El 21 de junio en la tarde la Asamblea Nacional rindió solemne homenaje al histórico dirigente popular Fabricio Ojeda con motivo del 40 aniversario de haber sido “suicidado” en los calabozos del SIFA. Guillermo García Ponce, su camarada de la Junta Patriótica que dirigió el derrocamiento de la dictadura perezjimenista y cifra no menos histórica del movimiento revolucionario venezolano, pronunció la oración de orden. En la mañana, José Vicente Rangel, Vicepresidente de la República y miembro de esa misma cofradía, bautizó el libro editado en memoria del teniente Nicolás Hurtado Barrios, digno oficial que se puso al lado del pueblo y engrosó la lista de las víctimas durante el terror puntofijista de los años 60 y 70.
No es posible exagerar la justeza de esos reconocimientos, ni la consecuencia de ambos oradores en la batalla por que esos nombres, así como los de las decenas de muertos y desaparecidos que arrojó la represión con la cual la “democracia” dejó chiquita a la dictadura que la precedió, no se olviden jamás, ni esos crímenes sigan quedando impunes. Los seres queridos de esos muertos, los compañeros que los sobreviven --física y moralmente-- y el pueblo que los tiene como partes de sus entrañas y sus luchas, clamamos por justicia. Todos juntos debemos potenciar ese clamor hasta lograr que los tribunales salden al fin esa deuda esencial. Si en el Cono Sur comienza a castigarse a los genocidas, ¿cómo satisfacernos con menos en nuestra patria revolucionaria?
El período de la democracia betancourista o puntofijista, que en aquellos años llamábamos también democracia gorila, pudiera calificarse --es mi opinión muy meditada--, como el de mayor envilecimiento de la cuarta república, el más miserable y deshumanizado. Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez, entre otros, fueron tiranos o dictadores abiertos, ajenos a la hipocresía y a la doblez. Ellos mandaban contra todo derecho y látigo en mano, sirviendo como buenos capataces, pero por eso no daban pie para equivocaciones. Todos sabíamos a qué atenernos y quienes se les plegaban estaban conscientes de que entregaban su honra y su decoro, y eran por supuesto una minoría. En cambio, el régimen que nació destruyendo “el espíritu del 23 de enero” se mimetizó con la coartada de la democracia y pudo engañar a la mayoría de los venezolanos, hasta el punto de que, siendo más represivo y asesino, más corrupto y ladrón, más desnacionalizado y vendepatria que las dictaduras abiertas, nuestro pueblo tardó cuarenta años en reconocerlo y repudiarlo. Cuánto daño a la moral, a la dignidad, a la identidad.
Muchos llegaron a avergonzarse de ser venezolanos, no por ser compatriotas de esos bribones, sino porque ellos les habían llevado a la subvaloración de lo propio y a la mistificación pitiyanqui.
Los venezolanos paradigmas de dignidad que entonces los enfrentaron, y que murieron en sus manos, muchos bajo la más innoble de las atrocidades represivas (hechura de la CIA estrenada --¡ay, pobre patria nuestra!-- en nuestra patria), la desaparición, hoy se sacuden en sus tumbas pugnando por revivir bajo las banderas de la Revolución Bolivariana, por lo que tienen de hijos del Libertador. Hágaseles justicia. Y aquí nombraré algunos, no es posible hacerlo con todos, pero ellos los representan: Juan Carlos Rojas, Alberto Lovera, Víctor Soto Rojas, Trino Barrios, Donato Carmona, César Burguillos, Ramón y Andrés Pasquier, Felipe Malaver, Alejandro Tejero, Cornelio Alvarado, Rufino Terán, Omar Mendoza, Alberto Rudas Mezones, Antonio Pavón, Noel Rodríguez Mata, Roberto Bastardo, José Pulido Núñez, Ramón Ramos Campos, Domingo Vallejo, Octavio Romero, Jesús Arrieta Castellini, José Petit Colina, Eduardo Navarro, Francisco Palma, Miguel Castillo, Aquilino Camacaro, Antonio y José Arquímides Rodríguez, Luis Hernánez, Humberto Cartagena, Juan Segura, Luis Trino Gamboa, Manuel Estrada, Juan Bautista Sánchez, Manuel Chirinos, Manuel Aguilar, Martín González, Jorge Rodríguez. ¡Honor eterno!