Una respuesta que le debo a mi buen amigo y camarada Alberto Aranguibel

No creo que haya nadie en este mundo que con honestidad ponga en tela de juicio la superioridad ética del socialismo como contraposición al absurdo moral del capitalismo. Aún los defensores del capitalismo como sistema bajan la cabeza ante esta aplastante verdad y se centran para atacar al socialismo en la imposibilidad histórica para construirlo de acuerdo a los resultados obtenidos. Se aferran en sus tesis a la supuesta condición de utopía inalcanzable del socialismo. El argumento más socorrido para ellos es colocar la mirada sobre las experiencias socialistas devenidas en formas de opresión y poder acumulado por una burocracia arrogante.

A este respecto, en ese trabajo de Albert Einstein ¿Por qué Socialismo? que tantas veces evocamos, el grande hombre dedica un párrafo a un problema que poco o nada se cita, veamos: “Sin embargo, es necesario recordar que una economía planificada no es todavía socialismo. Una economía planificada puede estar acompañada de la completa esclavitud del individuo. La realización del socialismo requiere solucionar algunos problemas sociopolíticos extremadamente difíciles: ¿cómo es posible, con una centralización de gran envergadura del poder político y económico, evitar que la burocracia llegue a ser todopoderosa y arrogante? ¿Cómo pueden estar protegidos los derechos del individuo y cómo asegurar un contrapeso democrático al poder de la burocracia?” En otras palabras, Einstein no obvia el peligro que, por cierto, acabó con el sueño magnífico y el derroche heroico del pueblo de la Unión Soviética. Esto hay que debatirlo a fondo y hacerlo con absoluta honestidad revolucionaria o aprestarnos para vivir sus consecuencias. Reitero con Einstein: ¿cómo pueden estar protegidos los derechos del individuo (que son los derechos del pueblo) y cómo asegurar un contrapeso democrático al poder de la burocracia?

¿Cómo lograr que en esa necesaria etapa de transición en la cual el Estado debe cumplir la insoslayable tarea de poner todo su poder al servicio de la clase trabajadora éste no termine convertido en un nuevo poder al servicio de sí mismo encarnado en una omnipotente burocracia? He aquí sin duda un delicado problema que debe resolverse con creatividad, solvencia teórica y decisión firme.

El gran objetivo es una sociedad plenamente libre, solidaria, igualitaria, justa y en pleno ejercicio de la soberanía popular, en definitiva, una sociedad socialista en camino al “paraíso perdido”. El fin, desde el punto de vista de la infraestructura económica, es una sociedad en la cual cada una de las fases del proceso económico -capital, producción, distribución y consumo- sea de plena propiedad social directa. La transición obliga –esto hay que tenerlo muy claro para no caer en saltos al vacío tremendistas- a que en principio, y por quizás un largo tiempo, esta propiedad y esta capacidad de decisión sean indirectas, correspondiéndole al Estado una suerte de representatividad transitoria.

Ahora bien, el Estado no es un cuerpo etéreo ni una entelequia. El Estado está encarnado en personas y, por tanto, es susceptible de portar los vicios y las virtudes de estas. Administrar y decidir es poder y el poder es una tentación, a veces irresistible, a la acumulación de riquezas. Una Revolución Socialista, fatalmente desafiada por el tiempo que se agota a cada instante ante las trampas constantes de la clase burguesa, no puede depender de las fortalezas o debilidades de unos individuos colocados circunstancialmente en cargos de poder. El pueblo, como sujeto de este proceso revolucionario, no puede enajenar ni transferir su soberanía que es en definitiva la que le garantice el éxito de sus proyectos. No obstante, este mismo pueblo debe no sólo admitir sino respaldar el papel que al Estado le corresponde en la transición. El problema es entonces lograr que la transición no termine enajenándole su soberanía y protagonismo al pueblo.

Ernst Bloch, pensador marxista de mediados del Siglo XX, autor de la “Utopía Esperanza”, se plantea probables soluciones para abordar este problema de la transición que a juicio de Albert Einstein son “problemas sociopolíticos extremadamente difíciles: ¿cómo es posible, con una centralización de gran envergadura del poder político y económico, evitar que la burocracia llegue a ser todopoderosa y arrogante? ¿Cómo pueden estar protegidos los derechos del individuo y cómo asegurar un contrapeso democrático al poder de la burocracia?”. En su ensayo, Bloch ofrece fórmulas para que en la transición, el poder soberano del pueblo “transija” pero no entregue, comparta pero no enajene, y sobre todo, no pierda nunca su poder de control sobre el Estado y su funcionariado. Lo llama él “Dones necesarios para un pueblo en marcha”.

En principio, hermano Alberto, encuentro un gravísimo error que los líderes del Partido –salvo el caso del Comandante Presidente por su liderazgo imprescindible- sean al mismo tiempo burócratas (por elección o designación, da igual). Cuando un cuadro revolucionario ejerce un cargo de importancia dentro del aparato burocrático pierde su capacidad crítica y su fundamental papel de bisagra articuladora entre la misión servidora del Estado y el pueblo al que sirve. La razón –me parece- está de anteojitos: ¿Cómo evitar que el cuadro-burócrata no sea benévolo –por decir lo menos- en la valoración de su propia gestión y la de sus subalternos?, ¿cómo impedir que ese indudable poder que mana del ejercicio del gobierno no sea utilizado en beneficio de sí mismo y de sus incondicionales?, ¿cómo evitar que un gobernador o alcalde no utilice su poder para colocar sus incondicionales en la dirección del partido o utilice su incuestionable posición de poder para apoyar a los “suyos”?, ¿dependerá todo de la calidad ética del cuadro-burócrata?, ¿es suficiente esa garantía para hacer descansar en ella el éxito de la Revolución? ¡La experiencia nos dice rotundamente que no!

El Partido tiene que configurarse con las personas más generosas, entregadas, valientes, heroicas e ideológicamente mejor formadas del pueblo. Le corresponde el invalorable privilegio de ser los constructores de un mundo nuevo, y esa debe ser su recompensa. Deben estar libres de tentaciones de poder de ningún tipo. Deben ser personas con vocación irreductible de servicio a la causa, a la patria y al pueblo, sin más recompensa que la que mana de una conciencia satisfecha plenamente con haber sido en esta vida, personas útiles y buenas. Debe ser un profesional del apostolado revolucionario de modo que sus ingresos para vivir dignamente se los provea el Partido. Una vez que un cuadro-líder es llamado a funciones de gobierno su obligación central está en ejecutar sus funciones con honestidad revolucionaria y eficiencia absoluta, por ello debe responder y no por la organización del Partido para unas elecciones. El pueblo, en su conjunto, debe ser el protagonista de su propia redención. Los dones necesarios del Profetismo, el Canto, el Reparador y el de la Autoridad Regia, deben ser, como la Soberanía misma, intransferibles, absolutos e imprescriptibles. Inventamos o erramos ¡INVENTEMOS!


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Martín Guédez


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