Por eso, venimos develando que el capitalista recupera el valor de los costes de capital de explotación porque los imputa como costes de producción, y así conserva incólume la plusvalía arrancada, además del mismo capital que usó para extraerla.
De manera que el capitalista, en funciones de comerciante, cuando compra al fabricante convalida la capitalización que este ha hecho de esos costes de capital cuyo valor de cambio están contenidos en el precio la mercancía traficada, como si realmente hubieran sido medios de producción de tales mercancías. Sabemos que son costes o medios de explotación [1], pero como medios de trabajo no pueden ser imputados al valor de la mercancía, sino asimilados a condiciones personales, en el caso del artesano, y a perfeccionamientos de la mano de obra fabril.
De manera que en las fábricas se crea la riqueza y en el mercado se la negocia; en la fábrica se arranca plusvalía y en el mercado se arranca salario, como propiedades de un sistema que no termina de molestar suficientemente a un trabajador obnubilado con unas máscaras económicas de difícil develación.
Durante la explotación esclavista, esta resultaba evidente: maltrato humano, comida de tercera, semidesnudez, descalzos, como trabajadores vendibles en cualquier mercado al lado de otras mercancías. Durante el Medioevo: tres (3) días de labor en la tierra ocupada por el campesino y otros tantos en las tierras feudales del Señor feudal.
En el sistema capitalista la explotación se halla oculta bajo impenetrables máscaras, una de ellas es el salario que se ha vendido como justa remuneración del trabajo rendido por el asalariado. Las victoriosas luchas sindicales se han encargado de convalidar semejante y errado criterio, y la parte laboral mejor remunerada, la clase media, se convirtió en la más furibunda trinchera defensiva del capitalista, de sus explotadores, así de invisible resulta dicha máscara.
Los asalariados están convencidos de que sus salarios pagan sus servicios consistentes en mover tal o cual máquina, manipular tal o cual herramienta, y de que la creación de las mercancías corre a cargo de la empresa. Esta convicción viene dada por la transformación de su trabajo en forma de mercancías, y la de estas en dinero[2], de tal manera que el trabajador no puede ver su valor creado, y sólo consume parte él cuando convierte el salario (dinero) en mercancías.
Pero hay otra causa mercantil que mantiene obnubilado a todos los trabajadores frente al fenómeno de la explotación clasista: se trata de la Contabilidad Burguesa, sobre la cual hemos adelantado algunas explicaciones[3].
El propio Marx denuncia que los capitalistas no reciben plusvalía por concepto de su capital aportado, ya que este, al cabo de cierto tiempo, lo habrán consumido en su cesta básica. Sin embargo, como cargan las depreciaciones y afines al precio de las mercancías sin que estas reciban una pizca de su valor de uso ya usado por los operarios, ciertamente mantienen su capital inicial y a este le atribuyen la obtención de sus ganancias. Conservan sus medios de producción en forma de valor, en dinero, pero entonces carecen de su forma material, y de allí que cada año deban volver a comprarlos. Es la máscara de la riqueza burguesa estafada en el comercio, una máscara que es la más invisible de todas.[4]
Luego de más de 160 años, las 4.000 páginas mal contadas de El Capital, de Carlos Marx, no han logrado tachar los asientos del contador burgués, un disciplinado tenedor de libros donde se aglutina el patrimonio mal habido de fabricantes, comerciantes y banqueros burgueses.
Por el contrario, sólo voces disidentes de la política estatal han atacado a los gobernantes y a las actuaciones comerciales especulativas de la alta burguesía nacional e internacional, pero sin cuadrarse abiertamente contra el sistema, quizás por causa de esta misma “invisible máscara” que ahora estamos develando. Por ejemplo, la clase media trabajadora de la Europa actual se halla combatiendo la política “neoliberal” del FMI, y a los gobernantes que la convalidan, pero no se les oye declarándose anticapitalistas ni antiburgueses, así de cegatos continúan.
Los proyectos socialistas cumplidos hasta ahora tampoco han podido romper el engaño burgués, y con cada crisis económica confrontada por este sistema, banqueros, comerciantes y fabricantes han hallado nuevos y lucrativos mercados que han convertido este modo de vida en un sistema que pareciera no tener reemplazo. Así de invisible es esta máscara que necesitamos quebrar de una vez por todas.
En el siguiente cuadro veremos cómo y por qué la explotación burguesa ha podido sostenerse y robustecerse a lo largo de sus ya buenos 500 años de práctica, miserias, crímenes, despojos territoriales, masacres, etc.:
Máscara literal
INVERSIONES CAPITALISTAS RESULTADO OPERACIONAL
Capital fijo y circulante, salarios Depreciaciones salarios ganancia
(Capital constante y variable) (Capital utilizado + ganancia)
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Máscara numérica
C /100 V/50 Pl/50 = Valor de la Oferta = 200
Para C = capital constante (medios de trabajo -50- + objetos de trabajo -50- ); V = c. variable, y Pl = plusvalía
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Allí vemos una producción total de 200, descompuesta en 100 para medios de producción; 50 para salarios, y una plusvalía de 50 que traduce una tasa de plusvalía de 100%.
Según la máscara numérica, todo el capital invertido en medios de producción ha sido cargado al valor de la oferta, y eso supone que maquinarias, herramientas, energéticos, lubricantes, alquileres, cortinas, adornitos de oficina y afines, y hasta el pago de los estudios de mercado del proyecto empresarial, será cancelado por el consumidor cuando consuma su salario.
Como sabemos, el consumidor sólo recibe las materias primas transformadas en el valor de uso de la respectiva mercancía, los envoltorios y empaques, pero absolutamente nada del valor de uso de los medios de trabajo. Estos jamás han debido imputarse como costes de producción, aunque sí como medios de producción.
Aclaramos que a estos medios de producción (medios de trabajo) no les negamos su carácter de capital constante, sino su intransmisibilidad al valor creado con la ayuda que prestan al trabajador ya que su utilidad se limita al aumento de la productividad del trabajador, y mal podría servir dos veces por el mismo valor: como valor de cambio de la nueva mercancía, y como incrementador de la productividad del operario.
Ahora bien, de acuerdo con esa realidad contable, la ganancia de 50 representa 25% del precio total de la venta, pero si dejara de cargarse las depreciaciones y demás medios de trabajo, el capitalista recuperaría sólo 150, que es apenas el monto inicial de sus inversiones en C y V.
De acuerdo con ese resultado, nuestro capitalista deberá buscar un rendimiento mayor de sus trabajadores, o una mayor a tasa de explotación que pase de 33,3% (50/150); eso significaría una tasa de plusvalía mayor de 100%, pero lo hace con una salida diferente al aumento de las horas de trabajo y la minimización del salario ya que ambas opciones son rechazables de plano por su visibilidad como manifestaciones de una explotación que debe permanecer tan invisible como si no existiera.
Esa salida nos pone en evidencia que las largas jornadas mantenidas hasta finales del siglo XIX sólo pudieron reducirse mediante el traslado del valor de esas depreciaciones y afines al precio de las mercancías, y así lo reflejan los cálculos vigentes del Producto Interno Bruto.
Ocurrió que el período manufacturero no dio chance alguno para la recuperación del capital invertido en los medios de trabajo ya que prácticamente las inversiones de marras quedaban reducidas a alquileres, salarios iniciales y materias primas. Los empresarios preindustriales obtenían una elevada tasa de plusvalía, y los consumidores eran menos estafados[5] de lo que han venido siendo desde las grandes revoluciones industriales con su maquinización ilimitada.
Súmese a esa estafa concretada en el mercado, las exenciones de impuestos sobre sus inversiones recibidas como incentivo para reactivaciones económicas, los créditos blandos concedidos por el Estado, la cautividad del mercado nacional y otros beneficios que in sólidum explican buena parte de las inmensas fortunas amasadas por la alta burguesía, más allá de la explotación directa en las fábricas de plusvalía.
Por esta razón podríamos explicarnos el rezago y freno que el sistema aplica al desarrollo de las Fuerzas Productivas, habida cuenta de que cada inversión tecnológica se cargará a la clientela y esta suele mostrarse insolvente y renuente ante esos nuevos precios, y con sobrada razón por cuanto, sin tenerlo suficientemente claro, está siendo explotada en la fábrica y en el mercado con su propio trabajo y con su salario e impuestos, respectivamente
Tal es la máscara más invisible que le ha permitido al capitalista hacerse inmensamente rico con explotación fábricas adentro, y con robo y estafa[6] fuera de ellas; para ello ha contado con un comerciante que funge de “aguantador” y coexoplotador ya que termina participando de la plusvalía y robando a su clientela por concepto del recargo indebido que hace de sus propias depreciaciones y demás costes comerciales, de unas inversiones en medios de trabajo que nada añaden al valor utilitario de las mercancía ni a su valor de cambio en consecuencia.
[2] Carlos Marx, El Capital, Libro Primero, Cap. XXIII.
[4] Carlos Marx, El Capital, Ibídem.
[5] Carlos Marx, Obra cit., Cap. V., Nota 22.
[6] Cónfer nota precedente.
[i] Hemos venido creando la serie de entregas virtuales sobre Economía Científica Política, y sobre Economía Vulgar, bajo la envolvente denominación de: “Conozcamos” y afines. Su compilación posterior la llamaré. “Conozcamos El Capital”, un proyecto de literatura económica cuya ejecución se mueve al ritmo y velocidad de los nuevos “conozcamos” que vamos aportando y creando con la praxis correspondiente. Agradecemos a “aporrea.org”, a su excelente y calificado personal, “ductor” y gerencial, toda esa generosa puerta abierta que nos vienen brindando, a mí, y con ello a todos los lectores virtuales del mundo moderno.