Mérida, a 450 años del genocidio

"Después de un silencio de siglos, gritaron en la altura las vírgenes petrificadas, el día en que los guerreros de la libertad atravesaban victoriosos por los ventisqueros de los Andes; pero la laguna continuó quieta e inmóvil, detenida por el maleficio del piache que profanó sus aguas. Cuando éstas sean purificadas, la laguna misteriosa del Urao se levantará otra vez, ligera como la nube que el viento impele, pasará de largo por encima de las cordilleras e irá a asentarse para siempre allá muy lejos, en los antiguos dominios del valiente Guaicaipuro, sobre la tierra afortunada que vio nacer y recogió los frutos del hombre águila, del guerrero de la celeste espada, vengador de las naciones que yacen muertas desde el Caribe hasta el Potosí" (1)

Para la época en que llegaron los perros, los arcabuces, los caballos, las cadenas, y los españoles a los Andes venezolanos, tenían ya varios centenares de años poblando sus valles y montañas varias comunidades indígenas de origen chibcha y arawak. A diferencia de los oleajes migratorios de aquellos pobladores precolombinos, en los que la llegada de nuevos grupos no supuso para las comunidades establecidas la extinción o el éxodo, la llegada de los invasores europeos ahogó en sangre el modo de organización social y económica de los indígenas, imponiéndoles la esclavitud y las encomiendas; desplazando su cultura con los mitos de la tradición judeocristiana; y finalmente acabando con su existencia física, casi totalmente, a través de fuego, hierro, y enfermedad.

La barbarie llegó en una expedición encabezada por el entonces alcalde ordinario de Pamplona, Juan Rodríguez Suárez. Este infame personaje, quien se haría conocer como “El capitán de la capa roja” fue premiado con aquel cargo por su sobresaliente desempeño en las tareas de la conquista de Pamplona; y no tardó sino unos meses en la alcaldía para armar una expedición que emprendiera la búsqueda de oro y minerales en las Sierras Nevadas.

Unos 55 soldados y jinetes españoles, guiados por indígenas, salieron de Pamplona en junio de 1558, y ya en los llanos de Cúcuta enfrentaron la resistencia de los pobladores originarios, quienes entablaron una dura pelea, matando a un caballo e hiriendo a uno de los soldados, hasta retirarse por sus numerosas bajas a manos de los españoles. Al no conocer las armas de fuego, las armaduras, ni los caballos, los indígenas se encontraban en una considerable desventaja militar. Más adelante, en el Valle de Santiago, lugar en el que actualmente se encuentra la ciudad de San Cristóbal, la expedición se encontró con una aldea sacrificada al fuego por sus propios pobladores, quienes prefirieron incendiar sus viviendas y retirarse a las montañas antes que sufrir la humillación de la conquista y el exterminio a manos de los invasores. La imagen de unos pueblos reducidos a cenizas se repitió una y otra vez a lo largo de este valle.

Para capturar y esclavizar a indígenas de los caseríos altos que se divisaban desde el valle, de manera que sirvieran de guías, Rodríguez Suárez envió una avanzada a las órdenes de un tal Juan Andrés. Al día siguiente, al dirigirse a los caseríos sometidos durante la noche, su caballo cayó en una trampa tendida por los indígenas. De este modo relata Fray Pedro de Aguado, cronista del grupo, el incidente:

“Iba Juan Rodríguez muy airado y enojado, porque en el camino que este día había llevado se le había estacado o lastimado un caballo en ciertas estacas o dardos que para este efecto tenían los indios puestos por junto al camino, entre altos pajonales; y queriendo apetecer a su ira y cólera con hacer un abominable castigo, tomó de los indios que en poder de Juan Andrés halló presos, y con las propias flechas que en su casa se habían hallado, teniéndole los indios seguramente algunos soldados, él, con su propia mano, los flechaba y metía con crueldad de bárbaro las flechas por el cuerpo…”(2)

Uno de los poblados fue nombrado La Grita, por las vociferaciones con las que fue rechazada la presencia española. Otro fue llamado Bailadores, por la manera en que los guerreros indígenas se movían para evitar ser alcanzados por los disparos de arcabuz. Nuevas masacres siguieron en las poblaciones a las que los invasores llamaron Estanques y Pueblo Quemado. Esta última fue nombrada de esta manera, pues los indígenas optaron por resistir y pelear dentro de sus casas, a lo que el bestial español respondió incendiándolas con sus habitantes adentro.

Finalmente, el morcillero de la capa roja llegó a la que hoy conocemos como Laguna de Urao, que los indígenas llamaban Yohama. Le dio por llamar al pueblo que bordeaba la laguna “La Lagunilla”, aunque al notar que se trataba de un importante centro económico y cultural de la zona, con una población pacífica y altiva, Rodríguez Suárez decide fundar allí, por los primeros días de octubre, la ciudad de Mérida, en honor a su ciudad natal. Además de ser un importante punto de intercambio comercial, en el que confluían productores del Lago de Maracaibo, la costa, El Tocuyo, y los Llanos; los mojanes, o sacerdotes de esta zona, eran muy respetados y visitados desde lugares próximos y lejanos.

Las vejaciones continuas a la población por parte de los invasores la obligaron a buscar refugio en los cerros y abandonar la recién fundada ciudad. Ante la imposibilidad de esclavizar a los indígenas para sostenerse económicamente, dado que los expedicionarios no estaban en la disposición de trabajar sino de saquear, Rodríguez Suárez decide mudar la ciudad, recorriendo gran parte de los Andes venezolanos, y finalmente se instala en la punta de la meseta de Mérida que actualmente se conoce como La Parroquia. Para este momento, la expedición había sistematizado aún más sus prácticas sanguinarias, adoptando el método de atacar los poblados durante la noche, mientras los indígenas dormían, para causar una mayor mortandad.

A comienzos de 1559, tropas enviadas por la Real Audiencia de Santa Fé capturan a Rodríguez Suárez y lo trasladan a Bogotá para ser juzgado por haber fundado Mérida sin el permiso real, así como por los tratos crueles inflingidos a la tropa a su mando. Con la ayuda del obispo Juan de los Barrios, el morcillero es protegido en la iglesia, y aunque es aprehendido nuevamente, logra escapar una segunda vez con el auxilio del mismo obispo, refugiándose en Trujillo. De esta manera se convierte en uno de los primeros criminales protegidos políticos de la Iglesia Católica en América. Ya Juan Maldonado, el capitán que capturó a Rodríguez Suárez, había mudado por segunda vez la ciudad de Mérida, esta vez adentrándose en la meseta y ubicando la ciudad en su asiento definitivo.

Rodríguez Suárez logró el favor político de las autoridades en Trujillo y de esta manera evadió sus deudas legales con Santa Fé. Al servicio del gobernador de la Provincia de Venezuela, Pablo del Collado, se dirige en 1561 a la costa norte, a combatir a los indígenas que resisten a la explotación minera desde un año antes, y que ya habían repelido a Pedro de Miranda. Luego de varias batallas contra los Teques al mando del cacique Guaicaipuro, Rodríguez Suárez deja las minas para dirigirse a Caracas, creyendo haber derrotado a la resistencia indígena. Este craso error es aprovechado por Guaicaipuro, quien aplasta a los españoles en las minas y en la ranchería de San Francisco. Poco después, el propio Rodríguez Suárez, junto a un contingente reducido de seis soldados, es emboscado camino de Valencia, mientras intentaba unirse a los realistas que perseguían a Lope de Aguirre.(3) Los guerreros teques lo ajustician junto con su pequeña
tropa, y Guaicaipuro toma su espada como trofeo. La llevará hasta su muerte, luchando contra los invasores a la cabeza de una confederación de tribus heroicas.


Notas

1.- Tulio Febres Cordero; "Mitos y Tradiciones"; Monte Ávila Editores; Caracas,1994.
2.- Jacqueline Clarac de Briceño, Thania Villamizar, Yanet Segovia; “El capitán de la capa roja”; Universidad de los Andes; Mérida, 1988.
3.- Aunque suene cómico, los historiadores apologistas de la conquista sostienen la ridícula versión de que Rodríguez Suárez realmente murió de cansancio y que los indígenas ni siquiera eran capaces de acercase a su cadáver.

La historiografía conservadora y pro-fascista no da cuenta de cómo pudo transmitirse dicho testimonio si todos los acompañantes de Rodríguez Suárez fueron muertos junto con él.

(Ver: Carmelo Arribas; “Juan Rodríguez Suárez, El capitán de la capa roja y la espada invencible”
http://www.extremaduraaldia.com/reportajes/-juan-rodriguez-suarez-el-capitan-de-la-capa-roja-y-la-espada-invencible-fundador-de-merida-/45937.html)

Pero al final, todo se puede esperar de la historia contada por los vencedores. Mucho más increíble resulta el hecho de que a 450 años de la bárbara incursión española en los Andes venezolanos, un gobierno que se hace llamar revolucionario, y que dice reivindicar la resistencia indígena, organice la celebración oficial del genocidio.
 


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Simón Rodríguez Porras

Músico y militante del Partido Socialismo y Libertad.

 @guitarraylapiz

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