José Vicente Rangel, entrevistó al gobernador de Carabobo hace unos días, y destacaba una frase (“revolución militar”) escuchada en un acto al Ministro de Defensa, Padrino, Jefe de Grandes Misiones, revisor de toda la distribución de productos en el país, supervisor de ministerios, presidente de la empresa militar de hidrocarburos y minería y “uno de los grandes Vladimires” (el otro era nada menos que Lenin), como le dijo en el éxtasis de la adulancia un columnista de “Aporrea” quien llegó hasta a compararlo con Lenin. Ameliach suspiró, henchido de orgullo, y mencionó algo acerca de las promociones de la Academia Militar; no estoy seguro si era que Padrino es de su promoción o si lo era Cabello. Lo que inflaba el pecho de satisfacción a Ameliach era que los nuevos cadetes constituían un futuro brillante de la Fuerza Armada.
Rangel tiene razón: la frase “revolución militar” es significativa. Por muchas razones. Es un hecho conocido y reconocido que este “proceso político” tiene como componente determinante a los militares. Y eso fue así desde aquellos grupos conspiradores que desde los 80 perfilaron lo que después se manifestó el 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992. Y tal vez desde antes.
Douglas Bravo encuentra una continuidad entre esos movimientos clandestinos militares (no sólo el MBR-200, sino también el ARMA de William Izarra y otros), y los que dieron lugar a la caída de Pérez Jiménez y el “Porteñazo” y otras muchas conspiraciones, en las que los militares tenían un brazo civil a la izquierda. La historia que reconstruye Bravo es interesante, porque intenta explicar cómo es que las fuerzas armadas de este país, en contraste con las de Argentina, México, Colombia o cualquier otro país latinoamericano (salvo, quizás Perú y Panamá, como veremos), siempre mantuvieron un “corazoncito” izquierdista. Esa anomalía histórica respondería a que, en realidad, a lo largo de la historia republicana, la fuerza armada ha sido reventada y reconstruida varias veces, en sucesivas conmociones históricas: comenzando con la de la independencia, siguiendo con la guerra federal, continuando con la irrupción de los andinos a principios del siglo XX, que dio nacimiento a la Academia y cierta institucionalización, de la cual surgió Pérez Jiménez (cuyo “brazo civil” fue nada menos que AD en 1945), hasta rematar en el derrocamiento del dictador y los movimientos subsiguientes y contemporáneos.
No es poca cosa la significación geopolítica de esto: se trata de una gran ruptura de la subordinación de los ejércitos latinoamericanos a la hegemonía militar norteamericana, asentada en la formación impartida en Panamá a torturadores y ejércitos apuntando a sus respectivos pueblos, en aras de la política imperialista de “contener el comunismo”, que duró toda la guerra fría del siglo XX. Posiblemente, pudiéramos mencionar como antecedentes de esta “revolución militar” los ejemplos de Velasco Alvarado en Perú y Omar Torrijos en Panamá: generales nacionalistas que pretendieron proyectos de cierta independencia respecto a los Estados Unidos. No es poca cosa, considerando las barbaridades de los militares sureños, que masacraron sistemáticamente a sus connacionales en Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay y Brasil.
Hoy se reconoce (por lo menos historiográficamente) que el concepto de “unidad cívico-militar” no es original de Chávez, sino que proviene de los 60 y está asociada con la Junta Patriótica que derribó a Pérez Jiménez, y, posteriormente, a Douglas Bravo en sus devaneos conspirativos, justo después que disolvió tanto su organización partidaria (PRV) como su fachada social (RUPTURA). Precisamente, el motivo de los roces, distancias y finales rupturas, con Chávez, fue que éste presuntamente nunca confió en el elemento civil. Mientras que los civiles participantes en la conspiración (Bravo, Puerta, Medina, etc.) insistían en distribuir armas y movilizar a las masas en las intentonas, Chávez decidió que era asunto de soldados, y que, en todo caso, el apoyo vendría después y por los costados.
La historia pareció ir después para otro lado. Ya cuando hubo Movimiento Quinta República (MVR en vez de MBR-200), el elemento civil desplazó hasta cierto punto al militar en el chavismo, y gente como José Vicente Rangel, Luís Miquilena, Núñez Tenorio y otros, determinaron las orientaciones básicas, sobre todo cuando se decidió que Chávez accedería al poder por la vía electoral. Luego vino la Constituyente, la defensa de la nueva constitución como estrategia para derrotar una oposición golpista y todo lo demás, revocatorio incluido y la docena de elecciones ganadas.
En su gran discurso póstumo, Chávez enfatizó que la continuidad de su proyecto eran las comunas. Por supuesto que insistió en el lema de la unidad cívico-militar; pero más insistía en definir la democracia más democrática, más popular, lo cual era la esencia de su proyecto. Hoy, de nuevo, el componente militar se hace valer, por encima del propio Partido. Teniendo por encima un “alto Mando” cívico-militar, distinto a las autoridades electas partidarias, el PSUV luce como simplemente el brazo civil (o, más bien, burocrático, por ser compuesto fundamentalmente por el funcionariado del estado y el gobierno) de una Fuerza Armada dirigente. Esto por supuesto, despierta muchas reservas.
¿Entonces nuestra democracia está tutorada (el término es suave; en realidad es supervisada, dirigida, conducida) por los militares? ¿En eso quedó el proyecto de “democracia radical” de las comunas y todo eso? Peor, si consideramos que el socio de las transnacionales (así sean chinas o rusas) que vendrán a explotar el Arco Minero, o las que vendrán a aportar su capital y tecnología en la franja petrolífera, es CAMINPEG, la empresa presidida por el Ministro de Defensa, el general compañero de no sé cuál promoción militar. Capital y armas: la combinación perfecta.
Con razón no hacen falta elecciones ni poderes públicos independientes.