En una revolución socialista es imposible plantearse una agricultura para los pobres, que los mantenga en la pobreza, ajenos a la tierra que les pertenece, sin acceso a las tecnologías que permiten el uso sustentable de la tierra, en armonía ecológica, más que en la reproducción de prácticas hambreadoras que les han mantenido en las cifras ocultas de la economía nacional. Los enfoques de agricultura para los pobres siempre resultan en lo mismo, le establecen compromisos básicos de subsistencia, les mantienen en un estado inercial de parálisis, sin reacción política frente a la inequidad en la distribución de la tierra y de la riqueza; y sin un enfoque concreto y factible de respaldar con su esfuerzo colectivo el desarrollo de la agricultura soberana, sobre la que tantas veces escuchamos, pero que a la final se convierte en la simpleza alimentaria de una arepa con brozas de queso rallado.
La mentira de la agricultura para los pobres se convierte en un esperar, en ambientes precarios, en islas sociales, con niños menguados por los desbalances nutricionales y oportunidades remotas de bienestar y de felicidad social plena.
El planteo de una agricultura para los pobres es una aberración teórica que avala la posibilidad de hacer de la agricultura un espacio para que aquellos que no llenan las expectativas de manos calificadas para la industria y el comercio neo capitalista, se refugien allí a sobrevivir y a esperar las dádivas y los sobrantes de la economía nacional. Es un concepto que legitima las relaciones de intercambio globalizado de materias primas y de excedentes financieros y de capital, sobre toda una tragedia social de base campesina e indígena.
En Venezuela, las cifras son evidentes y pueden sacarse con pequeños cálculos de las estadísticas del INE. Los estados con mayor pobreza son aquellos reconocidos por su producción agrícola o pesquera, de enfoque industrialista. Allí, las políticas históricas se han implementado para aislar y mantener al campesinado reproduciendo la pobreza y sirviendo de apoyo barato a la producción de quienes se han apropiado de la tierra y del capital por formas diversas; pero, todas circunscritas en un gran engaño sobre la importancia del campesinado para transformar la realidad agrícola nacional. La pésimas cifras de pobreza rural evidencian que el patrón de distribución y tenencia de la tierra en Venezuela es una de sus causas fundamentales; un campesino sin tierra jamás podrá salir de le inmisericorde pobreza. Las casi 400 mil familias campesinas en mayor o menor grado sumergidas en la agricultura para los pobres, no saldrán de allí al menos que otras políticas sean implementadas para revalorizar la agricultura campesina.
Aunque la idea no es hacer un listado de recomendaciones, parece evidente que lo que se debería reorientar gira en torno a la agricultura comunal, base para establecer nuevas relaciones de producción, de propiedad sobre los medios de producción; y de crear nuevas y mejores condiciones de vida en los territorios rurales y periurbanos. En poco tiempo dispondremos de casi mil comunas registradas, con perfil productivo agrícola, muchas sin acceso real a la tierra en la cantidad y la calidad necesaria para desarrollar un enfoque de agricultura comunal excedentaria. Allí, hay un potencial enorme para una ruptura con el enfoque de agricultura para los pobres, mediada por lo coyuntural, forzada a cultivos de ciclo corto, sin planes de largo plazo y más paliativa que correctiva de las grandes desigualdades existentes en los territorios rurales y periurbanos.
La organización comunal debe ser origen de la presión por una nueva estructura de la tenencia y propiedad y uso de la tierra, pero también es la mejor oportunidad que hemos tenido para replantear un enfoque que revalorice los estratégico de la agricultura para nuestro país. En ese nuevo contexto, nada debería quedar por fuera: la vivienda, los servicios, la educación, la ciencia, la tecnología, los saberes tradicionales y ancestrales, la cultura de la innovación de base sustentable, la organización social y política, la transformación de la cultura asistencialista, y la conciencia como instrumento para superar la pobreza y superar toda forma de explotación humana. En un plan armonizado, sería posible incorporar en cinco años, entre 1,5 a 2 millones de hectáreas a la producción, con la fuerza y el sustento del poder comunal, tierra ganada para una revolución en la agricultura.
No hay ningún rubro, por necesario o por exquisito, que no pueda lograrse de la nueva agricultura comunal.