La gran figura de Ramón Palomares en la poesía venezolana sólo puede medirse por sus afectos, y el profundo y amoroso eco de su voz, desde allá, en la cima de sus páramos, hasta acá, en estos mares soleados del oriente venezolano que tanto le gustaban; después de imaginárselo en raudo vuelo por ese gran hilo de agua tibia y manto vegetal que es nuestro Orinoco y más allá, donde la piedra sienta los ángeles del cielo para llamarse Roraima o tepuyes, ríos de oro y eternidad, tanto como sus Chamas o Albarregas merideños.
Nacido en Escuque, estado Trujillo el 7 de mayo de 1935, cumpliría hoy nuestro Poeta mayor le edad de 85 años. Desde niño y hasta el fin de sus días oyó su memoria, como dice el poeta Pedro Ruiz, y nos la regaló en hermosas metáforas, hoy dispersas por todo el mundo de habla hispana. Su mundo andino es mundo de América porque su voz la sacó de la piedra, del río, del pájaro, de la brisa y la bruma blanca para dotarla de inigualable transparencia y asombro.
Quienes tuvimos el regalo de su amistad, de su risa, de su sabiduría y de su humildad, no dejaremos nunca de celebrarlo con una buena copa. Su casa fue siempre el sueño, la poesía, la familia, la patria y la amistad. Pocos seres humanos he oído en mi vida hablar tan bien, tan cargado de sentimiento, como a Ramón Palomares al referirse a la AMISTAD. Ya lo dije antes en algún otro escrito, pero es bueno recordarlo. Sería vano enumerar a sus tantos amigos en la poesía, en la ciudadanía, en la labor docente, en el cruce de caminos, en el paseo por los parques, los viajes, la curiosidad científica e histórica, y las luchas políticas y morales, que no fueron pocas.
Su padre se llamó Rómulo Sánchez Vivas y su madre biológica Agripina Palomares. Pero fue su tía Polimnia Sánchez de Olmos quien le crió e hizo del tímido niño andino al gran señor de la lengua castellana que nos habla desde su pequeña colina, al lado del pajarito que baja a beber agua como simulación de un espíritu purísimo, o desde la ruta encantada del varón Alexander von Humboldt, con la magia de un verbo que se sabe vivo, transfigurado y latente como el corazón redivivo de su gente. Sus libros El Reino (1958), Paisano (1964) y Adiós Escuque (1974), así como sus diversas antologías, andan hoy en manos de los más jóvenes, para deleite de su sonoridad singular, para regocijo de su muy particular manera de hablarnos desde el corazón.
Yo fui uno de esos jóvenes que se abrigó con su manto. Tenía 19 años cuando lo conocí en la Escuela de Letras de la Universidad de Los Andes, y corría el año de 1986. Esa primera amistad duró sólo cuatro años, pues debí trasladarme a la isla de Margarita para dedicarme a la docencia en la Universidad de Oriente. Años después, en 1994, lo visité nuevamente en Mérida, del mismo modo que suelo visitar a mi gran amigo y Maestro, el poeta Lubio Cardozo, y a mi amigo y hermano Mariano Navas; y planifiqué con él ese viaje hasta la isla que le recibiera en 1958-1959 como profesor del Liceo Nueva Esparta.
El 25 de mayo de 1995 se hizo posible el encuentro de tres viejos lobos que tenían más de tres décadas sin juntarse frente a las aguas suaves y transparentes de la bahía de Guaraguao en Porlamar, desde sus tiempos de juventud, cuando libaron en sus predios las cervezas de la época. Se trató de Ramón Palomares, José Lira Sosa y Gustavo Pereira. Para mi fue un sueño reunirlos a los tres, compartir sus poesías con el público insular en sendos recitales, y acompañarlos por costas y pueblos que les llenaban de risas y recuerdos.
De esa amistad sin fronteras nos quedó la cercanía entre los andes y los soles de Margarita. Palomares me llamaba y extendíamos la conversación hasta por dos horas o más. O yo lo visitaba en su casa del páramo de La Culata, y me guarecía entre sus libros, sus flores y esos silencios tan suyos, allá en aquellas cumbres. Pero de seguro siempre lo recibía para pasear, comer, visitar playas, conversar y reencontrase con viejos discípulos que lo abrazaban como a un hermano mayor.
Su compañera tan amada, María Eugenia Chávez de Sánchez, sus hijos menores Gonzalo y Leticia; y más cercanos en el tiempo, sus hijos mayores María Polimnia (mi querida Poli) y Laurencio, se hicieron igualmente mi familia. Nuestro viejo lobo nos cobijaba de amor, de fraternidad, de sabias enseñanzas. Grande en la amistad, grande en la familia y grande en la poesía. Todo él es un canto amoroso y sabio, sereno y eterno.
Cuando cumplió los 80 años quiso celebrarlo en la isla de Margarita. Invitamos a varios poetas amigos, pero impedimentos de último momento imposibilitó que todos se acercaran. Con el poeta Gustavo Pereira y el Catite Enrique Hernández D´Jesús lo abrigamos con un vino tinto y un almuerzo de ocasión. Luego se nos enfermó y tuvimos que cuidarlo y traerlo de vuelta a su casa, gracias a la logística y fraternal colaboración del poeta Fredy Ñáñez y del doctor Jorge Rodríguez, entre otros.
De aquellos días nos quedan muchas fotos. Fue poco más de un mes que se quedó con nosotros, ora viendo la mar tibia, ora caminando para olvidarse del bastón, ora para libar una sola cerveza fría, ora para mirar el sol sobre el ala de los pájaros, ora para escuchar los galerones, las fulías, la sabana blanca, la jota y el punto del navegante que le ofrendaron los cantores del patio, José Ágreda, Ernesto Da Silva y Luis Antonio Rodríguez, el Pintor Maravilloso.
Cuando nos despidió aquel 4 de marzo de 2016 nos dejó una lumbre que desde los alto nos ilumina y nos acerca, nos da fuerzas físicas y morales, para no desmayar, para no perder la fe ni la constancia; y para que le acompañemos oyendo su voz en los tantos poemas que nos escribiera y leyera en este mundo.
Un año después fui hasta su casa a pasarme un mes con su familia y lo sentíamos presente en la sala para decirnos cosas con su voz de padre, y sentarse a nuestro lado a cenar y reír. Quiso entonces María Eugenia regalarme algo del poeta amado y admirado, y esos son mis dos tesoros que quiero referir: Uno es una bata de baño que el poeta utilizaba para estar en casa leyendo u oyendo los tangos de Gardel que tanto le gustaban, o bien hablando por teléfono con sus amigos lejanos; y el otro regalo, esa camisa a cuadros color verde que él se puso la tarde de su cumpleaños número 80 para leer su poesía en los espacios del Gabinete de la Cultura de La Asunción, y para oír aquellos galerones a tres voces que le hicieron reír como un niño cuando caía la tarde.
Hoy en tu cumpleaños 85, mi viejo lobo, "Halcón de los Montañas y de los Mares, Ramón Palomares…" como solía decirte, brindo por ti, por tu familia, por tu tierra, por tu nombre, que son todos míos también, como es nuestra esta patria a la que te consagraste en cuerpo y alma para transfigurarla en tu poesía, en tu vuelo y en tus huellas.
Salud Viejo Lobo dondequiera que estés.