El gran poeta español Francisco Brines (Premio Cervantes de Poesía 2020, Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2010 y Premio Nacional de las Letras Españolas 1999), en su aguda reflexión sobre el oficio de poeta, a propósito de su antología titulada Amada vida mía (2004 ), nos señala que “el mundo del poeta se va descubriendo a medida que la obra se realiza(….) Empezamos por perder la inmortalidad y, después, la inocencia.
Es decir, dejamos de ser dioses y nos convertimos en culpables. Después de esas dos pérdidas, que califican al
hombre en una inferior naturaleza, las pequeñas e innumerables se suceden”.
Y es así, la poesía humana se nutre de pérdidas y viajes; asuntos varios sumados al alma, en racimos y copiosos símbolos, mientras discurre el tránsito vital, entre avatares y hondas búsquedas, también llamadas tránsitos, a la par que la voz lírica deja sus destellos por los cuatro confines. Un simple recorrido por toda la literatura universal nos llevaría hacia esas premisas.
El viaje y el encuentro de la voz con su reflejo se ata al discurrir de ese río inmenso y misterioso que es la vida, con sus vientos y sus enigmas, sus rocas y orillas, sus infinitudes no repetidas jamás, pero también con sus círculos y ondulaciones. El cosmos de la poiesis, perdida en el tiempo de todos los tiempos, de todos los creadores de la historia.
Al leer y releer estos últimos años de la década dos mil del siglo veinte, la poesía de nuestro amigo puertorriqueño David Cortés Cabán (1952), conocido poeta hispanohablante aunque residenciado en Nueva York (tierra del eterno Walt Whitman) desde hace cuarenta años, adviene a mi interpretación de lector caribeño del oriente venezolano, la imagen del ser navegando la poesía.
Hace algunos años nos acercó la distancia para un trabajo que, en sintonía con las ideas anteriores, titulé La casa de los poetas (editado en digital por www.elperroylarana.gob.ve en 1998); libro éste de poesía sobre poetas —sin que esto trasluzca redundancia, perogrullada o pecado semántico por esa afirmación—, pues se trata de crear textos basados en las experiencias vitales y creativas, mundos familiares, sueños, utopías y ritmos, de creadores de poesía de Venezuela, principalmente, con quienes me ha unido la amistad, la fraternidad y el sentido de las luchas humanas; pero que en ese tenor incorporo a dos hermanos de la vida y la poesía “no venezolanos” (entre comillas, porque sí lo son), tratándose pues de David Cortés Cabán, de Arecibo, costa norte de Puerto Rico; y Leopoldo “Teuco” Castilla, de Argentina, o más exactamente, de Salta. En La casa de los poetas incluyo, entre otros, a los poetas Ramón Palomares (1935-2016), Lubio Cardozo (1938), Gustavo Pereira (1940), y Luis Alberto Crespo (1941).
Descubrí en esos conversatorios y cartas con el poeta David, mucho de lo que habita en su poesía: la gran casa de su ser.
En su más reciente libro, Lugar sin fin (México, 2017), el poeta nos invita a celebrar sus espacios, sus cantares, sus libertades y sus vuelos como si el sol y la luz, con todos los resplandores atados a una cometa, nacieran de su voz para encantar y para encantarnos. No es gratuito cuanto señala en el prólogo, con todo acierto, Orlando José Hernández, al precisar así las claves de esta obra: “Caminar, deambular, desplazarse insistentemente por los vericuetos del lenguaje, llegar a lugares donde la imagen cristaliza y dejarse ir por la contemplación, meditar sobre la sorpresa del ser, alcanzar la desnudez con la fascinación y el esplendor de quien llega a los espacios / donde ocurre la transparencia”.
Hay un tránsito hacia adentro que es el viaje de regreso del sabio cuya morada está en la palabra, y que a manera de bastón, la utiliza de apoyo en su mano y en su mirar.
No sólo los textos de Lugar sin fin (2017) son los que nos hablan de estas precisiones. Antes, en Ritual de pájaros (Venezuela, 2004), había encendido sus llamas el habitante sin fronteras que es él, para narrarnos su itinerario suntuoso en el camino de la poesía: “No podemos escoger los días/ ni apresar los instantes/ llegan sin pedir disculpas/ como bestias endiabladas se tiran/ a nuestros pies/ se acurrucan y se echan como palomas turquesas/ hasta cubrir el paisaje /Hoy mismo que camino esta callecita/ vivo la luz lo diminuto lo más natural/ el leve geranio el vientecito”.
De otra obra suya, también editada en Venezuela con el título de Islas (Caracas, 2011), es el tono que nos sostiene entre la luz y el camino, como si el aire fuera el árbol de las ramas vivaces y de las raíces solares, para que el poema transite en pleno vuelo por dondequiera que le parezca plausible la libertad del ser: “Oscuro/ sin más lealtad/ que estas palabras/ que encienden/ la noche y sus esferas/ yo te persigo sin sosiego como si fueras un amoroso desafío”.
De estos poemas citados, el primero se titula “De cómo nos hiere el tiempo y la soledad” y el segundo poema “Oscuro sin más lealtad”; pero en Lugar sin fin (2017) los poemas son chispas, menudas estrellas fugaces detenidas frente a un reloj; y se nombran a partir de la sencillez, casi el susurro y esa sugerencia de la que habla Orlando José Hernández en el prólogo titulado “La libertad errante”. Por eso, los poemas “El horizonte”, “La nieve”, “El regreso”, “La distancia” y “Estoy aquí”, solo para señalar los cinco primeros del libro, advienen del mismo ir y venir de aquel ser cuya casa de infancia hablaba con el agua del mar al amanecer, mientras más tarde ya no había tarde, y al siguiente amanecer el mar y la casa hablaban a solas las cosas que la vida jamás volverá a repetir. Sólo el tiempo se entiende con estas bifurcaciones, a las que algunos humanos llamamos, tal vez con desacierto e incordura, nostalgia o saudade, memoria o extrañamiento, destierro o pertenencia, huella o crispación.
Hay un diccionario de signos e imágenes en Lugar sin fin (2017). La luz y el resplandor, la mujer y la naturaleza junto a lo móvil e inmóvil, lo físico y simbólico, conforman un paisaje amplio como los horizontes: el árbol-la hoja-las ramas-las raíces-las hierbas-las colinas; la nieve-el viento-las planicies; las lluvias-las tormentas-los caminos; el ser-la casa-(la puerta, la habitación, el espejo, la ventana)-el pueblo-las calles; el tiempo-la noche-el día-el instante; lo ontológico e interior: la soledad-la nostalgia-el silencio-las distancias (físicas e imaginarias)-los olvidos-la fugacidad; y como si se tratara de crear un mundo o darle forma, tomarlo de la mano y darlo de comer y servirlo en la poesía, la creación.
Todos estos elementos se entremezclan, juegan entre sí, se juntan y forman un cosmos. Dentro de ese cosmos esta el poema; dentro del poema está “La infancia”: “la mirada furtiva/ las hojas llevadas por el tiempo”. Y esas son las claves de este gran libro de David Cortés Cabán, Lugar sin fin (2017).
De ese ámbito luminoso y entrañable son esta otras palabras de David, o más exactamente del poeta David Cortés Cabán (hijo de Antonia Cabán —señora de la crianza de cuatro niñas y tres varones con mil sueños—, y de Nicolás Cortés ,el padre carpintero, sin descanso en las jornadas): “Pequeñita mía el trópico y tu boca/en el oleaje de este mar invisible/donde el paisaje hiere lentamente la vida y el soplo del viento es igual que un gemido.///La lluvia lavando las verdes palmeras/ la montaña girando como un arco luminoso/ la rosa innombrada apenas detenida en tu boca/ tu caída tan leve en el próximo instante”.
Pertenecen esos maravillosos versos a un libro inédito titulado Presencia de los efímero. ¿Acaso lo efímero y el sin fin atan los extremos al mismo enigma vital del pasado y el presente; o acaso a la inversa, liberan el círculo de la propia vida para que navegue en el tiempo?
El poeta David Cortés Cabán puede decir “Estoy aquí” en el título del poema y cerrarlo diciendo “igual que un rostro reflejado en el espejo”, porque también puede titular otro poema “La distancia”, y terminar el poema diciendo: “es real pero los árboles cubren la luz”. De modo que si cerramos ambos círculos: “Estoy aquí, igual que un rostro reflejado en el espejo”, o “La distancia es real pero los árboles cubren la luz”, el ojo que hace posible esa percepción sólo puede identificarse en el ser que lo trasmite, que lo ilumina en la palabra, que lo hace poesía. Y esa aparente sencillez es la que ilumina la poesía de David Cortés Cabán.
Podemos repetir ese ejercicio a lo largo de todo el libro Lugar sin fin (2017), y encontraremos la pasión, la búsqueda, la entrega de ese espacio interior con la otra realidad que se le adviene en misterio o extrañeza, sin apartarse de esa visión tan filosófica cuanto sincera, que trasluce su voz lírica: “El eco de las palabras” (es) “lo que el tiempo retiene/ el silencio/ que atraviesa la soledad”. Como en este otro poema, “Nada que decir”: “Si das un paso/el viento se llevará/tu presencia fugaz”.
La poesía de David Cortés Cabán es, por tanto, una obra sólida, trabajada, cultivada por la sabiduría y la sensibilidad, de bases muy luminosas y rica en recursos metafóricos que embellecen nuestra lengua española. Por eso debemos celebrarla y descubrirla a profundidad. Sus libros comprenden un corpus significativo, integrado por Poemas y otros silencios (Río Piedras, Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1981), Al final de las palabras (New Jersey, SLUSA Editores, 1985), Una hora antes (Madrid: Editorial Playor, 1991), El libro de los regresos (Madrid: Editorial Verbum, 1999), Ritual de pájaros: Antología personal 1981-2002 (Mérida, Venezuela, Editorial El otro el mismo, 2004), Islas (Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2011) y Lugar sin fin (México, Editorial La Otras, Granisales-Servicios Editoriales y de Comunicación, 2017). Debemos a Ernesto Álvarez un estudio revelador sobre esta gran poesía, por su obra Las palabras habitadas – Poesía de David Cortés Cabán, Arecibo, Puerto Rico, Ediciones Boán, 2014; Colección Voces del Abacoa, 78 págs.
Se suma este valioso ensayo de la poesía de David Cortés Cabán a las reseñas y notas aparecidas en diversos países, en revistas físicas y virtuales, en periódicos y demás medios impresos o digitales, de Estados Unidos, Puerto Rico, México, España, Venezuela, Brasil, Argentina, Italia y Portugal. Esta significativa obra creativa va pareja con su desempeño como profesor adjunto del colegio Eugenio María de Hostos of City University of New York (CUNY), y la amistad y respeto tan merecidos que tiene en tantos rincones del mundo.
No nos queda más que saludar con nuestra amistad y grata lectura, su copioso trabajo lírico, considerado entre los más relevantes de la poesía hispanoamericana actual.
Como muestra de ello, comparto en este breve ensayo, un poema muy especial que el poeta David Cortés Cabán dedica en Lugar sin fin (2017), a quien fuera uno de sus más preciados amigos, el poeta andino de Venezuela Ramón Palomares; cuyo vuelo el 5 de marzo de 2016 nos dejara una brasa viva en el alma.
ELEGÍA A RAMÓN PALOMARES
El viento susurra unas palabras
y el alma se asoma y retoma el viaje
El silencio de la noche abre un espacio luminoso
una avecilla se posa en tu pecho
desgarra su canto para que la habites
el viento toca tu cuerpo
Tus ojos cerrados persiguen una mariposa
te alejas entre las flores y los pájaros
Las Alegres provincias se arrodillan
mientras el ángel te toma de la mano
Vas por un bosque infinito
los ríos de tu niñez se detienen a tu paso
El gavilán que cantó en tus versos
deposita una rosa sobre el cristal
Lo que tenía que llegar ha llegado
tu voz se llena de silencios
La noche pasa como un barco invisible
quiero decir algo pero tu imagen gira otra vez
y se lleva tu pueblo volando
Escuque es tan pequeño que cabe en el ojo de un pájaro
Lo más próximo también se aleja
¿existe algún camino para el regreso?
Nada puede contener lo ocurrido
mi corazón se esfuma con el paisaje que amaste
Por un instante pensé que regresabas de un sueño
que todo estaría en el mismo lugar.
Pariaguán, 30 de Diciembre de 2020
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