La victoria de las revoluciones socialistas del siglo XX, comenzando por la soviética, más que el cumplimiento de alguna científica “legalidad histórica”, fue el encuentro azaroso, excepcional, oportuno, de una intuición política, una voluntad, una decisión férreamente ejecutada y unas circunstancias complejas, acumulación de una diversidad explosiva de conflictos, como bien lo describe el propio Lenin al explicar la especificidad de la revolución bolchevique. Lo mismo puede decirse de los otros procesos, y generalizarse como concepto.
Al fracasar los conatos revolucionarios en Alemania y Hungría, después de la victoria bolchevique de 1917, y no poder beneficiarse Rusia del nivel de desarrollo de las “fuerzas productivas” de la Europa capitalista (o sea, la industrialización), el régimen soviético (dirigido por políticos profesionales, burócratas y tecnócratas), firme en su creencia de la necesidad del avance de las fuerzas productivas, optó por impulsar un proceso de “modernización forzada” que impuso una colectivización de las tierras a sangre y fuego, con el costo de millones de vidas, una agricultura siempre fallida, una industrialización despótica de la fuerza de trabajo y un régimen totalitario que distorsionó completamente el mensaje emancipador del socialismo y el comunismo originales. Por lo demás, como ilustró Meszaros, las empresas soviéticas terminaron asimilando técnicas de gestión basadas en la rentabilidad, la competición en el mercado y el despotismo sobre el trabajo. Agreguemos a esto la derrota en la competición económica contra el bloque capitalista-norteamericano.
La tesis stalinista del “socialismo en un solo país”, como señaló en su momento Trotsky, terminó por ocasionar la derrota de los movimientos obreros europeos y subordinar el conjunto del movimiento comunista mundial a los intereses de gran potencia de la URSS. De allí a la tesis de la coexistencia pacífica, la competencia económica de los dos sistemas, el reparto de influencias en el mundo entre los dos bloques durante la “Guerra Fría”, etc. sólo fue un paso, cuestión de consecuencias. Pero ¿era posible (y cómo) la tesis contraria, la de la “revolución permanente”? Lo dudo. Las oportunidades son breves, pasajeras, escurridizas, azarosas. Las oportunidades de victoria de los movimientos obreros europeos lo fueron, y no volvieron más. Trotsky erró al convocar una IV Internacional justo cuando Hitler decidió atacar a la URSS. En todo caso, es inútil volver sobre lo que pudo haber sido y no fue.
Lo que no fue, fue el camino expedito de la transición del capitalismo al socialismo y al comunismo (la sociedad sin clases y sin estado, necesariamente mundial). La historia tomó otro camino. Por ello, el pesimismo de los teóricos de Frankfurt (Adorno y Horkheimer). El iluminismo, la razón, se tornó toda instrumental, bárbara, de dominación.
Es pertinente traer a colación las dos críticas históricas, surgidas dentro de la tradición marxista, para explicar el “desvío” de esos procesos revolucionarios. Por un lado, Trotsky habla de “deformación burocrática”, que tiene que ver con el surgimiento de una capa social (la burocracia soviética) a propósito de la necesidad de control férreo en medio de las difíciles circunstancias de la guerra civil, el atraso económico y la persecución de la oposición apoyada por la reacción internacional de las grandes potencias imperialistas. Por su parte, Mao Ze dong advirtió acerca de la usurpación del estado soviético por una burguesía que se benefició de la explotación despótica del trabajo, apropiándose colectivamente, de la plusvalía obrera. Estas dos explicaciones del fracaso de las experiencias “socialistas” en el siglo XX se formularon mucho antes del derrumbe del llamado “bloque soviético”, y fue enriquecida por los aportes de los teóricos de la Escuela de Frankfurt, que extendieron su crítica a todo el “Iluminismo”, con lo cual identificaron paradójicamente la razón con la dominación (de la Naturaleza y del propio Hombre) y la barbarie.
Si articulamos estas críticas a las experiencias “socialistas” del siglo XX, hechas desde el mismo marxismo, con otras (como también la de Rosa Luxemburgo, crítica del abandono del valor de la democracia por parte de Lenin), la constatación de la formación de la “aristocracia obrera” en los países centrales, y la certificación de la imposibilidad de marchar hacia la mundialización de la transición hacia el comunismo a través del socialismo en los países más desarrollados, tendremos un panorama aproximado de la profunda crisis del pensamiento socialista. No se trata de que el proyecto socialista-comunista esté cancelado. Se trata de que, en todo caso, es un proceso de Larga Duración, sujeto, además, a circunstancias azarosas, caóticas, turbulentas, inciertas. No se trata de un camino; se trata de una apuesta, riesgosa y llena de incertidumbre, y a larguísimo plazo. La “transición” se convierte en un encadenamiento indefinido de “transiciones”. Como para perderse. Por eso, el socialismo, que era la transición al comunismo, devino en una estación hacia la cual se requiere una transición, y para ésta, otra, y así sucesiva e indefinidamente.