¿Por qué tengo que amar al prójimo? ¿Hasta cuándo los humanistas nos van a atormentar con esa idea loca? Estas preguntas se las han hecho y se las hacen todos los egoístas desde mucho antes de Jesús. Sí, mucho antes. Porque Confucio, filósofo chino, allá por el siglo VI antes de Jesús, ya hablaba de la “piedad filial”, necesaria para alcanzar la armonía en la familia, la sociedad y el Estado. Y Sidarta, también por esa época, pero en la India, recomendaba la “compasión infinita” como camino ineludible para alcanzar la felicidad perfecta.
Amigo lector, si usted es una persona solidaria, muy poco puedo aportar para sus reflexiones. Ya usted se montó en el autobús del “socialismo cristiano” que tanto machaca el Comandante como vía indispensable para alcanzar el estado de mayor suma de felicidad para todos. Pero, al contrario, si usted es de esas personas mezquinas por naturaleza, o más bien le enseñaron a serlo, o ambas cosas a la vez, tómese unos minutos y delibere en su interior con la compañía de las líneas que siguen:
Supongamos que creo en un dios benevolente así como lo manifiesta el Presidente. Bueno, muy fácil. Si soy creyente, soy un privilegiado porque estoy imbuido con la gracia divina y puedo amar a un dios en su dimensión sobrenatural. Y, por extensión, si amo a un dios de manera sobrenatural, también puedo amar de forma sobrenatural a todo lo que él le dé vida. O sea, que puedo amar al prójimo con poco sacrificio. Facilito, ¿verdad?
¡Ah! Pero yo no soy creyente, ¡qué broma! Bueno, no importa. Pero sí creo en la justicia. Creo que debe hacerse justicia. Claro, alguna vez he sufrido algún tipo de injusticia, y cada vez que veo la injusticia en el prójimo, siempre recuerdo mi experiencia, y como reflejo de su pena, me pongo en su lugar, y siento compasión.
Si, si, pero eso de la compasión se me pasa rápido. Por lo general yo solo amo por simpatía o por roce. A mí me cuesta amar de forma sobrenatural. Esta bien, esta bien. Pero sí me gustaría vivir en paz. No quiero que vuelva a explotar la sociedad como pasó el 27 de febrero de 1989, porque correría peligro mi familia. Ni tampoco quiero vivir en una sociedad que se sostenga por décadas a punto de explotar, porque igual la delincuencia me perjudica.
Bueno, ahora pareciera que sí tengo motivos para “amar al prójimo”, al menos por conveniencia. O más bien, como propuso el filósofo alemán Immanuel Kant del siglo XVIII cuando dedujo el “principio unitario del deber”. Él planteaba algo así como “respetar al prójimo”, sin necesidad de llegar a amar.
Perfecto. Si es así, puedo acudir a la regla de oro de todos los pueblos: “No hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”. O esta otra más socialista: “Todo lo que quieres que otros hagan por ti, hazlo por ellos”.
¡No, no!. Mejor no. Yo no quiero perder el tiempo ayudando a otros para ver si algún día esto redunda en mi beneficio. ¿Y si me muero antes? Si, pero quedan mis hijos, y, yo amo a mis hijos, eso es natural. Y si no tuviera hijos. Bueno, pero tengo sobrinos que también los amo. Y si tampoco tengo sobrinos. Están los hijos de mis amigos a quienes les deseo que disfruten una patria soberana y en paz, sin clases sociales. ¿Patria sin clases sociales? Sí, claro. Porque para tener patria, tenemos que amar la igualdad, y para amar la igualdad, tenemos que amar al prójimo en cualquiera de sus formas.
¡No, que va! Eso de patria es muy complicado. Y eso de desear el bien a otros después de que yo esté muerto, me cuesta mucho. Yo lo que quiero es ser feliz y ya. Bien, pero ¿quiero ser medianamente feliz o quiero ser muy feliz? Por supuesto que quiero sentirme bien, no solo con pocos ratos de placer, sino con un estado de satisfacción emocional y espiritual más o menos sostenido en el tiempo.
Bueno, entonces no me queda más que recurrir a los conocimientos y a las experiencias del filósofo indio Sidarta Gautama Buda. El filósofo asegura que para sentirme muy bien, debo necesariamente alcanzar un estado de amor-compasión que consiste en un deseo urgente y muy profundo por el bienestar, la felicidad y el desarrollo de todos los seres vivos.
Y dale otra vez con el “amor al prójimo”. Pareciera que no tengo salida.
¡Que se le hace! Vamos a aceptarlo. Pero ¿cómo alcanzo ese estado de amor-compasión? Los seguidores de Sidarta han compilado su sabiduría por tradición oral, y hoy la puedo encontrar escrita en los “Sutra”. En uno de ellos, en el “Sutra del Amor”, voy a encontrar una serie de ejercicios mentales que tengo que realizar todas los días, hasta que, finalmente, algún día pueda realmente amar al prójimo sin necesidad de amar a un dios supuestamente benevolente.
Bueno, se puede intentar. Pero solo en las noches antes de acostarme, porque en el día tengo que trabajar. Y, ¿cómo hago para que mis hijos, mis sobrinos y los hijos de mis amigos amen al prójimo? Los niños son muy dispersos para emplearse en esas tareas aburridas.
¡Ah! Ya sé. Por allá leí, pegado en la puerta de la habitación de mis padres, cuando era niño, un cartelito que decía:
“Un niño que vive con amor, aprende a amar”.