En la lucha por el trabajo y la vivienda, las invasiones de tierras y de inmuebles urbanos han estado presentes en todas las sociedades durante siglos. El inicio del capitalismo en Inglaterra se caracterizó por el despojo violento de los campesinos de sus tierras, lo que los convirtió en vagabundos desposeídos que luego fueron “entrenados” en la disciplina del trabajo asalariado. Se entiende que en esas circunstancias de privaciones y explotación se produzcan luchas campesinas por el disfrute laboral de la tierra. Otro tanto ocurre en las grandes ciudades, donde los “sin techo” tratan de procurarse una vivienda que los cobije, sobre todo cuando existen centenares de viviendas no utilizadas, cuya presencia es una afrenta a las necesidades no cubiertas de un sector importante de la población.
En un proceso popular y revolucionario, sin embargo, las invasiones son inexplicables, pues se supone que dicho gobierno está precisamente al servicio de los más pobres y de satisfacer prioritariamente las necesidades de tierra de los campesinos y de viviendas del pueblo urbano, para lo cual aprueba leyes y financia proyectos y programas. El nuevo Estado asume, de esa manera, el compromiso ineludible de saldar una deuda, diferida por años, con los más pobres. Estas razones hacen innecesaria e inconveniente la práctica de las invasiones durante la vigencia de todo proceso revolucionario, a menos que con ellas se persigan otros objetivos.
Las invasiones o la amenaza permanente de su ocurrencia constituyen un factor entorpecedor del proceso revolucionario, toda vez que da al traste con las actividades programadas para satisfacer las necesidades de tierra y de viviendas. Los proyectos respectivos se ven a interferidos por una práctica nociva, que pretende lograr la satisfacción de un grupo de individualidades, por encima de las prioridades del colectivo establecidas por el Estado, el cual toma en cuenta muchos otros factores adicionales a las peticiones de los afectados. Se convierten también en focos de corrupción, pues permiten la presencia protagónica de “profesionales” de estas acciones quienes, aprovechando las necesidades de la gente, terminan enriqueciéndose con el control directo de los inmuebles y su utilización en funciones totalmente diferentes de las inicialmente esgrimidas.
Son archiconocidas las invasiones de inmuebles para el uso como viviendas que, luego de obtenidas a precios muy subsidiados, terminan siendo vendidas a los precios del mercado, con una considerable ganancia para el negociante de la miseria ajena, quien repite esta práctica una y otra vez, bajo la acción protectora de algún funcionario gubernamental. Se invade un inmueble, con la excusa de utilizarlo como centro comunal o dispensario médico o para organizar una escuela y se termina con la instalación de un comercio, una venta de licores, que beneficia solamente al “profesional” de la invasión y al funcionario de la jefatura civil, la prefectura o la alcaldía, que apoya trascorrales la actividad invasora.
Este tipo de conductas delictivas son también desestabilizadoras de la economía y del ambiente político, constituyendo una plaga de todo gobierno transformador y el gobierno bolivariano no es una excepción. Muy por el contrario, inmorales y amorales de todo tipo, disfrazados con boinas rojas y actuando en nombre de la revolución, asumen las invasiones como su trabajo revolucionario, constituyéndose en los perores enemigos del proceso. Así comenzó el derrocamiento de Salvador Allende en Chile, con invasiones ilegales de tierras, de viviendas urbanas y de fábricas, que significaron un duro golpe a sectores medios urbanos y a pequeños y medianos productores rurales, que constituían una base importante de apoyo para el gobierno del presidente Allende. De esa manera se fue minando una alianza de clases imprescindible para la marcha exitosa de aquél y de cualquier movimiento revolucionario.
El gobierno no debe permitir, bajo ningún concepto, las invasiones urbanas ni rurales, pues sería aceptar que no está haciendo nada por los campesinos sin tierras y los pobres sin techo, por lo que éstos deben tomar la ley en sus manos. Como ése no es el caso, los sin tierra y los sin techo deben colaborar con el gobierno en la satisfacción de sus necesidades y deben ser vigilantes de la efectividad y honestidad de las acciones en su favor. De ser necesario, la presión social debe ser dirigida hacia los organismos oficiales responsables, para que cumplan con su deber