Algunos años atrás se hablaba de lucha de clases. Hoy, de democracia. Para aquella época –unas dos o tres décadas atrás– se hablaba de poder popular; hoy se habla de participación ciudadana. Años atrás se hablaba de Marx, con x al final; ahora se habla de Marc’s (métodos alternativos de resolución de conflictos). Antes se hablaba de revolución. ¿Ahora se habla de refundación del Estado?
La derecha política se ha ido apropiando paulatinamente de lo que años atrás era el discurso de la izquierda. Eso es gatopardismo: cambiar algo para que no cambie nada. Hoy, abiertamente y sin ningún temor, los organismos financieros internacionales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional pueden denunciar la situación económica del mundo y hablar de lucha contra la pobreza. Eso puede parecer loable; pero ¡cuidado! Luchar contra la pobreza no es lo mismo que luchar contra la injusticia, contra las verdaderas causas que producen la pobreza.
En ese orden de cosas, hoy día en Guatemala comenzó a hablarse (demasiado insistentemente quizá) de “refundación del Estado”. Ante todo, como punto mínimo, partamos por definir qué es eso del Estado. Y ahí sigue siendo absolutamente válida la definición dada por Vladimir Ilich Ulianov (Lenin) en 1917 en su texto “El Estado y la revolución”: “Producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase”. En otros términos: es el aparato que sirve para mantener la dominación de clase.
En cualquier parte del mundo, y en Guatemala en particular, podrá discutirse mucho sobre el carácter del Estado imperante. Pero en cualquier parte se repite siempre la misma función: el Estado es el garante de la explotación de una clase sobre otra. Para eso está, no para otra cosa. La provisión de servicios básicos es su responsabilidad, y a veces (en el Norte próspero) eso se cumple. En el Sur –y tomemos el caso de Guatemala– eso es una quimera. En el Norte los Estados tienen hasta un 60% de recaudación fiscal sobre el producto interno bruto. En el país centroamericano no llega al 10%. ¿Cómo podría funcionar así ese Estado?
En otros términos: los Estados de los países pobres (la abrumadora mayoría del mundo) a duras penas brindan algún servicio, pero están siempre listos para mantener los privilegios de las clases dominantes (léase: reprimir la protesta popular). En Guatemala –típico banana country, plagado históricamente de dictaduras militares y corrupción, con una oligarquía extremadamente rica sobre la base de una población extremadamente pobre– el Estado estuvo ausente de la solución de los problemas básicos; Estado racista, centrado en la defensa de la agroexportación, de espaldas a la población indígena, sin la más mínima presencia en buena parte del territorio nacional (falta de escuelas, de centros de salud, de caminos, de planes de contingencia antes eventos naturales) no falló al momento de reprimir brutalmente durante la guerra interna. En otras palabras: no es un Estado fallido (término puesto de moda recientemente). Es un Estado ausente, que solo sirve para mantener inalterables las contradicciones de clase, los privilegios.
Poblaciones indígenas del Altiplano (pueblos originarios, pueblos mayas), eternamente sojuzgadas y olvidadas, quizá nunca conocieron un médico del Ministerio de Salud, pero sí tuvieron presencia del ejército cuando la clase dominante (y Washington) vieron una amenaza seria con el auge de las luchas populares y los movimientos guerrilleros en décadas pasadas. Ahí sí funcionó el Estado (la guerra, sin dudas, no la ganó el campo popular). Ese es el Estado que existe en Guatemala.
¿Refundarlo? ¿Cómo? ¿Para qué?
Refundarlo significaría algo así como empezarlo de nuevo. Pero ello no es posible, a no ser que haya un verdadero cambio en las relaciones de fuerzas de las clases sociales que caen bajo el paraguas de ese Estado, cosa que no ha sucedido.
Para ejemplificarlo: terminaron los 36 años de guerra interna con un verdadero holocausto, con una cauda de muertos, desaparecidos y dañados única en todo el continente. Sobre la finalización de ese enfrentamiento armado se firman los Acuerdos de Paz, que en los papeles pueden mostrar la aspiración de una sociedad más justa y equilibrada. Ahora bien: esa firma fue una derrota encubierta para el movimiento revolucionario (¿disfrazada de relativo triunfo en los Acuerdos de Paz?). 20 años después de la misma, las cosas siguen prácticamente igual a como estaban antes del inicio de la guerra: 60% de la población bajo el límite de la pobreza, la oligarquía con su mismo beneficio de siempre, los pueblos originarios excluidos, y el Estado –salvo algunas cosméticas pinceladas de modernización– sigue tan alejado de las soluciones de la población como lo fue en toda su historia. ¿Por qué no se pudieron hacer cumplir los Acuerdos de Paz? (hoy días más recuerdos que otra cosa). Porque el campo popular y el movimiento revolucionario no tienen la fuerza suficiente para llevar a la práctica lo estampado en un papel. Es una simple (o complicadísima) cuestión de poder: ¿quién lo detenta realmente? ¿A quién representa el Estado? Al campo popular, definitivamente no.
Para ejemplificarlo: terminó la guerra y no hay ningún responsable de tamaño latrocinio. La impunidad sigue inalterable. El juicio al que fue sometido el ícono máximo de esas masacres, el general Ríos Montt, de donde salió una condena por delitos de lesa humanidad que fijaron una pena de 80 años de cárcel inconmutables, quedó anulado, y el referido militar solo una noche pasó en una prisión castrense. Una guerra monstruosa que dejó heridas psicológicas para varias generaciones, viudas, huérfanos, gente que lo perdió todo, prácticamente no tuvo por parte del Estado ninguna respuesta, dejando la reparación de tanto desastre en manos de la sociedad civil organizada en ONG’s.
En síntesis: el Estado actual, corrupto e ineficiente, es el mismo que viene manteniéndose desde la “independencia”. ¿Su refundación podría significar un cambio real en las relaciones de poder? ¿Quién garantizaría los cambios, con qué poder efectivo?
Como decíamos más arriba: hoy día pareciera que la derecha se apropia del discurso de la izquierda. Hablar de “refundar” el Estado puede parecer incluso algo progresista. Pero cuidado con los espejismos: ¿con qué poder real ejercer los cambios que las grandes mayorías –indígenas en lo fundamental– necesitan? Si en estos momentos hasta un personaje de la derecha como el ex presidente Serrano Elías –junto a militares que formaron parte de la represión– pueden hablar de refundación, como mínimo eso huele raro. O, al menos, como no confiable para el campo popular.
¿Con qué fuerza real cuentan el campo popular y las propuestas de izquierda para imponer una nueva agenda al Estado tradicional? ¿Con las movilizaciones urbanas del 2015? “El poder nace del fusil” decía Mao Tse Tung, como metáfora para explicar que los cambios reales necesitan un poder fáctico real, tangible, contundente, con lo que cambiar el curso de las cosas. Las declaraciones –tal como pudiera ser esto de la refundación– difícilmente alcancen.
Si se quiere cambiar algo en términos político-sociales, habrá que pensar en cambios reales en la correlación de fuerzas, en las relaciones de poder. Para instaurar el actual sistema capitalista liderado por la burguesía, en 1789 Francia marcó el camino: fue necesario cortarle la cabeza (figurada y literalmente) a los monarcas de turno, expresión de la sociedad feudal. No se refundó ningún Estado: se hizo una revolución y se instauró algo nuevo. Para cambiar algo realmente hay que hacer eso: destruir lo viejo y construir algo nuevo. Si lamentablemente se debe apelar a la violencia, parece que no hay otra salida (“La violencia es la partera de la historia”, dijo un decimonónico pensador).
¿Habrá que “refundar” o habrá que cortar de cuajo algo para que empiece una sociedad nueva?