A propósito de la masacre cometida por el Estado israelí contra los activistas que llevaban alimentos y medicinas a Palestina, Giorgio Agamben escribió una brevísima nota para el diario italiano Il Manifesto: "Mucha gente recuerda los versos de la poesía «Fuga de muerte», en la que Paul Celan evocaba en 1952 el exterminio de los judíos: «La muerte es un maestro de Alemania / te alcanza con bala de plomo y te alcanza certero». Es triste para quien, como yo, está ligado a la cultura judía, tener que decir que hoy «La muerte es un maestro de Israel». Más triste si cabe, porque los soldados que atacaron los barcos de los pacifistas no sólo actuaron como piratas en aguas internacionales, sino porque sobre todo actuaron como guardianes de ese campo de concentración que Israel ha hecho de Palestina".
Si es cierto, como ya había planteado el mismo Agamben en su libro Homo Sacer, que "el campo de concentración y no la ciudad es hoy el paradigma biopolítico de Occidente", acaso le corresponda a Palestina el dudoso honor de ilustrarnos hoy cómo el Occidente es inconcebible sin producción constante de "nuda vida", de esa vida "a quien cualquier puede dar muerte" de manera impune.
De allí tal vez la inusual brevedad de la nota de Agamben, porque es preciso evitar los rodeos: decir Palestina es decir impunidad. Impunidad genocida del Estado de Israel, alentada por lo que el periodista Robert Fisk calificó como "la cobardía de los políticos". En Venezuela, auspiciada por el atroz silencio de los que usualmente reclaman los buenos oficios de la Corte Penal Internacional o de los cascos azules de Naciones Unidas. Después de todo, "cualquier lugar de Venezuela es como la Franja de Gaza", escribe un connotado historiador antichavista, como si la ocasión fuera propicia para analogías brutales, como si la muerte fuera motivo de celebración.
"¿Cómo llegamos a este punto?", se interroga Robert Fisk. "Tal vez porque nos acostumbramos a ver a los israelíes matar árabes; tal vez los israelíes se acostumbraron a matar árabes". Por eso mismo, la negativa de David Segarra, según el angustiado relato de su madre, Cristina Soler, de firmar su acta de deportación si tal gesto implicaba el reconocimiento de haber ingresado de manera ilegal a Israel, es un gesto en primer lugar humano. Puesto que lo que está en juego, antes que nada, no es tanto el carácter humanitario de la flotilla de la que David formaba parte, sino la humanidad misma del pueblo palestino, puesta en entredicho, una y otra vez, por un Estado agresor, invasor, asesino.
Gesto que desde aquí te agradecemos, David, cámara.
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