A dos años del fallecimiento de Hugo Chávez, ocurrido el 5 de maro de 2013, continúa siendo difícil un análisis sereno de Venezuela con tanto ruido mediático, información sesgada o directamente manipulada y pugnas políticas, económicas e ideológicas camufladas de interés periodístico. El sólo hecho de que el foco de la prensa se centre permanentemente en el país caribeño ya denota una intencionalidad que trasciende lo periodístico. Esta lupa no se pone sobre México, donde desaparece una persona cada 90 minutos; Honduras, país en el que el asesinato de políticos opositores, sindicalistas o informadores es moneda corriente tras el golpe de estado de 2009, o Paraguay, que después del derrocamiento del presidente electo Fernando Lugo se ha convertido en la nación más pobre de Sudamérica, superando a la tradicionalmente misérrima Bolivia, cuyo nivel de vida ha aumentado sustancialmente en los últimos años. La lista de agravios comparativos es amplia e incluye lugares que se aproximan a estados fallidos ante la indiferencia de los medios: Guatemala, El Salvador, Belice o incluso Colombia.
El relato de una Venezuela al borde del abismo es para consumo externo. La persona venezolana promedio, más allá de sus preferencias políticas y sin negar los problemas, no se reconoce en esa caricatura. No percibe a su país como una dictadura feroz en la que se reprime cualquier atisbo de disidencia política y donde supuestas mayorías empobrecidas vagan en busca de alimentos hostigadas por policías, ejército y paramilitares chavistas. Por el contrario, este escenario le retrotrae a épocas pasadas, a la Venezuela de los más de 3.000 desaparecidos o los 5.000 asesinados en la explosión popular de 1989 a causa del hambre y la exclusión, con un 85% de la población viviendo en la pobreza. Entonces, la prensa internacional callaba.
La oposición venezolana continúa sin hacer una lectura correcta de su propio país y de ahí sus reiteradas derrotas electorales. Agita una bandera de lucha contra la “dictadura” que ya ni sus simpatizantes siguen. Sus últimas convocatorias de calle han sido un fracaso. En la Gran Caracas de los seis millones de habitantes, apenas unos centenares de personas se congregaron en el acto organizado al cumplirse un año de la detención del opositor Leopoldo López, acusado de asociación para delinquir. La misma indiferencia se registró ante el arresto, hace unas semanas, del alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, por idénticos motivos. La sociedad venezolana parece aprobar que el Estado tenga mecanismos para defenderse de aquellos que tratan de subvertir el orden constitucional legítimamente establecido, al igual que ocurre en todos los sistemas democráticos del mundo. España y Estados Unidos, las dos puntas de lanza en el ataque mediático, utilizan profusamente esta figura legal, encarcelando a personas por conspiraciones de corte izquierdista –especialmente en tiempo de la Guerra Fría-, islamista o independentista. La oposición no entiende que el mensaje que vale para un público internacional, con un elevado grado de ignorancia sobre la realidad venezolana y sin la posibilidad de contrastar sobre el terreno, es ineficaz de puertas para adentro. Y al fin y al cabo, quienes votan son los venezolanos, no los extranjeros.
Hoy, las preocupaciones del pueblo venezolano se centran en la economía. Según el Barómetro de la Fundación GIS XXI de febrero de este año, un 45% considera que el desabastecimiento y la inflación son los principales problemas del país, muy por encima de otras cuestiones como la inseguridad, el desempleo o la corrupción. Frente a esta situación, la oposición no ha realizado ninguna propuesta más allá del ejercicio fútil de señalar la evidencia de que estos problemas existen. En buena parte de la población cunde la sospecha de que este silencio encubre el retorno a un programa neoliberal en el caso de acceder al Gobierno. El capitalismo extremo nunca descubre sus cartas antes de llegar al poder. El incumplimiento sistemático de las promesas con las que Mariano Rajoy ganó las elecciones en España es un buen ejemplo de ello.
Pero quizás la peor noticia para la oposición sea que la opinión pública no señala únicamente a Nicolás Maduro y al Gobierno como responsables. El estudio de GIS XXI revela que la atribución de responsabilidades también alcanza a las grandes empresas y redes de distribución comercial, alineadas con la oposición, especuladores financieros y movimientos políticos internos y externos que buscan la destitución del presidente por vías no electorales. Hasta un 55% considera que existe una estrategia de desestabilización económica con fines políticos, frente a un 34% que no comparte esta visión. El hecho de que las agencias internacionales califiquen la deuda venezolana peor que la de una Ucrania rota y en plena guerra civil es un disparate que alimenta la certeza de un cerco a la economía venezolana.
Estas razones explican el porqué la valoración de la oposición y sus dirigentes ha caído a mínimos históricos, con un respaldo que apenas supera el 10%. Por el contrario, Maduro sigue siendo el líder mejor valorado, de acuerdo a los sondeos de diferentes encuestadoras como Datanálisis, Hinterlaces o la propia GIS XXI. Los encuestados reconocen que las medidas para reconducir la economía parten en exclusiva del presidente y su equipo de Gobierno, más allá de que estén siendo efectivas o no. El chavismo, por tanto, constituye la única opción política realista a ojos de la mayoría.
Estos datos nunca son difundidos fuera de Venezuela. Conviene tenerlos en cuenta ante otra eventual victoria chavista en próximas elecciones. La audiencia internacional, a quien se hurta esta información, se preguntará entonces cómo ha sido posible el triunfo si el país está en el precipicio. Las terminales mediáticas de la derecha sembrarán en este terreno abonado la duda sobre la limpieza de los comicios. Y así comenzará a girar de nuevo, incansable, la rueda de la manipulación, por más que la realidad se empeñe en desmentirla.