Se hace una revolución para tomar el poder. Hasta ahí la mentalidad de las rebeliones y montoneras del siglo XIX. Pero se toma el poder para hacer una revolución. He allí el pensamiento de las revoluciones propiamente dichas. Pero no es fácil compaginar el rol de impulsar la revolución y con el de hacer un buen gobierno. Son dos lógicas completamente diferentes. Revolución implica, desde la revolución francesa de 1789 y la independentista latinoamericana de 1811, efectivamente, un lado negativo muy evidente. Se trata de destruir el “antiguo régimen”. No se trata de un “quítate tú pa ponerme yo”. Es “desbaratar” una estructura; es arrancar la “mala hierba” desde la raíz. Y eso incluye violencia. Gobernar, en cambio, implica mantener el orden establecido, conservar lo conservable, mejorar, cuidar, aplicar la ley instituida, tomar decisiones en bien de todos. Eso también incluye la violencia, pero una “legítima”. Se podría pensar que el lado destructivo de la revolución se equilibra, compensa y complementa con el lado constructivo de gobernar. Pero no es nada fácil.
“Tomar el poder” implica ya muchas cosas, no todas combinables con la tarea destructiva de la revolución. Primero, supone que la primera obligación de quien toma el poder, es conservarlo. Además, “tomar el poder” se entiende que es el poder sobre el estado y éste tiene sus propias exigencias para que sea eficaz, efectivo y, sobre todo, legítimo. Por esto último, en tercer lugar, es que si asumes el gobierno (que es el poder sobre el estado), debes hacerlo “en beneficio de todos”, salvo de aquellos que quieren sacarte del poder y, por ese motivo, se convierten en “subversivos”. Valga la aclaración que una “oposición” no implica necesariamente una subversión, porque podría optar por el gobierno por la vía establecida, la constitucional, con lo cual deja de ser subversiva.
Todo esto es el ABC de “gobernar bien”: gobernar de tal manera que se logre mantener el gobierno, hacerlo funcionar, mantener un apoyo fuerte de los gobernados y debilitar al máximo a los subversivos, hasta hacerlos sólo “oposición”. Ahora ¿cuál sería el ABC de la revolución? Ya lo dijimos: destruir la estructura del “antiguo régimen”. La dificultad es cómo destruir esa estructura al mismo tiempo de “gobernar bien”.
El chavismo tiene una guía general para hacer ambas cosas: el “Plan de la Patria” del Comandante Hugo Chávez. Me refiero a sus lineamientos generales, porque tampoco es que ese documento, divulgado para una campaña electoral y ahora ley de la República, sea un “texto sagrado”, revelado por algún dios (o Bolívar mismo) a Chávez. Se entiende que la racionalidad de ese texto es el de guiar un buen gobierno para que avance la revolución. De modo que debe amoldarse a las circunstancias, adaptarse, actualizarse, mejorarse. Por otro lado, hay que apreciarse su originalidad ideológica. No es ni de lejos un texto marxista-leninista. No define el socialismo como una dictadura del proletariado ni como una transición a una sociedad sin clases y sin estado; lo define con un concepto claramente utilitarista: “la mayor suma de felicidad posible”. ¡Priestley y Bentham puros, con algo de cristianismo!
Pienso que hasta ahora el compañero Presidente Maduro y toda la dirigencia chavista, que son dirigentes partidarios y gubernamentales a la vez, lo han hecho bastante bien en lo que se refiere a las tareas fundamentales del gobierno. Les falta eficacia y eficiencia, seguramente. El desbarajuste de las divisas fue un desgobierno; todavía no se entiende bien si ese desastre, precisable en el tiempo (desde mediados del 2012 hasta ahora, que estamos pagando), obedeció más a la corrupción de los funcionarios a cargo, de los empresarios, de ambos o a que el gobierno quedó paralizado porque Chávez estaba grave de su cáncer. Pero Maduro se movió bien para ganar las elecciones y mantener la nave a flote.
Lo que también salta a la vista, y debiera ser la discusión principal en el chavismo, es que siguen intactas las estructuras perversas del capitalismo rentista que nos habíamos propuesto destruir hace ya bastante tiempo, y no hemos sido capaces de construir un nuevo modelo económico productivo. Se ha gobernado, pero no se ha hecho revolución. O muy poquito.
¡No es fácil!