A la memoria de Pepín Vidal Beneyto
Mil veces oímos una petición de silencio que hoy resuena con cuento de furia y ruido: “Abuelo, deje de contar batallas”. Ignoraban los guardianes de los tiempos apacibles que la verdadera batalla no era esa que los viejos apuntaban. Era otra, apenas susurrada, que se contaban a ellos mismos en un silencio de décadas, con complicidad de café, trinchera y cuitas compartidas. “¡Deje de contar batallas, abuelo!”. Y los apaciguadores, al tiempo, contaban incontables veces su cuento incontinente: “La democracia nos la inventamos nosotros”. Lo dijeron, lo escribieron, lo repitieron, lo exportaron y, quizá –sólo quizá–, hasta se lo creyeron. Sociólogos corrieron a decir que antes de la Transición no hubo democracia y que, de pronto, ya éramos iguales al resto de Europa; filósofos cambiaron panfletos contra el todo por panfletos por lo que me caiga; historiadores oficiales dieron el pasado como inocuo pasto abierto sólo a anticuarios; sabedores de la política hicieron taxonomías borgianas para que encajara la democracia con un campo sembrado de fosas comunes y desmemoria; matemáticos trazaron la topología que permitía transitar en vez de retornar a la democracia perdida; periodistas y filólogos encontraron en el decir “consenso” una palabra mágica que contentaba a tirios y troyanos (a unos porque no cuestionaba ningún fruto de su victoria; a otros, porque les entregaba una excusa perfecta para explicar por qué eran tan vociferantes y tan poco consecuentes). Burlón este espíritu de la Transición democrática.
La Transición redujo la explicación dolida del pasado a un problema de
derechos humanos. En la distancia, todos somos bienintencionados. Por
eso era relevante explicar aquella época como una locura colectiva fruto
del calor y los tiempos duros. Otras explicaciones sacan el hilo al
ovillo y llegan hasta palacios reales, catedrales, cámaras bancarias y
mansiones donde siguen los que nunca se fueron.
Recuerdo de la madre. Hija robada por la posguerra a un herrero
anarquista –linchado cabeza abajo, colgando de un olivo, por el jefe de
Falange, luego alcalde del pueblo–. Nueva vida en Madrid. Pudo estudiar.
Su colegio tenía dos puertas, una principal para las niñas ricas y otra
lateral para las hijas de la caridad. Recuerdo a la madre subiendo,
junio de 1977, la calle del colegio donde estudiaban sus hijos. A
suplicar un precio en los caros ejercicios espirituales. Carteles
electorales en las paredes. Entendí cuando el cura afirmó: “Si no podéis
permitíroslo, buscad otro colegio”. El franquismo fue una dictadura de
clase. Pero nunca acepté el tuteo arrogante a la madre derrotada. Porque
los mataron mil veces. En aquellos años de la guerra y la posguerra, y
también en cada humillación, durante cuatro interminables décadas (las
cartas que llegaron y las que no llegaron; compartir mesa con el
verdugo; suplicar trabajo o limosna de lo que fue el propio patrimonio;
los labios mordidos; pisar el suelo donde reposan los abandonados; las
placas santas ensalzando al sayón; la impunidad de los togados, los
purpurados, los condecorados; el interminable usted no sabe con quién
está hablando…).
“Con la Transición, los demócratas vencimos”, y le cargaron al búnker
toda la memoria del franquismo. Derrotado el búnker, derrotado el
franquismo. ¿Un nuevo inicio? ¿Sin restitución? Hasta que un juez quiso
llevar a juicio aquella etapa y se cayeron las caretas. El juicio al
franquismo ha separado a los demócratas gratuitos de los demócratas con
todas las consecuencias. “Las virtudes de la Transición son los vicios
de la democracia” se reescribe: “Los vicios de la Transición son los
vicios de la democracia”. Un sistema electoral indigno; Bartolín
llamando a la Guardia Civil desde un maletero porque lo había
secuestrado ETA. Cospedal y la Caudillesa gritando ¡golpe de Estado! por
una reunión política en sede universitaria; un juez escondiendo
residuos franquistas bajo alfombras progresistas; el filósofo de la
ética para adolescentes recibiendo el premio literario más amañado de la
historia de los premios; el ministro de Información de Franco, el que
afirmó tras el asesinato en la Puerta del Sol de Julián Grimau que ese
“caballerete” merecía morir, redactando la Constitución de la democracia
que apuntaló a un rey de origen franquista, a comisarios de origen
franquista, a catedráticos de origen franquista, a periodistas de origen
franquista e, incluso, a franquistas de origen franquista. Ahí reposa
nuestro miedo. Franco es más peligroso muerto que vivo. Vivo por lo
menos se le veía venir.
Dudo de que la Transición hubiera podido ser radicalmente diferente. En
1973 fue el golpe contra Allende. Unos meses después, la Revolución de
los Claveles alertó a los guardianes de la guerra fría. Y 40 años de
exilio, represión y miedo. Lo reprochable es la falta de honestidad de
sus voceros. No decir: “Hicimos lo que pudimos, lo que nos dejaron, lo
que nos atrevimos”. Esconderlo tras “nos corresponde la mayor hazaña
democrática de la historia de España”. Una Transición perfecta que no
deja entender una democracia tan imperfecta.
Lo han tenido que recordar desde fuera: aquí hubo un propósito de
genocidio. Hubo guerra porque los franquistas, aun ayudados por Hitler y
Mussolini, no tuvieron la fuerza suficiente. Cuando ganaron, la
intención genocida se consumó. Hoy se siguen repartiendo culpas con la
excusa de la guerra. Para una lectura democrática, los luchadores por la
República dieron todo para frenar el genocidio. Y los olvidamos.
Por eso, abuela, abuelo, perdonad por lo que no os dejaron hablar en
estos años. Y contadme otra vez, desde el principio, todas aquellas
batallas.
Juan Carlos Monedero es profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid
juancarlos.monedero@gmail.com