Confieso que mi primera reacción ante las declaraciones del flamante nuevo ministro de Cultura, de que se “enfrentará a la transculturación”, fue la propia del profesor o maestro de escuela antipático: corregir el mal uso del término, ponderar la falta de lecturas básicas en muchos (demasiados) altos funcionarios del gobierno, la funesta combinación de esta orgullosa ignorancia con el desprecio grosero hacia los intelectuales en general, por parte de los políticos dirigentes, desde aquel sonoro descalificativo del canciller Maduro “habladores de paja”. Luego reconsideré mi actitud. Sobre todo cuando me enteré de que el presidente destinará una importante suma para la realización de una serie de película sobre nuestra guerra de independencia. Vale este artículo para explicar mi posición.
“Transculturación” es un término proveniente de la antropología. Quien lo ideó, el antropólogo cubano Fernando Ortiz, lo propuso como sustitutiva de otro concepto, “aculturación”, que se refería a la sustitución de una cultura e imposición violenta de otra. Ortiz explicaba que más bien ocurría una transformación de la cultura “receptora” al incorporar elementos de otras culturas que, al entrar en el metabolismo de la primera, cambiaba su significación y función. Se entiende, entonces, que no hay cultura pura, que todas las culturas son transculturadas, por cuanto la historia de la Humanidad es, entre otras cosas, la historia de los intercambios, oposiciones, encuentros, conflictos, entre culturas. El cristianismo, por ejemplo, es resultado de una transculturación de las culturas griegas, egipcia, judía, romana, etc.
Un ministro de la Cultura que se proponga, como programa de gestión, “combatir la transculturación”, se consigue en una situación paradójica, para no decir irrisoria: la declaración la tuvo que hacer en un idioma transculturado, el castellano o español, lo hizo en calidad de ministro, o sea, de una concepción del estado y del gobierno que es también transculturado; divulgó su propósito por medios de una tecnología también transculturada. Más adelante en la nota de prensa, el ministro Chávez explica lo que se propone, y nos encontramos con otra situación un tanto curiosa: su programa es el mismo que planteó Juan Liscano allá, en 1945, cuando organizó un gran evento en el Nuevo Circo de Caracas, donde un público caraqueño asombrado, tuvo su primer contacto sistemático con las tradiciones culturales del “interior” del país que, como se sabe, para los caraqueños de entonces (y de ahora, sobre todo los del este) es sólo “monte y culebra”. Eso de “recuperar las tradiciones populares más genuinas” no es más que el tradicional y viejo folklorismo de los 50. De pronto, Luís Felipe ramón y Rivera, que escribió muchísimos manuales de folklore nacional, junto a su mujer Isabel Aretz, se convertían en la vanguardia de la política cultural de este país.
El filósofo español Savater comentó una vez que la pedantería es una deformación laboral del académico. El maestro no pierde ocasión de corregir los “horrores” ortogr5áficos o la manera de hablar del alumno, muy metido en la manera de expresarse de la calle, y que no ha sido debidamente disciplinado en las maneras de la escuela. Esa “violencia simbólica” del maestro puede despertar no pocos resentimientos, que, tal vez, se expresan mucho más tarde, cuando el alumno crece y se convierte en poderoso burócrata arrogante y hasta presidente poderoso, victorioso en todas las batallas..
Pero esa actitud antipática del maestro o académico no explica ni justifica, la violencia simbólica contra los intelectuales por parte del político práctico, del burócrata satisfecho de sí mismo y su nueva posición, mucho menos del político que llega a un cargo como resultado de un reparto entre distintas tribus de alacranes.
El leninismo, con su “ideología introducida desde fuera de la clase” y su “partido de disciplina férrea”, tal vez no sea sino una elaboración o generalización abusiva de la experiencia de unos intelectuales, Marx y Engels, en el seno de una organización obrera, donde los trabajadores tal vez no habían podido tantos libros como los autores del Capital y otras delicias bibliográficas, y necesitaban tener una teoría de su explotación. Con esto quiero decir, que los intelectuales siempre son necesarios para cualquier movimiento político. La cuestión es que Marx, Engels, y sobre todo, el propio Lenin, siempre intentaron combinar su rol de dirigentes políticos con el de pen sadores, o sea, itnelectuales, cuestión nada fácil, en realidad.
El desprecio hacia los intelectuales explica la actitud un tanto adulante, justificadora, condescendiente, es decir, el rol de “ideólogos” en el peor sentido de la palabra (es decir, excusadores, justificadores, alcahuetes) de algunos intelectuales que pagan el precio de sus discursos apologéticos, a cambio de su supervivencia y la posibilidad de hacer tímidas críticas, en formas muy indirectas de decirles a sus jefes: “Cónchale, jefe, creo que están pelando”.
Demás está decir que la arrogancia del burócrata ignorante es muy mal ejemplo. Prefiero un maestro que corrija mi manera de escribir, que un funcionario que escriba un artículo adulante con aires de épica histórica. En todo caso, aplaudo la decisión de invertir en el cine nacional, así sea reproduciendo la ideología de “Venezuela heroica”, porque es un pasito en la línea cultural que debiera haber: estimular con todas las fuerzas las industrias culturales nacionales: cine, TV, radio, música, teatro, etc.