Las “areperas populares” financiadas por el gobierno nacional son, sin lugar a dudas, una Gran Iniciativa, por eso merecen darle la mejor aplicabilidad.
Así como la leche pasteurizada, líquida o en polvo, no debería vendérsele al mismo precio a ricos y pobres, a humildes de barriadas populares que a gente con elevados ingresos, a juzgar por la zona residencial donde esté “haciendo vida”, asimismo y por el contrario, tales areperas deben instalarse con todo el lujo correspondiente, en esas zonas de residencias no menos lujosas.
En cuanto a los precios, estos no pueden ser fijados para todos con un mismo rasero. Cierto que siempre es calculable un coste de cualquier mercancía, término medio, pero este precio ya determinado no puede aplicarse indistintamente para todos, a sabiendas de que nos hallamos en una sociedad diferenciada en un dilatado intervalo que se mueve desde ingresos mínimos hasta groserísimos ingresos de algunos trabajadores y funcionarios públicos y empresarios de elevado giro económico.
Al ubicar areperas populares en centros comerciales de lujo, ellas servirían para evidenciar hasta qué punto el escualidismo podría seguir defendiendo “su arroz caro, su matrícula cara, sus estafas inmobiliarias, sus intereses anatocistas fijados por banqueros y traficantes de bienes raíces·”, quienes, como pillos y vagabundos del hampa de cuello blanquecino, tienen en común con los estafados ser miembros de la misma clase media burguesa, porque, contradictoriamente, la alta burguesía no incurre en esas “nimiedades”, lo de esta es el petróleo, las minas de oro, hierro y afines.
A esta gente de mejores ingresos debe fijársele un precio recargado impositivamente, que se aleje por encima del precio real, y que este sobreprecio subsidie el precio de la gente de bajos ingresos, de “quince y último”, cosas sí.
Ese sobreprecio para la leche, el azúcar, el aceite popular, la ropa de brega o faena sucia, las hortalizas, los cereales, porque ninguna de estas mercancías pueden seguirse distinguiendo con precios diferenciales a punta de etiquetas, ni tapas amarillentas, con saborizantes ni con envases de lujo; deben ser, los unos, más caros, y los otros más baratos aunque con iguales e idénticas características. Ya sabemos que los envases de lujo son en sí mismos un artilugio comercial para vender más caro lo que vale menos. Da pena propia y ajena, descubrir a diario que la mayoría de las mercancías de la cesta básica cuestan lo mismo en zonas residenciales y sus correspondientes supermercados.
Estamos hablando de una suerte de “subsidio al revés”, es decir, considerar los productos de consumo masivo y formativos de la cesta básica, común para todos los mortales, como si todas ellas fueran mercancías suntuarias para los agraciados con este sistema burgués.
Con las carnes, estas deben ser de primera, segunda y tercera calidades, pero todas estas categorías deben ser vendidas por todas las carnicerías sin distingos de su ubicación geosocial. Se trata de medidas redistributivas que cambiarían radicalmente el tratamiento que se le ha venido dando a los precios, a los establecimientos comerciales y al reconocimiento pasivo y burgués de que hay gente con bajo poder adquisitivo, y otra con comodísimos bolsillos.
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