La costumbre se hace norma. El secuestro que a lo largo de la historia hicieron, tanto del pensamiento de Cristo como del de Marx, quienes lo encarnaron en forma visible y real han terminado por fijar en la mente de quienes lo perciben, la idea que sus desaguisados macabros hicieron. Así, poco o nada queda del pensamiento social de Cristo aplastado bajo la acción de la institución más opresora de la historia: la Iglesia Católica. La demoledora acción de la Iglesia fue convirtiendo el pensamiento revolucionario de Jesús en un instrumento al servicio de los poderosos de todos los tiempos y su moral cristiana, radicalmente enraizada en la destrucción del pecado como opresión e injusticia en, apenas algo más que vigilante de baños, hímenes y prepucios. Igual ha pasado con el pensamiento de Marx. Cuando alguien lo evoca aparece la malhadada experiencia de capitalismo de estado, brutal y anodino de la URSS.
La propuesta de un Socialismo para el Siglo XXI formulada por Hugo Chávez en principio no ofrece aristas insalvables, salvo una. Eso lo percibe detrás del discreto silencio que se arroja sobre el punto en cuestión, en general, todos aquellos que deben y tienen que opinar. Me refiero al meollo de la cuestión. ¿Socialismo sin propiedad privada de los medios de producción?, ¿si o no? La otra propiedad privada, aquella que recae sobre los elementos que constituyen el modo de vida de cada quien no la ha cuestionado nadie. Esa clase de propiedad privada no representa apropiación de plus valía que es donde se centra la injusticia y la explotación del hombre por el hombre. Ud., con su apartamento, su carro o sus medias y camisas no está apropiándose del trabajo de nadie. Esa clase de propiedad, supuestamente amenazada, no pasa de ser un fantasma que agita, desde siempre, quienes sí poseen propiedad originadora de explotación, apropiación indebida y robo.
Vamos a ver. El cristianismo, -que no la burda estafa en que lo convirtió la Iglesia Católica- posee una joya imperdible para conocer lo que a este respecto pensaba Cristo y la comunidad cristiana de los primeros tiempos. Aquella comunidad que aún no había sido secuestrada por los poderosos de todas las horas. Me refiero al capítulo 4 del libro de los Hechos de los Apóstoles. Nadie que lo lea y lo internalice con honestidad puede quedar con dudas respecto a este punto clave del socialismo cristiano. No se trata, incluso, de propuestas teóricas, va más lejos, muestra el ejemplo de vida de una sociedad cristiana sin sombra de dudas.
“La multitud de los fieles tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba suyo lo que poseía, son que todo lo tenían en común…. No había entre ellos ningún pobre o necesitado, porque todos los que tenían campos o casas los vendían y ponían el dinero a los pies de los apóstoles, quienes repartían a cada uno según sus necesidades” (Hc. 4 32-35).
Más claro ni agüita de tinajero. Sólo un punto de extraordinaria importancia emerge con fuerza para plantear la gran dificultad. Lo que entre ellos acontecía, -socialismo perfecto- se apoya sobre la base de un hombre nuevo. En el pasaje descrito se observa cómo, voluntariamente, los propietarios de casas y haciendas, -resulta absurdo que se mencionaran industrias, bancos o comercios, debido a las características de aquella sociedad- vendían todo, se expropiaban a sí mismos, y lo colocaban al servicio de los que no tenían nada. ¿Podríamos esperar que los empresarios de nuestro tiempo hicieran eso voluntariamente? ¿Cómo formar este hombre nuevo sobre las estructuras educativas y culturales del propio capitalismo, empeñadas con todos sus recursos en formar el hombre para el egoísmo y la competencia? Plantea aquí el cristianismo un problema insoluble en la práctica. Es poco menos que una utopía inalcanzable, una esperanza, un sueño, y el hambre, la miseria y la exclusión requiere algo más que sueños.
No obstante, apenas unas líneas más abajo, aquella sociedad cristiana muestra la fuerza de una conversión no dejada al libre albedrío del converso. Un ejemplo de cómo la sociedad en su conjunto no esperaba, bobalicona y románticamente por las acciones libérrimas de sus miembros. Resulta evidente que condicionaban la pertenencia a la sociedad al cumplimiento de la norma: desprenderse de la propiedad privada de los medios de producción. En el capítulo 5, desde el primer versículo, se recoge un acontecimiento luminoso respecto a la acción coercitiva del Estado (los apóstoles) sobre quienes pretendían hacer trampa. Veamos:
“Un hombre llamado Ananías, de acuerdo con su esposa Safira, vendió una propiedad y se quedó con una parte del precio…el resto lo entregó a los apóstoles. Pedro le dijo… ¿por qué intentas engañar…guardándote una parte del precio del campo? ¿Cómo se te ha ocurrido hacer esto?....Ananías al oír esto se desplomó y murió.”
No se andaban con chiquitas los apóstoles. ¿Qué dirían de un Estado que procediera con tal dureza? No se detuvo allí la acción ejemplarizante de los apóstoles, poco después se presentó la esposa, esa misma que sabía lo que su marido había hecho y murió también. De modo que, ciertamente no dejaron una doctrina pero sí un ejemplo, un claro y duro ejemplo. Para pertenecer a la sociedad había que cumplir con la norma de poner los medios y recursos al servicio de los más pobres o, sencilla y llanamente, morir. ¡Claro! Seguramente alguien argumentará que podían no pertenecer a la sociedad y quedarse con lo suyo. ¡Cierto!, pero… ¿Dónde aparece la dimensión del grupo? ¿No puede ser ese grupo, esa sociedad tan extensa como para formar una nación? ¿Y si esa nación se llama Venezuela? No se… cuando en estos días se habla de coexistencia entre capital privado y socialismo, sería bueno mirar la radicalidad, puesta de manifiesto en muchos otros episodios por el mismo Cristo. Sólo para animar la discusión, véase el episodio del joven rico. Era bueno, era noble, era piadoso, pero no quiso desprenderse de sus riquezas, con pena, Jesús lo mandó de paseo. ¿Sería a Miami?.
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