Han transcurrido los años y arrastramos una vieja tradición de la cual no hemos querido desprendernos, muy a pesar de los cambios que experimenta nuestro país y en especial los pueblos o ciudades del interior de Venezuela, donde nos ha tocado vivir.
Desde la época de mi niñez por allá en los andes, la magia del último mes del año nos envolvía y nos transportaba a través de los ecos de nuestra escuela primaria, a los cantos de aguinaldos y villancicos, como una obligación de una educación integral.
A la par de las aulas de clase en una Escuela Parroquial de La Grita, para cumplir con el programa escolar estaban los ensayos y los cantos aprendidos de la voz de unas misioneras españolas, quienes acompañadas por el acordeón de un célebre maestro colombiano, Cristo Antonio González, nos enseñaron además del “Gloria al Bravo Pueblo”, las notas del himno del Táchira: “Las glorias de la Patria, sus fueros de Nación, unidos defendamos con ínclito valor”.
Era el mes de los pesebres, las misas de aguinaldos, los patines y patinetas, los coros en la iglesia, los paseos de la banda por el pueblo y las parrandas de casa en casa, con conjuntos gaiteros que recreaban nuestra infancia bajo la influencia de la gaita zuliana, que nos llegaba a través de las emisoras radiales como “Ecos del Torbes”, en íconos navideños como “Las Estrellas del Zulia”, “Los Cardenales del Éxito” o “Rincón Morales”.
En nuestra casa - como parte de la tradición - el olor a pintura se expandía por todos lados, sin olvidar el color “verde laguna” para las paredes y que todos los años acompañado de “blanco, blanco” para el techo, compraba Higinio religiosamente; mientras Eloisa nos colocaba las ovejitas, las casitas, la mula y el buey, la Virgen y San José, los Reyes Magos y el niño Jesús, junto al musgo y las cementeras para adornar el pesebre.
En la parte alta de la casa, mi papá sin olvidar la vieja tradición campesina, había construido un fogón de leña, para colocar allí la vieja olla ennegrecida que finalizado el proceso de las hallacas, con garbanzos, se cocinarían para el 24 y el 31 de diciembre.
Pasados los años, en nuestro peregrinar por las diferentes regiones de Venezuela, gracias a nuestra labor en la industria petrolera, nos compenetraríamos con la tradición navideña y degustaríamos las hallacas del Zulia, de Barinas, de Monagas y las caraqueñas, con su toque especial en la masa y en el guiso que marcarían su diferencia.
En este año que finaliza, al borde de La Pascua de Navidad y la proximidad del Año Nuevo, hemos recordado la tradición de la hallaca como un símbolo de la cultura culinaria venezolana que no podemos olvidar.
Cada región tiene su nombre, pero en cada una de ellas la hallaca sigue manteniendo su identidad, así como para cada una de las regiones de Venezuela, está su cantadito y el acento que diferencia a los andinos, de los zulianos, los larenses, los falconianos, los llaneros, los centrales, los orientales, los margariteños y a los guayaneses.
El origen de la hallaca es atribuido, en algunos casos, a los indígenas o aborígenes, quienes hacían un bojote de maíz relleno con la carne de la caza y llamaban “hallaco”; aunque luego, los negros africanos en las haciendas mirandinas, mezclarían lo indígena con ingredientes españoles.
A las hallacas les echarían, junto al guiso de ají, cebollín, pimentón, ajo, cochino y gallina; el acompañante de las pasas, aceitunas, alcaparras y almendras como relleno a la masa de maíz, envuelta en hojas de plátano.
Los poetas no cesaron de cantarle a la hallaca y el más florido, Aquiles Nazoa hizo un “Elogio informal a la Hallaca”:
¡Oh divinas hallacas, aunque os tenga más de uno por dañinas, yo os quiero porque habláis de una Caracas de la que ya no quedan ni las ruinas!
Algunos atrevidos historiadores y cronistas fueron más ligeros y encontraron una simple e ingeniosa interpretación a la hallaca. Los eruditos en gastronomía explicaron que la palabra se origina de la simbiosis de los vocablos allá y de acá, es decir, de allá; las aceitunas, alcaparras, pasitas y almendras y de acá; el maíz, el guaral, las hojas de plátano y el achote u onoto para colorear la masa.
El asunto se torna interesante. En estas navidades, muy lejos de las hallacas de mi mamá Eloisa, en los andes, con sus garbanzos y olor a fogón y a leña, me comí unas exquisitas hallacas.
Nunca pensé que en realidad la cultura oriental de los chinos se mezclaría con la otra mezcla legendaria del “sincretismo culinario” latinoamericano como la hallaca. Nos comimos en Maturín unas hallacas tipo gourmet, ¡exquisitas!, con guiso vegetariano chino-taiwanés y en masa de maíz, envueltas en hojas de plátano con igual textura y el sabor indiscutible de la hallaca.
De allá (Taiwán) el guiso vegetariano y de acá, la masa de maíz y la envoltura de hojas de plátano. Los tiempos cambian y las hallacas también. ¡Enhorabuena por las hallacas chinas!...
¡Amanecerá y veremos!