Generalmente, a la corrupción administrativa se le ve como un defecto organizacional, no como un problema sociológico; por lo que se piensa que su control depende más de la aplicación del rigor de las leyes que de una promoción reiterada y de una formación sólida de valores. La acción, la omisión y la instigación contenidas en este problema suelen verse como decisiones particulares y no como algo consustancial al modo en que está concebido y organizado el modelo civilizatorio en que vivimos. La corrupción administrativa constituye, ciertamente, un cáncer que corroe los cimientos morales y éticos sobre los que debiera erigirse toda sociedad democrática, por lo que su combate y su erradicación debiera contar con la participación de todo ciudadano; no dejando que sean los mismos representantes del Estado quienes determinen el grado de culpabilidad o de "inocencia" de algún corrupto y, por complicidad, soborno o solidaridad político-partidista, acaben por exonerarlo, burlándose de la ley y de la buena fe de todos. Como efecto de esto último, la población, incrédula, decidirá no confiar en quienes están al frente de las mismas, envolviéndose en la inercia o la anomia más absoluta.
La guerra contra la corrupción tiene, entonces, que ser enfocada desde diversos puntos de vista; tanto por quienes militan en el chavismo como por aquellos que lo adversan, cuestionando por igual, sin distinción, a todos los actores involucrados. Su desnormalización y criminalización debe formar parte activa de la práctica de la democracia participativa y protagónica por parte del pueblo organizado y consciente. No puede concebirse, por consiguiente, como un mal necesario para que funcionen, de alguna manera, la economía o el Estado; lo que le daría una aura de legitimidad que acabará por disolver todo concepto de democracia y de convivencia social. De creerlo así, quienes dirigen el Estado estarán minando la confianza popular que aún puedan merecer. En especial, si aspiran obtener una mayoría de votos en las próximas elecciones.
La eficacia de las leyes y las acciones anticorrupción (prevención, detección, denuncia, investigación y enjuiciamiento) dependerán en gran parte de la disposición de la dirigencia del chavismo y de los entes estatales para acabar o, al menos, reducir -estructural e integralmente- su influencia nefasta en el comportamiento general de la sociedad. Es preciso que sus acciones tiendan a fortalecer los valores morales y éticos entre la ciudadanía y fomentar, al mismo tiempo, la cultura de la legalidad entre los funcionarios o servidores públicos como requisito fundamental e indispensable para optar a cualquier cargo que se aspire.
Como es natural, la mayoría de los ciudadanos esperan que sus gobernantes y burócratas cumplan con una gestión donde se destaquen la honestidad, la transparencia, la participación, la eficiencia, la eficacia, la legalidad, la rendición de cuentas y la responsabilidad personal. No es nada casual que se perciba a la ética pública y la moral administrativa como elementos íntimamente relacionados con los principios que deben impregnar todo régimen democrático que se precie de serlo. Más aún cuando se habla de revolución y socialismo, dos palabras que deben significar la máxima categoría que pudiera alcanzar toda persona que deseé cambiar estructuralmente el tipo de sociedad en que vive. Vista en un mayor contexto, la corrupción tendría que calificarse como una acción violatoria de los derechos humanos, ya que sus consecuencias abarcan algo más que el ámbito administrativo del Estado y afectan a la población cuando este mismo Estado no funciona correctamente y la abandona, prácticamente, a su suerte, lo que incidirá en una cada vez más creciente descomposición social y relajamiento del ordenamiento jurídico existente; impidiendo, de paso, el desarrollo social. De ahí que le sea necesario entender al chavismo la magnitud del daño producido por la corrupción de algunos de sus militantes. Sobre todo, cuando su génesis está enlazada al descontento del pueblo venezolano ante la diversidad de desmanes cometidos por los gobernantes del viejo régimen puntofijista. Si ello no ocurre, por creer (igual que adecos y copeyanos en el pasado) que destapar y sancionar más delitos de corrupción dañará la imagen del gobierno y, por consiguiente, del chavismo, restándole apoyo electoral en el futuro, no será difícil vaticinar que la corrupción, antes que el imperialismo gringo y la derecha extremista, acabará con el chavismo y, subsecuentemente, con la esperanza popular en una Venezuela de nuevo tipo.