad, el chantaje, el cohecho, la burla, la indolencia, la ineficacia, la prevaricación, y, en fin, toda esa gama de pésimos y corruptos servicios que irrefragablemente imperan en toda la Administración Pública venezolana, con las rarísimas e inestables excepciones de funcionarios honestos e incorruptibles de *antipática* y mal acogida conducta política.