Cuando analizamos a la población trabajadora en su conjunto (visión
macroeconómica), entonces, debemos comenzar por reconocer que toda
herramienta de trabajo supone dos resultados encontrados y anulatorios entre
sí. Durante los últimos 200 años, esta situación se ha agravado con la
llamada industrialización y sus "revoluciones". Veamos:
Hasta la más insignificante herramienta, por un lado, incrementa la
productividad del usuario correspondiente, lo cual significa que este
produce más valor durante el mismo tiempo, o sea, más valor total añadido y
menos valor unitario en directa proporción a la cantidad de mano de obra
involucrada.
Por el otro lado, implica desempleo indirecto de mano de obra para cubrir la
misma demanda correspondiente. La herramienta, pues, atenta contra el mayor
empleo de mano de obra; siempre ha sido así. Sólo el afán de enriquecimiento
de capital explica por qué semejante contradicción ha caracterizado el
empleo de máquinas y herramientas en general, a pesar de que su uso ha
supuesto y supone desempleo en paralelo de mano de obra. Sólo la visión
microeconómica o clasista da cuenta de semejante aberración técnica.
Eso no significa que se deba prescindir de tales instrumentos de trabajo, de
tales medios de producción, sino de que su empleo debe tener como límite la
mano de obra desempleada en cada período económico: no resulta económico
para la sociedad en su conjunto el reemplazo de mano de obra por máquinas
mientras haya personal ocioso. Esta sanidad económica fue defendida por los
trabajadores desde los primeros tiempos industrializadores introducidos en
la vieja y pionera Europa.
Y hay más perjuicios macroeconómicos en el empleo de medios de trabajo
sustitutivos de mano de obra: Las empresas burguesas operan forzosamente con
diferentes composiciones orgánicas de capital. Este fenómeno obedece a la
diferenciación propia que deriva de las diferencias utilitarias de los
bienes, según sus variadísimos valores de uso, o valores técnicos. Se
requiere más capital constante para fabricar automóviles de carga que de
paseo, por ejemplo. Obviamente, el tejido a mano insume menos capital
constante que el tejido mecanizado. El aliciente de la maquinización ha sido
muy poderoso para sus empleadores. Como su conocimiento ya es de vieja data,
con dicha mecanización, los niveles de producción se disparan ad infinito,
el capitalista ve multiplicada la producción sin emplear un obrero
adicional y, por el contrario, hasta con reducciones en sus nóminas.
Por supuesto, semejantes apreciaciones técnicas son y han sido netamente
clasistas, individualistas o no macroeconómicas. El capitalista busca vender
más con mínima inversión de mano de obra, habida cuenta de que para él la
máquina es de uso prolongado, y que a la larga su incidencia en los costes
medios es mínima, dada la ingente capacidad y durabilidad que tienen las
máquinas para aumentar la productividad de la mano de obra, aunque sus
asesores le han afirmado que tales incrementos se les pueden atribuir a
dichas máquinas y no a la mano de obra que las manipula.
Los efectos macroeconómicos de la alta composición orgánica de la
capital-propia de los capitales de alto giro, transnacionales y afines- son
el trasiego hacia estas empresas de parte del plusvalor de las empresas
que relativamente emplean más mano de obra viva o que operan con
composiciones menores. Se trata de una permanente competencia intraclaista
porque sencillamente ningún capitalista es solidario con ningún otro, sus
"sociedades" son de capital, no de relaciones humanistas. Sólo frente al
proletariado, los capitalistas altos convocan a los medianos y pequeños para
que luchen contra él juntos o apelotonados, pero hasta allí: resuelto el
problema laboral de marras, cada capitalista a lo suyo. Las "sociedades
"burguesas son todas antisociales.
Ocurre que el capital reclama tasas medias de ganancia, y a mayor capital
constante más ganancias. Ese trasiego de plusvalía de unas empresas hacia
las de mayor composición orgánica se da constantemente porque las
mercancías terminan siendo vendidas no con arreglo a su valor intrínseco e
individual, sino a su valor medio inclusivo del capital constante, del
capital representado en maquinarias y demás medios de trabajo diferentes a
la materia prima.
Si una economía prescindiera de esas composiciones altas en favor de una
mayor número de empresas menores, estas, en conjunto, podrían dar cuenta de
los mismos y hasta mayores volúmenes de oferta con la ventaja de que buena
parte del capital daría más empleo a la mano de obra, y menos a unas
máquinas que no necesariamente son imprescindibles. En próximas entregas
abundaremos sobre esta poderosa y perversa contradicción capitalista.