El “Samán”, por cuestiones de especie, siempre había sido grande y frondoso. En nuestro patio sobresalía por encima de los demás árboles, pese a que había uno que otro alto. Entre él y estos pocos arropaban a los demás; tanto que en una visión panorámica éstos parecían como esmirriados o mejor no se les veía. Pero en los últimos días que estuvo plantado en el sitio de donde le arrancaron, había crecido mucho más, tanto que algunos llegaron a verle como una amenaza; que les tapase el sol, cayese encima y les espaturrase o él sólo consumiese mucha savia de la tierra aledaña.
Había allí, en ese espacio, grande, muy grande o muy pequeño, según la visión que se tenga, arbustos pequeñitos, hasta sin raíces para sustentarse, que uno les veía como unos gallitos con el cuellito levantado, pero cansado, esperando una horqueta. Y se quedaron, no les arrancaron, con sus cabecitas asomadas, pero apoyadas, como si todo estuviese viento en popa.
Dijeron, los más deslenguados, hasta integrantes del poder constituido, que esos arbustos y sus cuidadosos jardineros eran la derecha endógena. La que quita, pone y hasta marca el ritmo de la marcha. Lo que uno no entiende es de dónde sacan la voluntad y fortaleza para hacer todo de lo que se les acusa, hasta de cortar árboles cuyas ramas prodigan tanta sombra y generan todos los días nuevas esperanzas. Y es más, siendo arbolitos que requieren apoyo ajeno para mantenerse en pie y para lo que se les riega equilibradamente y suministra suficiente abono y todos los cuidados.
Ya nos habíamos acostumbrados a la sombra agradable y refrescante del Samán. Cuando lo cortaron, como de un solo hachazo, que en verdad no fue de esa manera, y además clandestino, pues casi nadie pudo presenciar el ecocidio, no se dio explicación alguna, por lo qué como sucede siempre en estos casos, cada quien con posterioridad, tras la densa cortina de silencio, comenzó a difundir la suya.
La propia víctima, para calmar a quienes lamentaron su inesperada desaparición, tirón despiadado o trasplante, pidió tranquilidad y sosiego, pues se le designaría a una misión que sugirió como muy delicada y hasta excesivamente discreta. Advirtió pues que no lo hicieron ni lo hiciesen leña. Por su tamaño, casi como si fuese jugador de baloncesto o “varilla de puyar loco”, no parece apropiado para andar por allí en plan de agente especial o tarea clandestina. Pues ese “Samán”, es distinto a todas luces a los tantos arbolitos que abundan en el espacio donde estuvo y suelen plantar en calles y avenidas.
Asumió, uno supone que por voluntad suya o disciplina, un silencio profundo y hasta se abstuvo de caer en cualquiera tentación, por aquello de los más altos fines a los cuales estaba destinado. Nadie le escucha, ni siquiera el susurro de sus frondosas ramas agitadas por los vientos que anuncian la entrada de las lluvias ante el retroceso del “Niño”. Es posible, y ojalá así sea, esté ocupado en las tareas anunciadas con sigilo.
Pero uno lamenta que la sombra, seguridad y entusiasmo que su presencia y agitar de ramas prodigaban, hayan desaparecido. Los demonios que aventaba, los brujos y brujos que barría con sus ramas, los aquelarres que dispersaba, han vuelto con fuerzas y bríos nuevos.
Pareciera que donde estuvo plantado ahora hay como un peladero, espacio abierto y descuidado donde tránsfugas, mercachifles, agiotistas, acaparadores, se desplazan como perro por su casa.
La situación aquella que obligó a que le plantasen para que sus ramas barrieran la basura y nos dieran sombra refrescante y sensación de estar mejor acompañados, ha retornado.
Las campañas que llevaban sus ramas a entrar en cada sitio donde se intentase algún desafío y hasta abuso - uno podía verlo aquí y allá, en esta ciudad o aquella lejana - se terminaron. Los creadores de inseguridad y orfandad, ahora parecieran haber vuelto por sus fueros
¡Y se han dicho tantas cosas!
Como que al intentar espantar con sus ramas a un infractor, uno que metía gato por liebre, se tropezó con franceses, entre los cuales siempre hubo buenos piratas de parche en ojo y pata de palo.
“Oui, Oui, monsier, tiene razón pero va para la cárcel”, que le dijeron los galos exitosos.
Y en efecto, preso no fue pero si lo sacaron. Y agregaron, bien asesorados por sus panas, “tanto va el cántaro al agua hasta que se rompe”. En nuestro caso, tanto agitó y creció nuestro generoso “Samán”, que sus raíces, muy mal alimentadas o quizás roídas, sin que se llegase a enterar, no aguantaron el tirón sorpresivo. Le cortaron las patas.
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