El tiempo es inexorable y lo perdido no se recupera jamás

No tiene remedio. “Si hubiera llegado cinco minutos antes...”, nos dicen.

Se lo dicen también a los muertos.

A los que llegan a una clínica con la yugular rota, con el estómago o las tripas destrozados.

Nada más insoluble que haber llegado tarde.

Y cuando todos hemos llegado tarde a una época, como nuestros hijos que llegaron tarde al boom petrolero y no les dejó nada porque se lo llevaron los malditos de Fedecámaras para Estados Unidos

Llegar tarde a la historia, a la revolución, al conocimiento, cuando Chávez debió haber llegado a nosotros en 1958 y no en 1998.

Llegaron tarde los pobres la lucha por sus derechos.

Nada puede contra el tiempo, ni sirenas ni escándalos o alarmas policiales.

A un herido que cogen a prisa, lo meten en una camilla, lo llevan a toda leche saltándose semáforos y cuando lo meten en la Sala de cuidados intensivos falta gasa, el médico está tomando café o no ha llegado, o el bisturí principal no aparece. “Si lo hubiesen traído cinco minutos antes, él estaba aquí”, dice el portero del hospital, filosóficamente, a los familiares de la víctima para “consolarlos”.

Que es como decir: “El próximo que traigan no lo retrasen mucho por favor.” Unos cinco minutos que eran oro, que eran la gloria eterna.

Por unos cinco minutos, el mundo que se derrumba.

El destrozo que cunde en una familia, el desastre íntimo de una herida más profunda que la muerte.

Los hospitales están llenos de muertos, que por llegar cinco minutos tarde no andan por ahí sirviéndole a la patria, llevando una pick up con plátanos o verduras a los mercados.

O llevando a la novia a la discoteca, en la taquilla de un banco o atendiendo a la vieja o revisando la tickera, o alguna revista deportiva, o aspirando a un cargo.

Por tan poca cosa, cinco minutos, que uno todos los días desperdiciamos hasta para cortarnos las uñas.

Por cinco minutos, nomás, no morimos casi todos.

Y uno anda por el mundo mosqueado, atormentado, no sea que cuando nos toque nos recojan a destiempo.

Nosotros mirando el reloj, calculando ese espacio tan ínfimo entre la nada y lo cotidiano.

Y esa es también una muerte lenta, letal, cada día, cuando corremos y al llegar a una oficina la vemos cerrar por fracciones de cinco, y nos damos con la mano, en la pierna.

Ya no fueron por los fulanos cinco minutos, sino por fracciones de segundos, y entonces todo un programa que se nos viene al suelo.

La madre de los desatinos que por esta leve tardanza se nos viene encima el fin de un drama.

Y nos regresamos sobre nuestros pasos, cabizbajos, como unos perros realengos, sin destino.

Por fracciones de segundo habrá ahora que esperar horas, días o meses.

Hay en uno como pertinaz arrechera agradecida.

La noria.

¿Y a una cita amorosa?

Ahí debe estar uno como un clavel.

Llegar con sobretiempo.

Que nunca nos esperen.

Y en esa suma infinita de pequeños minutos retrasados o adelantados inútilmente, acabamos en la mar.

En el polvo agradecido de la noche.

En el silencio vaporosos de las galaxias.

Damos con la nada.

No sabemos si para empezar otra vez, en otro mundo sin tiempo y sin espacios, sin celulares y sin llamadas urgentes que nos destrocen.

Pues, qué más da.


jsantroz@gmail.com


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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