Como la revolución no tiene cómo deshacerse de un cuajo del fardo que el capitalismo –decir “salvaje” es un pleonasmo beatificado- alojó en el hipotálamo colectivo, preciso es que su desconstrucción se apareje al logro de una comunidad donde las hadas animen a los carajitos al trabajo voluntario y no se hagan las pendejas con las feromonas y la paja. Nada de crucigramas chucutos, ni de futuros lejanos, ni de amores imposibles (que viva la colchoneta!)
Decía Pavese (su vida no fue un jardín de rosa) que la razón es nuestra; no de los soñadores pajúos del espejito egótico en el ascensor; ni mucho menos de los honorables agentes de la “razón”, creyentes del tiempo de dios como varita mágica para ligar que todo siga igual, sobre todo para que el caballo de Bolívar se conserve blanquísimo como el blúmer de María Corina o el pañuelo de Ramón Guillermo Aveledo. Los locos no damos tregua (qué palabreja, no existe en nuestro glosario) al enemigo, que nos persigue para traernos al bufete, al pupitre del oprimido, al lema del porvenir plastificado:
“Conserjes”(reos de la Propiedad Horizontal); “cachif@s”, (esclav@s de la clase media alta pero baja: gremialistas de FAPUV uníos!); “maric@s”, “marimach@s”, urbanos y rurales; “borrach@s” anónim@s; psiquiatrizad@s; negros pelopegao, hijos naturales, sin apellidos; monos sin dientes mal vestíos, canapiales, jediondos: la revolución es un sueño eterno, es una batalla contra la mala costumbre. Que nadie monopolice al otro, pero ahí vamos. Todos somos vanguardia con Chávez, poemas de carne y hueso del Preámbulo de la Constitución proclamado por la poesía antigua de Gustavo Pereira.
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