Parece mentira, pero en la administración de Nixon, se habló del renacimiento del socialismo en los Estados Unidos, cuando parecía que el capitalismo había sepultado todas las ideas de izquierda. Jhon Kenneth Galbraith, explicaría en uno de sus ensayos recopilados en Economía y Subversión, que en una economía inteligentemente plural, cierto número de industrias deberían ser de propiedad pública, como lo aconsejan elementales consideraciones de conveniencia pública.
En Estados Unidos, luego de la Segunda Guerra Mundial, el sistema de los ferrocarriles, fueron señalados por el movimiento socialista americano de ese entonces como el objetivo de la primera ofensiva. La empresa Penn Central era la mayor compañía de transportes en ese momento, pero curiosamente no fueron los obreros, ni los maquinistas, ni los sindicatos quienes pidieron la intervención del Estado. ¡Fueron los ejecutivos de la compañía Penn Central quienes emprendieron la embestida socialista, es decir, la intervención del Estado!. ¿Por qué?. Quizás otra cita de Galbraith nos pueda explicar la paradoja, cuando añade que en un régimen ¡de capitalismo privado!, es un suceso vulgar que una compañía no pueda pagar sus deudas.
La Penn Central fue recuperada, inversión millonaria por parte del Estado, pero la compañía siguió en manos privadas. Hoy las grandes transnacionales norteamericanas son protegidas por el Estado, y una injusta política financiera repartida por todo el mundo como un plan de mafias de poder, hacen que otros países sostengan la rentabilidad de dichas empresas sin recibir ningún beneficio a cambio. Ejemplo, PDVSA, pues la industria petrolera venezolana por mucho tiempo, y de manera vulgar en manos de Giusti, liberó de impuestos a las transnacionales por medio de contratos que perjudicaban la economía nacional, además de ello subsidió la producción petrolera vendiendo el barril hasta seis dólares, por supuesto las pérdidas de esa generosidad las asumía el Estado venezolano.
Técnicamente hablando, socialismo define una posición por el Estado en la estructura del capital o en el régimen de una industria o empresa, lo bastante importante para producir o anunciar una esencial influencia o control sociales. El sector privado no edificará viviendas a precios moderados, es decir, con un fin social, si lo hace, exigirá del Estado una recompensa. Tampoco invertirá en las mejoras de un sistema de transporte público y barato, preferirá invertir en la producción de automóviles cada vez más lujosos y costosos, en detrimento del transporte público, su verdadero enemigo. Mientras peor es el servicio de transporte público y se dan estás discusiones de bárbaros, en las que no se acepta la importancia del beneficio del pasaje estudiantil.
Las grandes compañías de automóviles, seguirán incrementando sus ganancias en detrimento de la conveniencia pública. Caracas por ejemplo parece una ciudad creada para autos y no para personas. Mientras que en Guayana la débil inversión del estado en transporte público y la nula colaboración del sector privado hacen que la gente se vea obligada a comprar auto, y los que no a padecer de camionetas en mal estado llamadas “perreras”. Y por supuesto crece la demanda de robo de autos. El Estado todavía no tiene fuerza para inversiones de transporte y viviendas, y aunque lo intente, como el caso que nos ocupa, no tiene estructura de ejecución, seguimiento y control, lo que a su vez da pie a la corrupción, la burocracia y la ineficiencia.
El sector privado debe redefinir los fines económicos en función de la conveniencia pública, la ciudadanía. En lugar de traer más camionetas de lujo, que inviertan en proyectos como Transmilenio en Bogotá. En lugar de otorgarle créditos mil millonarios, que ellos permitan la participación de cooperativas en sus procesos de producción. Negociar con el sector privado, pero obligándolos a participar con criterios solidarios, después de todo, ellos también son ciudadanos.
