Bolívar en su niñez y adolescencia

Al momento de verter el agua bendita sobre la cabecita descubierta del bebé Bolívar, su padrino, el Presbítero Juan Félix Jerez Aristeguieta y Bolívar, quiso darle como nombre Simón, en honor a Simón el apóstol y predicador en Egipto y Etiopía. Fue un acto de premonición para quien se convertiría en el Mesías americano. El cortejo sale de la Catedral, precedido por un acólito que agita una campanilla. Desde la Plaza Mayor se oyen los gritos de alegría: "Que vivan los padrinos, y larga vida para el ahijado" Como era la costumbre, el padrino lanza puñados de monedas a la plebe que se pelea por recogerlas. Mientras un repique alborozado de campanas anuncia la celebración. Luego, la negra Hipólita se dedica por completo al cuidado del bebé Bolívar. Ella lo alimentará, bañará, vestirá, le enseñará sus primeras palabras y con ella dará sus primeros pasos. Hipólita criará al niño Bolívar como si fuera su propio hijo. Fue todo un afecto de madre, que el propio Libertador reconocerá años después: "Mi querida hermana María Antonia, te mando una carta de mi madre Hipólita, para que le des todo lo que ella quiere, para que hagas por ella como si fuera tu madre, su leche ha alimentado mi vida y no he conocido otro padre que ella" Al caer la tarde, terminado el trabajo del campo, Matea lleva a Bolívar al repartimiento o patio de los esclavos. Allí bajo el propio cielo mientras cae la noche, él oye cuentos de miedo con duendes y fuegos fatuos, que narra algún viejo negro para entretener a sus compañeros de infortunio. Los cuentos tienen casi siempre como tema los horribles crímenes del tirano Aguirre, el conquistador rebelde y bandido, cuya alma en pena vaga todavía en forma de lucecita que se apaga y se enciende mucho más grande que los cocuyos. Es una luz que camina. A veces aparece en la llanura, otras veces se sube a la copa de un árbol inmenso que se ve desde el corredor de la hacienda allá a lo lejos y que se llama el Samán de Güere. Treinta años más tarde bajo la copa del mismo Samán legendario, Bolívar debió acampar con su ejército en una noche histórica, donde recordará a sus oficiales la historia que oyó en su infancia sobre el alma en pena del conquistador muerto en pecado, bajo ese mismo samán.

El tiempo transcurría y la salud de su madre María Concepción no mejoraba, por el contrario, la tos se hacía cada vez más frecuente, como resultado de la tuberculosis, que como una maldición, empañó la felicidad de los Bolívar, y como se sabe, llevará a la tumba al Libertador, mientras tanto, la negra esclava suministraba la leche materna que lo alimentaba rozagantemente. El niño Simón era fantasioso, extrovertido, alegre y juguetón. Por ser el menor de la casa, era el consentido de los esclavos, con los cuales compartía muchas horas del día. Ese acercamiento con la esclavitud, sembró en él ese sentimiento de afinidad, justicia, solidaridad e igualdad entre los hombres, por el cual vivió y lucho hasta la muerte. Desde tempranas horas de la mañana, el niño Simón atormentaba a todos los presentes, recorriendo los largos pasillos coloniales con su caballo improvisado en una escoba de espiga de trigo, y una corta espada de madera que le fabricó un fiel esclavo. Desde niño, Simón Bolívar ya se perfilaba como el intrépido guerrero que con su inseparable espada, le quitará a España las cinco regiones por ellos conquistadas; las más importantes en el Nuevo Mundo.

El niño Simoncito, como lo llamaba la negra Hipólita, era festejado por todos los vecinos y amigos de la familia, y en especial, por las dos familias que engrosaban el parentesco familiar: los Bolívar y Ponte por el lado paterno, y los Palacios y Blancos por su lado materno, ellos todos, de lo más representativo de la oligarquía de la capital. Sus cumpleaños era todo un acontecimiento y reunía en su casa lo mejor de la sociedad caraqueña. De todos los regalos que recibía, siempre recordaba lo original de su tío Esteban, hermano de su madre, hombre culto y refinado, que había asimilado al ambiente europeo en su manera de vivir. Recordaba Bolívar: "Eran con frecuencia animales poco familiares a los niños: una ardilla, una tortuga, un venadito, un loro, y hasta en una oportunidad me dio un burro" Las travesuras, las gracias, las reflexiones de niño despierto y precoz que fue en edad muy temprana, hacia al niño Simón un personaje en miniatura que ocupaba la atención de todos. En su precocidad y viveza innata gustaba participar en la conversación de los mayores, y no se quedaba callado como sus hermanos, por lo demás fue un niño común y corriente que jugaba con los de su edad los juegos infantiles: el palito mantequillero, el gárgaro malojo, la gallinita ciega, el escondite, y disfrutaba los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, entre otros, de labios de su mamá o de la negra Matea. La cruda realidad de la vida se manifiesta en el niño Simón el 18 de enero de 1786, con apenas dos años y medio, con la muerte de su padre, con sesenta años de edad, luego de esa penosa enfermedad que, como una maldición, perseguía a los Bolívar: la tuberculosis.



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José M. Ameliach N.


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