Por ejemplo, en la fabricación burguesa de tela se separa técnicamente el trabajo de los asalariados, como productores del valor de uso de dicha tela, de aquellos trabajadores ocupados en los cálculos de su valor de cambio. De aquí la división entre “obreros” y “empleados”. Dígase que dentro de la misma fábrica el patrono mide y obtiene la participación conjunta de todos los trabajadores de cada fábrica en particular, y en el mercado se plasma el conjunto de todos los trabajadores de las diferentes fábricas que cubren la oferta de la cesta básica. Porque en las fábricas sólo se produce valores de cambio para su oferta, y en el mercado se los demanda valores de uso para su consumo.[1]
Pero, desde hace mucho tiempo, la sociedad produce bienes que sólo son creaciones del trabajo humano. Todo comenzó con prácticas agrícolas sedentarias, cuando la oferta natural dejó de garantizar silvestremente el sustento de las personas. Fue entonces cuando empezó a dividirse el trabajo y la versatilidad productiva de valores de uso y de bienes en general dieron lugar al mercado y desde entonces los productores se ven obligados al intercambio de dichos bienes.
La división del trabajo minimiza la participación de cada trabajador en la producción de los bienes de la cesta básica, y la hace menor dentro de las modernas fábricas, pero el mercado termina maximizándola en las mercancías que se truequen o cambien por dinero. Digamos que el mercado es un producto, una derivación, de la división del trabajo, un reagrupamiento social de lo que la mal llamada “sociedad clasista” desintegra en los centros fabriles de producción que ya no pertenecen a la sociedad, sino a una de sus partes, a los explotadores.
Dígase, pues, que el mercado es la verdadera sociedad de los seres humanos, no así la fábrica ni la familia, la parroquia, la ciudad y ningún país en particular; estos lugares sólo sirven como estancos para procesar valores de uso y más mano de obra , todos potenciados para ser transformados en valores de cambio. El consumidor compra en el mercado la mercancía, como valor de cambio, para darle valor de uso en aquellos lugares.
El valor de uso interesa a los compradores, en condición de consumidores finales, mientras el valor de cambio interesa a los vendedores, en condición de tales. Dígase que entre la oferta y la demanda no hay compatibilidad social, aunque paradójicamente allí se opera con todo el trabajo social de los trabajadores.
Todos los valores de uso producidos en función de mercancías representan valores de cambio en tanto y cuando se producen para el mercado. Por eso es que el trabajo social es el que reaparece en aquel, y nos indica que el trabajador produce mercancías con doble carácter. Esta dualidad del carácter del trabajo representado en cada mercancía, valores de uso y de cambio, impide que se las compare entre sí ya que ante los ojos del consumidor aparecen como diferentes valores de uso, distinta calidad, y a los ojos del vendedor, como v. de cambio sólo diferentes en cantidad. Para su factible intercambiabilidad en el mercado se hizo necesaria la creación del dinero, y este pasó a ser la mercancía que servirá como equivalente general de todas las demás. El dinero es la sociedad misma, cosificada, deshumanizada, contabilizada y desnaturalizada.
Si los bienes producidos se acopiaran en estantes de libre retiro no hablaríamos de “inventarios”, sino de despensas comunitarias. Entonces, el concepto de mercancía saldría sobrando y con su desaparición el valor de cambio y el dinero perderían su razón de ser.
De resultas, estamos en presencia de una artificial y transitoria forma de intercambio para la fuerza de trabajo. Efectivamente, los trabajadores, cuando aplican su fuerza de trabajo a determinados objetos con ayuda de determinados instrumentos y energéticos complementarios, realizan verdaderos actos de “magia” ya que cuando esta mano de obra “toca” esos medios de producción los transforma en nuevos bienes, unos de consumo y otros de producción, pero sobretodo se transforman en una mercancía capaz de ser cambiada indistintamente por cualesquiera otros bienes en determinadas proporciones. Esta capacidad responde a que la fuerza de trabajo empleada les imprime valor de cambio al “cascarón” de los valores de uso.
El dinero, a su vez, curiosamente representa todo el inventario de mercancías ofrecidas y por ofrecérseles, y como tal puede ser trocado por cualquier mercancía debido a que cualitativamente contiene el equivalente de todos los valores de cambio representados en los valores de uso, fabricados como tales, pero ofrecidos como valores de cambio en todo el mercado.
El mercado, formado por valores de cambio depositados en los valores de uso, se remonta a varios milenios atrás, hacia él se vuelca la Economía Vulgar, se asume el problema económico como indeterminaciones técnicas y se abandona el valor de cambio como expresión del verdadero “valor” del “valor de uso” producido por la mano de obra.
La literatura económica académica y vulgar de las sociedades burguesas suele hablar de los aspectos técnico y económico de la producción. El aspecto técnico lo restringe a la composición fisicoquímica de los bienes, como valores de uso, y el aspecto económico, a la mejor combinación posible de tecnología, calidad de los insumos, es decir, a la combinación más rentable, pero para nada toca el tema de la fuente de los valores de cambio, de los precios.
En esa literatura no se atribuye la fuente de estos valores a los modos de producción dentro de los cuales se lleva a cabo los procesos productivos. Desenfadadamente habla de unos precios dados por el mercado.[2]., así como la supuesta y especulativa “mano invisible” de Adam Smith, encargada de la nivelación de los correspondientes precios, mano invisible que Marx bautizó con el nombre de la visible mano de la Tasa de Ganancia Media[3].