El anuncio del presidente de la Asamblea Nacional de impulsar la investigación del sinnúmero de compatriotas hombres y mujeres asesinados a la vista y desaparecidos por la “democracia”, superadora en crueldad de la dictadura que la precedió, ha sido recibido en expectativa de justicia por sus seres queridos, sus camaradas sobrevivientes y el pueblo de cuyas entrañas y luchas forman parte. Todos debemos potenciar el clamor hasta lograr que los tribunales salden al fin esa deuda esencial. Si en el Cono Sur se ha procedido a castigar a los genocidas, ¿cómo satisfacernos con menos en nuestra patria revolucionaria?
El período de la democracia betancourista o puntofijista, que en aquellos años llamábamos también “gorila”, pudiera calificarse como el de mayor vileza de la cuarta república, el más miserable y deshumanizado. Gómez, Pérez Jiménez y otros fueron tiranos o dictadores abiertos, ajenos a la hipocresía y a la doblez. Ellos mandaban contra todo derecho y látigo en mano, sirviendo como buenos capataces, pero por eso no daban pie para equivocaciones. Todo el mundo sabía a qué atenerse y quienes se les plegaban estaban conscientes de que entregaban honra y decoro, y eran por supuesto una minoría. En cambio, el régimen que nació destruyendo “el espíritu del 23 de enero” se mimetizó con la coartada de la democracia y pudo engañar a la mayoría de los venezolanos, hasta el punto de que, siendo más represivo y asesino, más corrupto y ladrón, más desnacionalizado y vendepatria que las dictaduras abiertas, nuestro pueblo tardó cuarenta años en reconocerlo y repudiarlo. Cuánto daño a la moral, a la dignidad, a la identidad. Muchos llegaron a avergonzarse de ser venezolanos, no por ser compatriotas de esos bribones, sino porque ellos les habían llevado a la subvaloración de lo propio y a la mistificación pitiyanqui. ¡Aterriza, justicia!
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